La israelí Big Bad Wolves (2013) se convirtió en objeto de culto luego de que Quentin Tarantino la proclamara la “mejor película del año”. Fue bastante narcisista, porque se enamoró de su propio reflejo: Big Bad Wolves estaba plagada de tarantinismos. Es la historia de un hombre indefenso que, atado a una silla en medio de un sótano amplio, es torturado por otros tres que asumen que él es un pedófilo asesino serial de niñas. Esa situación aflictiva es cortada por detalles nimios con efecto de humor negro y decorada con música pop anempática: imposible no pensar en una de las escenas más memorables de Perros de la calle (1992), con la que Big Bad Wolves compartía la metáfora del cánido en el título. Había más rasgos del maestro estadounidense: un toque de wéstern con música de Ennio Morricone, diálogos saboreados con circunloquios que evidencian una tranquilidad cruel frente a la situación de violencia, ángulos de cámara asociados a determinadas situaciones, incluso la proverbial toma desde adentro de la valija del auto.

Por suerte, en Big Bad Wolves el modelo de Tarantino obró también como un parangón y los directores Aharon Keshales y Navot Papushado, que filman muy bien, se esforzaron por generar personajes interesantes, situaciones llamativas, vueltas de tuerca y sorpresas muy efectivas. La historia funcionaba en un contexto en que los derechos humanos son constantemente vulnerados: los personajes habían aprendido a torturar en el servicio militar y le agarraron el gustito. La tortura, además, ni siquiera se mostraba como el costado “necesario” para garantizar el orden; más bien, aparecía como un hábito torpe y poco tendiente a conseguir información, y lo que se enfatizaba era la locura de todo aquello. El final, en un afán de agregar una vuelta de tuerca más, anulaba muchas de las premisas éticas de la película, empañando seriamente sus méritos.

Es curioso que las remakes, siendo una jugada esencialmente comercial, muchas veces encienden el orgullo de los realizadores, quienes en vez de meramente rehacer la película adaptada a su nuevo contexto agregan cosas personales. Son muy raras las ocasiones en que esos agregados configuran mejorías. En esta versión ambientada en Cádiz y confiada al director uruguayo (hasta ahora especializado en cine de terror) Gustavo Hernández, hubo un empeño en otorgar mayor espacio a las mujeres en una historia que se desarrollaba en forma casi exclusiva entre hombres.

Así, Adriana Ugarte, la bellísima Julieta de la película epónima (2016) de Pedro Almodóvar, encarna aquí al más siniestro de los torturadores de la versión original. Ese movimiento modifica el tablero mucho más que la traslación de Israel a España. Hubiera sido complicadísimo hacer que esa joven que lleva en el cuerpo su formación como modelo reprodujera algo parecido al efecto amedrentador del grandulón veterano de la original. Son muy distintas la figura patriarcal de un exmilitar acostumbrado a la tortura al que le tocaron la hija y la de una joven que fue víctima ella misma de abusos y que se planta como vengadora (investida así de una carga de simpatía). Se supone que es una figura que debería producirnos escalofríos, y en cambio está más cercana a suscitar piedad o empatía. O lo hubiera estado, si no fuera porque, en la indecisión entre ambos perfiles (víctima vengadora y psicópata), se superaron las posibilidades de la actriz de componer algo más consistente que una constante cara de tensión y rabia, que a su vez la complica para redondear su costado heroico.

Por otro lado, la víctima de la tortura está actuada por Rubén Ochandiano, con su historial de personajes medio pervertidos (es recordado por El abrazo partido, también de Almodóvar). De esa manera, estamos viendo a alguien probablemente culpable siendo maltratado por una muchacha de quien tenemos fuertes motivos para compadecernos, lo cual es mucho menos angustioso que ver un hombre que casi seguro es inocente maltratado por un villano.

No es el único cambio infeliz. Una de las claves es que la tortura transcurre en un sótano aislado. En la película española se dice que el sonido no se escapa, pero el ambiente está lleno de ventanas. La primera escena de tortura aquí tiene lugar en un espacio público, lo cual deja al detective como un idiota (en la original un niño escondido captaba las imágenes con su celular y las viralizaba). Además, los momentos cómicos están puestos de relieve con una música graciosita, a la manera del cine de carácter más popular del extremo oriente, lo que atenta contra el revulsivo humor negro. Y el empeño en crear otro personaje femenino destacado (la detective Vidal) no lleva a mucho más que detallar en forma improcedente las acciones de alguien bastante ajeno a la trama.

Hacia el final pusieron un toque claramente inspirado en el desenlace de Se7en (David Fincher, 1995), pero sin Kevin Spacey y sin el contexto que lo justificaba. Y las apariciones medio mágicas del lobo no hacen más que duplicar la metáfora que ya estaba en el título, ablandándola (el Lobo Feroz es un personaje de cuentos infantiles, no un lobo real que ni siquiera se muestra feroz y más parece un perro bonito). El resultado es una película de tono incongruente, con poca tensión más que la de las imágenes violentas.

Lobo feroz, dirigida por Gustavo Hernández. España-Uruguay, 2023. 106 minutos. En Cinemateca, Torre de los Profesionales, Tres Cruces, Movie Montevideo, Nuevocentro, Costa Urbana, Las Piedras Shopping.