En Francia no se entiende cabalmente el arte como intervención política, pero en América Latina y España sí. Lo dice Manuel Segade, el gallego curador –o “comisario”– de arte y director del vibrante Centro de Arte Dos de Mayo de Madrid (CA2M), que visitó el Centro Cultural de España (CCE) para dictar un taller sobre cuerpo y arte. Conversamos con él sobre políticas de administración museal, sobre el papel de los curadores hoy, sobre España y América, y sobre las relaciones entre mercado e instituciones públicas.
¿Cómo llegaste a ser curador?
Siempre decimos, cuando nos ponemos muy estupendos, que el arte es transformación social, que el arte cambia el mundo, y alguien te dice que no, que no se van a cambiar las cosas, que no es ahí donde se cambia. Y yo siempre digo “bueno, ¡pues a mí sí me pasó!”. Yo vengo de Coruña. Cuando estudiaba en Santiago de Compostela, en 1995, se fundó el Centro Gallego de Arte Contemporáneo, un lugar maravilloso en el que su primera directora, Gloria Moure, armó un programa alucinante con artistas que en aquel momento no eran famosos en Europa, como Dan Graham, por ejemplo. Imagínate, una exposición personal de Dan Graham, la primera que se hace en Europa –antes de que se haga una en Nueva York–, y luego una retrospectiva de Félix González Torres, la última en vida, o una instalación en una iglesia gótica secularizada de Boltanski. Yo estaba estudiando comunicación y fue como si me hubieran dado una piedra en la cabeza, decidí que allí pasaba algo que no entendía muy bien del todo, pero que me fascinaba y tenía que profundizar. Eso me llevó a estudiar historia del arte. Con una beca me fui a Inglaterra y allí se dio el cambio total, porque yo ya estaba notando que me interesaba más la práctica de comisariado que sólo estar haciendo historia del arte. Tuve la oportunidad de estudiar con Griselda Pollock, una de las feministas históricas que rompen el canon, que se pregunta dónde están las mujeres en los museos, algo que cambió mucho mi óptica. Cuando regresé tuve la oportunidad de trabajar en Barcelona en una fundación privada y a partir de ahí sólo me dediqué al comisariado, hasta el día de hoy. En 2008, como 12 años después de haber estudiado en el Centro Gallego, asumo como subdirector. Luego estuve ocho años independiente en París, trabajando mucho Latinoamérica, por cierto, y sobre todo me dediqué a la docencia, además del comisariado. Fui tutor en Sudáfrica, en Francia, en Ecuador y en España. Creo que realmente hay que entender los procesos de formación como un comisariado ellos mismos. Porque al final el comisariado es elegir cosas y fragmentos culturales o de material cultural y reordenarlos en un relato distinto al que tenían originalmente.
En la descripción del curso que diste en el CCE hablás del cuerpo del curador, de sus gestos, como de un elemento más de sus curadurías. ¿Podrías explicar de qué manera el cuerpo es “un espacio público cuyas herramientas es necesario reivindicar”?
Yo siempre digo que soy comisario de arte contemporáneo y el arte contemporáneo nace como un régimen concreto en los años 60 por una serie de transformaciones sociopolíticas, pero que también ocurren en los lenguajes, en los cuerpos, precisamente. Cito tres ejemplos que son muy básicos y que te explican esta revuelta del cuerpo que ocurre ahí y llega hasta el presente. La segunda ola del feminismo tiene un efecto enorme en las artes plásticas conceptuales. Las primeras performances las hacen las mujeres de la época, como Yoko Ono; aquí en Sudamérica también se da con mucha fuerza, algo que tiene que ver con los deseos de cuerpos feministas. Luego, la revuelta del 68, de clase, que se hace con el cuerpo también. Tercero, están pasando los procesos de descolonización de los países del sur que pertenecían a los grandes imperios europeos hasta ese momento, aunque sigan perteneciendo quizá de otra manera. Pero al menos, digamos, los imperios europeos con ese nombre se caen. Son eventos que transforman todo. Por ejemplo, esas movilidades actuales tan dramáticas en Europa, con el cruce del Mediterráneo y esos cuerpos negros que mueren en las fronteras, en realidad son una consecuencia de todas estas dinámicas que comenzaron entonces. Quiere decir, para mí, que el “régimen” contemporáneo no ha acabado y seguimos en lo mismo. Es claro que el cuerpo se ha convertido en un aspecto central de este proceso. Es fundamental.
¿Y cómo afecta al curador o al museo?
