Estaba en la Feria del Libro el día en que el dólar blue tocó los 500 pesos. Eso fue el martes de la semana pasada, y si bien la inauguración oficial fue recién dos días después, por entonces ya estaba funcionando, con algunos stands a medio armar, es cierto, y con una cantidad limitada de visitantes, ya que antes de abrir al público en general se llevan a cabo lo que se llama las jornadas profesionales, dedicadas a libreros y bibliotecarios de todo el país, con reuniones de todo tipo. Pero ya era la feria, y la noticia se sintió como esa clase de frío que penetra en los huesos. Estaba en todos los rostros, en todos los saludos, en todas las bienvenidas.

Y en todos los precios, por supuesto, porque una feria es intercambio, y ese intercambio se realiza con dinero, un dinero que, ese día, nadie sabía realmente cuánto valía. Los libreros, que tenían sus novedades esperando su turno en las imprentas que no dejan de funcionar durante la feria –todos corriendo para poder tener algún título para presentar antes del 15 de mayo, el día de cierre–, confesaban estar temiendo el llamado que les exigiría recalcular el precio pactado, y en muchos casos ya pagado.

Los lectores con reflejos entrenados –y con aunque sea algo en su billetera a fin de mes– buscaban en qué gastar ese dinero que se devaluaba minuto a minuto. Pagando con tarjeta, de ser posible. Y como no hay que bajar las banderas antes de tiempo ni resignar todas las utopías, nunca hay que dejar de preguntar si ese pago puede ser en cuotas, haciendo la pausa indispensable para que el vendedor apunte la cantidad de ellas que hay disponibles sin interés.

Aquel día, en que confieso haber pensado en el libro más caro y deseable que estuviese a mano –el de las letras de Paul McCartney, dos pesados tomos hermosamente ilustrados y en inglés, disponible en Kel, largas colas en el local 1404 del pabellón amarillo–, fue, por suerte, sólo el punto más alto de una corrida cambiaria que alcanzó a ser contenida, al menos por un rato: hoy el blue se ha quedado rondando los 470 pesos. Pero es un fantasma que sobrevuela desde el mismísimo comienzo de una feria que carga con el antecedente de la edición del año pasado, que batió el récord histórico al alcanzar, en su regreso después dos años cerrada por la pandemia, 1.300.000 visitantes.

No ayuda el hecho de que, de un año al otro, la entrada haya casi triplicado su valor: pasó de 300 a 800 pesos, y que el comienzo del evento haya coincidido con el fin de mes: el primer fin de semana se notó la diferencia de un año al otro y esta vez se podía caminar por los pasillos. El responsable de uno de los stands más grandes de la feria confesaba, sin embargo, que las expectativas aún se mantenían firmes, y comparaba esta edición con la de 2019, la última antes de la pandemia. Entonces también se notó menos presencia de público, pero las ventas se mantuvieron estables: los que se habían quedado en casa eran los paseantes; los fieles habían acudido a la cita.

Algo que este año aún está por verse, pero es verdad que la feria, al menos en apariencia, sigue igual a sí misma. Si el año pasado Guillermo Saccomanno en su discurso inaugural había sido polémico al cuestionar que se realizara en un ámbito como la Rural (“la institución que fue instigadora de los golpes militares que asesinaron a escritores y destruyeron libros”), esta vez el elegido fue Martín Kohan, que explicó que “cuando las grietas no son entre explotados y explotadores no me interesan tanto”, y que “hay cosas que no se derraman, como la riqueza, pues los ricos nunca se sacian”.

Claro que también se notan los cambios de época: hace años que los diarios hegemónicos como La Nación y Clarín eran casi los dueños del evento, con un pabellón propio, donde exhibían sus productos literarios, como fascículos, libros y suplementos. Hoy ya no tienen nada para vender, salvo bebida y comida (créase o no, hay un “quiosco Ñ” dedicado a eso) para quienes se sienten en sus mesas a escuchar las charlas que organizan.

Pero el show debe seguir, y por suerte. Porque, aun (o especialmente) en crisis, en todos los stands siguen sucediendo cosas todo el tiempo (este fin de semana será el congreso de escritores y escritoras de América Latina; el próximo, el de booktubers), todavía es posible descubrir la popularidad de autores de los que uno no tenía idea por el largo de las filas de sus fanáticos sosteniendo sus ejemplares cerca del corazón (así supe de la existencia de Elízabet Benavent el pasado fin de semana), y siempre hay tesoros para descubrir en los stands de los países, el mejor ejemplo de por qué una feria no es como una librería.

El de Uruguay, por ejemplo, tiene un generoso catálogo de su heterogénea producción editorial, especialmente de libros que no cruzan el charco. Eso sí: aclaro que no tengo nada contra Ida Vitale, pero quien haya decidido que una gigantografía suya sea el único rostro del stand parece estar confirmando el preconcepto condescendiente que los porteños tienen de sus vecinos: para ellos Uruguay es una abuela centenaria que les sonríe.