Hay un ejemplo que siempre uso de cómo los museos clásicos se focalizan en la visión. El Prado de Madrid, por ejemplo, o el Museo Nacional acá –que visité ayer y me gustó mucho–, que se llama de Artes Visuales. Eso lo dice todo: son museos que están hechos sólo para ver, tu cuerpo no existe. Sólo es un ojo. Es más, tu ojo se vuelve un eufemismo de tu cuerpo entero, en el que se supone tienes un órgano intelectual que valora las cosas, que las mira y las aprecia, un órgano racional. Pero el arte contemporáneo es para el cuerpo entero. En los 90, cuando empezaron a aparecer las grandes instalaciones, esto cambió definitivamente y a veces lo pensamos muy poco con respecto a los emisores de discurso. Ya no sólo el comisariado, la educación también. Muchos de los procesos educativos que vivimos en los museos se basan precisamente en una coreografía social de gente que está viendo una serie de piezas que se mueven con un flautista de Hamelin que les va contando lo que pasa y en muchos casos incluso hace eco de las obras. Yo creo que hay que pensar en el museo del principio hasta el final, incluyendo la propia arquitectura. En este sentido, queda claro que si el cuerpo es un elemento central, todos los cuerpos posibles tienen que poder entrar en el museo. Ya no se trata sólo de diversidades funcionales, se trata de todos los cuerpos posibles. Si un mendigo quiere entrar en el museo, tenemos que buscar los dispositivos para que esta persona pueda hacerlo sin problema. Y creo que hay algo cardinal y nos olvidamos a veces de esta parte proxémica: cuando doy un taller, cambia si lo hago en un anfiteatro universitario, desde una cátedra, o si lo hago en una mesa rodeado de gente que puede dialogar conmigo, es una performance educativa totalmente distinta. Es fundamental recuperar el cuerpo como una posición desde la que se habla. En el fondo es recuperar la intención política, no en el sentido partidista, sino en el sentido de acción política, de transformación social, que puede tener el discurso que lanzamos.
¿Existe el riesgo de una espectacularización del cuerpo, en este sentido?
Sí, hay que sortearla, o al menos hay que ser consciente de que eso existe. Yo creo que ya ha pasado el tiempo en que podíamos disimular con las cosas. Ahora me parece que tenemos que confrontarlas, o por lo menos hablar de ellas. Quizá tomando una mala decisión, pero al menos que se haga una cosa pública, si haces algo conservador... bueno, pues tienes que asumir que lo es. Y es verdad, hay un riesgo de espectacularización, pero tiene más que ver con lo expositivo, precisamente con toda la producción de imágenes que se genera alrededor de lo que hacemos. Y creo que es algo inescapable y que hay que trabajar con ello. Pasó recientemente, hicimos en el CA2M una retrospectiva de Juan Muñoz, un artista que borra constantemente el límite de ficción y realidad y el público no paraba de sacarse fotos y selfis con sus trabajos, subiéndolas a las redes, pero esta parte de espectacularización, además del éxito –hemos ampliado la exposición porque lleva más de 50.000 visitantes–, se ha convertido en un mecanismo crítico fascinante. Este artista que trabaja sobre ficción y realidad generó que la gente que se sacaba selfis entrara en un estado entre ficción y realidad, estaba produciendo subjetividades e identidades ficcionales en las redes sociales. La familia del artista me preguntaba, contenta, ¿cómo has conseguido como comisario actualizar la obra de Muñoz? Y yo le contesté que se actualizaba sola, que no lo había provocado yo. Simplemente la gente utiliza sus recursos y amplía los efectos de este trabajo, que ya tenía ese espacio, claro. En este caso engrandece las obras, en otros no. El espectáculo siempre ha tenido una faceta de pan y circo y otra que puede ser crítica; que una cosa pueda ser masiva a priori no la invalida.
Hace siete años estás en la dirección del CA2M, un espacio dedicado al arte contemporáneo más pujante, por así decirlo. ¿Cuál fue tu idea de organización del Centro cuando entraste? ¿Cuáles son las líneas que cualquier institución que se dedica a lo contemporáneo en campo artístico debería tener?
Vuelvo al cuerpo: la institución no sólo es para los cuerpos sino que hay que entender la institución misma como un cuerpo, un cuerpo social, que necesita tratamiento y cuidados, como cualquier cuerpo. Luego, es un museo de arte exclusivamente contemporáneo, ligado al presente; te diría entonces que si fuésemos un género literario seríamos ciencia ficción, porque estamos trabajando sobre un arte por venir que no sabemos lo que va a hacer. Siempre me imagino al primer comisario que tuvo que exponer videos, ¿qué hago con el sonido?, ¿y la luz?, ¿cómo la apago para que se sigan viendo las demás piezas?, y cosas así. Ahora nos pasa todo el tiempo, exponemos unas plantas con bichos, pero ¿bichos en el museo? ¿Cómo hacemos? Ni idea, es la parte más banal, pero efectivamente no sabemos lo que va a exigir el arte del futuro. Y no sabemos lo que van a exigir los proyectos que estamos produciendo. Y ahí está la tercera exigencia que es fundamental: el CA2M es un espacio público, tiene que ser un lugar donde los artistas y las artistas tengan derecho a equivocarse. Es un espacio de experimentación, tenemos que poder hacer cosas que a lo mejor no funcionen. ¿Por qué? Pues porque para hacer cosas que ya funcionan están las fundaciones privadas que pueden confeccionar exposiciones de éxito, perfectas.
Finalmente, la última función fundamental de este museo es el barrio en el que está. Móstoles es una zona obrera con una presencia fuerte de migrantes. Todo el mundo pensó, cuando abrió hace 15 años, que no iba a triunfar, lo veían mal, porque no había siquiera un hospital ahí, pero sí un museo, lo último que necesitaban. Entonces, el museo ha trabajado siempre sobre esto, sobre cómo eliminar esta barrera. Y se ha hecho de una forma muy sencilla con una especie de “baja institucionalidad”: crear un nivel de tranquilidad en la relación con el público, como que cuando andas por la puerta, la gente te dice hola y no pide nada, sólo tienes que entrar, saludar y ya. Puedes ir a la terraza, donde hay una huerta comunitaria, puedes ir a tejer con tus amigas, como hacen unas señoras que van todo los miércoles a tejer a la cafetería y que finalmente involucramos en algunas actividades de museo. Puedes ir a bailar trap en la terraza, como hacen los adolescentes, o puedes venir a ver exposiciones o asistir a un taller. Es como si fuésemos el centro comercial que no existe en Móstoles: tenemos aire acondicionado en verano, en invierno hay calefacción, obviamente hay wifi. Pues digamos que hay una masa humana que va utilizando el espacio y que poco a poco se convierte en participante de lo que ahí ocurre.
¿Qué relación tiene el museo con América Latina?
Hacemos cada año una exposición con el Museo de Arte Contemporáneo de México, tuvimos proyectos con instituciones de Bogotá, con la Fundación Proa en Buenos Aires. Estamos continuamente trabajando con Latinoamérica, también con proyectos de artistas latinoamericanos que viven en España. Hay cercanía. Además, el arte latinoamericano es fundamental en el acervo: hoy por hoy es imposible definir el arte contemporáneo en Madrid sin pensar en el arte latinoamericano. No tanto por extractivismo colonial, aunque quizá lo haya –Madrid sigue siendo una gran metrópolis, voy por aquí y veo a Santander, a Movistar, etcétera–, pero sobre todo el movimiento sustancial es el de ida y vuelta. Muchas veces desde América Latina –por todo lo que España hizo a Latinoamérica– no se ve qué relación tiene España con sus países vecinos. Evidentemente estamos en la Comunidad Europea, formamos parte de un sistema muy concreto de Occidente. Pero llegamos tarde. En 1981 tuvimos el último intento de golpe de Estado, además de una dictadura que duró hasta fines de los 70. Es decir, nuestra cronología de lo contemporáneo está mucho más cercana a la de varios países de América Latina y de Europa del Este que a la de Francia o Reino Unido. Entonces, una cosa truncada con el relato de lo moderno y una cosa truncada con la entrada de la contemporaneidad en España. Más bien que la contemporaneidad ocurre en el exilio. Y ahí hay un punto que es central que aquí también ocurre y que genera un sistema parecido. Yo viví muchos años en Francia y el sistema del arte francés... Su forma de producir arte es de tradición burguesa y su modernidad es ininterrumpida. Es perfecta, preciosa, siguen haciendo esas cosas estéticamente poderosas, pero, por ejemplo, no entienden el arte político, no entienden que el arte proponga una acción directa en crítica social. Esto aquí es de libro y en España también, y te explica que hay una tradición común que depende precisamente del aire de estos tiempos en los que hemos vivido en paralelo.
Siempre me pareció interesante que aquí y en muchas partes tu ocupación se defina como “curador”, mientras que en España se llama “comisario”. Es curioso también que ambos términos, cuando no tienen la especificación “de arte”, remitan a otras profesiones o roles. ¿Mera cuestión lingüística o termómetro de la flexibilidad e inestabilidad de la profesión?
Odio la palabra “curador”; la palabra “comisario” no es que me guste, pero prefiero la falta de cinismo de decir comisario, como comisario de policía, de aceptar el nivel de poder que tiene un comisario. Porque “curador” realmente presupone que tengamos un poder chamánico para salvar el mundo. En cuanto a la inestabilidad o inconsistencia, sí, y lo digo en el sentido positivo; refleja la inconstancia del propio arte contemporáneo, que es tan diverso. Las posibilidades son tantas como la realidad misma. Las posibilidades de medios de soporte son gigantescas, no sabemos qué tipo de materialidad va a tener el arte dentro de poco, o si precisamente se va a desmaterializar del todo. Tal vez por la sustentabilidad a lo mejor dejamos de hacer arte material, pues ¿qué ocurre? Que al comisariado le pasa absolutamente lo mismo. Tenemos que estar todo el rato mutando y aprendiendo de las metodologías de los propios artistas. Lo primero que digo cuando doy un taller es que ser comisario es una praxis. Yo creo que los comisarios somos un espacio de negociación. En cultura nadie trabaja solo, nadie. Nosotros somos una conjunción del medio, entre artistas e instituciones, y es un rol que muta. Si yo no confío en artistas que están haciendo lo mismo toda la vida y que tienen un valor únicamente de mercado, tampoco puedo confiar en un discurso comisarial que sea siempre el mismo, que no se adapte a las circunstancias del lugar y del tiempo.
En tu rol de comisario y director de museo, ¿cómo te relacionas con el mercado?
Yo soy de izquierdas y durante mucho tiempo he tenido problemas con esto. Cuando eres un comisario joven y precisamente tienes poca oportunidad de ceder a las instituciones, siempre tienes esta ceja levantada, con la idea foucaultiana de que el nombre desaparece y solo existe el precio, cuenta el valor económico, ya da igual el nombre. Y es verdad que al principio te genera cierta sospecha. Yo creo que es una cosa de adolescentes, es como una alergia a lo institucional, pero en realidad esto de que “de dinero no hablamos” es algo muy burgués. Yo puedo no colaborar con un espacio independiente, pero me parece que en el ecosistema del arte es fundamental que exista un espacio independiente. Bueno, con las galerías pasa un poco lo mismo, son fundamentales para la existencia y supervivencia del 60% de los artistas del sistema mundial del arte. Entonces ¿cómo vas a criticar las ferias masivamente? Claro, se puede decir “tal feria es un desastre” o “tal galerista es un corrupto”, pero en general son profesionales y lo que están haciendo es permitir que mucha gente viva del arte. No podemos negar que lo económico es fundamental en el sistema en que vivimos, si llegásemos a un sistema no capitalista firmaría, pero en el sistema en el que estamos la gente necesita dinero para comer y los artistas también. Y hay países donde el mercado vehicula más contenidos que el arte que producen. Miremos la feria Arco: es crucial para muchos mercados latinoamericanos. Claro, es cierto, es un mercado colonial europeo, pero al final hace que muchos artistas arranquen carreras o que muchos artistas del pasado, que a lo mejor ya han fallecido, entren en instituciones y formen parte de un relato internacional del contexto contemporáneo.
En nuestro trabajo en el CA2M hablamos de dinero, todas las condiciones económicas y administrativas para cobrar, que suelen ser problemáticas, se ponen enseguida sobre la mesa, no dejamos esa parte de la conversación para el final, como la parte fea. No, esto es parte de lo bonito. El año pasado hicimos una enorme exposición de la colección con el título Dialecto, 450 piezas, todo el edificio, desde Picasso hasta el arte de hoy, y en las cartelas pusimos autor, obra, título, fecha, técnica, medida, pero también año de adquisición y precio. Porque somos una institución pública que ha comprado con dinero de toda la gente de Madrid y es fundamental que esto sea parte del relato. Es no eludir nunca los aspectos problemáticos, o que percibimos así, en este momento además de cultura de la cancelación: el problema lo único que hace es volver las cosas más complejas, pues entonces abracemos esa complejidad. Creo que precisamente con este auge global de las ultraderechas es necesario, ya que las ultraderechas lo que quieren es cercenar la complejidad, convertir todo en un monodiscurso fácil: una de las tareas esenciales del arte contemporáneo es preservar lo complejo.