La penúltima vez que Los Fabulosos Cadillacs habían tocado en Montevideo fue hace 23 años, en el Velódromo, con La Vela Puerca de telonero; la entrada costaba 150 pesos. Siete meses después, la empresa crediticia OCA organizó una jornada musical en Kibón en la cual la banda argentina compartió escenario con Los Fatales, cuya popularidad de requiebro y meneo, por entonces, brotaba hasta en la pizza. Cerca de 100.000 personas disfrutaban del evento cuando de pronto murmullos, corridas, llegó la fuerza policial y la rambla de Pocitos se convirtió en un campo de batalla. Los Cadillacs no volvieron nunca más.

El sábado de noche nos bajamos del 185 en los cuernos de Batlle, agarramos todo Varela. El cantero es más ancho que largo; aprovecho la licencia geométrica y me doy un paso calmo de 15 minutos para definir el estilo de la crónica: ¿una mirada fría, butaquista, por pantalla gigante, o algo más visceral, una prosa atropellada que transmita el calor de la gente y luego en la edición, si quedaran impresiones descafeinadas, reforzarlas encriptando versos fabulosos, aun con el miedo de ser tildado de pretencioso o esnob?

Cruzando Propios, con las ideas más claras, no veo bajar una procesión entonando cánticos de misa, pero al llegar a la explanada del Antel, donde alguna vez Clapton hizo rebotar su Stratocaster contra los chapones del viejo Cilindro, empiezo a distinguir los trapos con motivos dameros, el fileteado porteño calavera, los signos de ¡exclamación!... La expectativa es descomunal, un cuidacoches pregunta a qué hora arrancan Los Auténticos Decadentes, corre el rumor de que Dani Umpi es banda soporte, la gente en las colas manotea los bolsillos buscando la entrada y otros más jóvenes le recuerdan que ya no son los 90 mientras exhiben el código QR y se mandan arena adentro a ver a la banda que no volvió porque nunca se fue.

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El show abre con el breve y anfetamínico “Cadillacs”, el ska instrumental que cierra el lado A de Yo te avisé!! Sin espacio para el primer aplauso, los vientos enganchan con la inconfundible intro y Vicentico no precisa anunciar que es la historia de un león. ¿Cómo mostrarme sorprendido si ya vi la lista de temas del Coachella Festival? Y en todo caso, ¿por qué esquivar esta emoción antiespontánea?

El público fabuloso no suele destacarse por hacer gala de la mano cornuta. Aun así, los murmullos que anuncian la llegada de “El muerto” invitan a que el recital se convierta en una invocación al Doctor Calavera, pero con el percusionista Toto Rotblat aún sin reencarnar, Ariel Minimal alejado del grupo (al menos musicalmente) y el cuarto de siglo que ha pasado desde entonces, resulta difícil que esta noche la banda vuelva a surfear la ola que viene de los infiernos, un prejuicio rápidamente aterrizado con la tríada frenética “Demasiada presión”, “Carmela” y “Estoy harto de verte con otros”, salsa, punk rock y ska sin criterio aparente sin comas optativas callate y bailá. Y por las dudas, si el concepto no queda claro, remato con “El genio del dub” elevado con fraseos de radio kriminal.

–Necesito un trago.
–Lo necesito ahora.

Aprovecho la cadencia lisérgica de “Los condenaditos” –un tema menor de un disco mayor– para ir a la barra, pero cuando estoy llegando estallan los vientos de “El aguijón” y pego la vuelta sin mirar atrás. La canción herida, firmada por Vicentico poco antes del verano, pedía la intervención sanadora de Fernando Albareda, pero dada su ausencia la responsabilidad recayó en el nuevo trombonista, quien será recordado menos por su nombre que por una ajustada interpretación y una onírica remera de Eraserhead.

A continuación, “N° 2 en tu lista”, “Siempre me hablaste de ella” –sin duda el lado B de la noche, tan conmovedora como poco afiatada en su ejecución– y “Basta de llamarme así”, en la que el cantante, ataviado de estrictos sacón, camisa y joguineta negros, da la cara ante una pareja de cuarentones que lo contemplan embelesados. Es el pasaje más compungido del show. Lo confirman el frío invierno de “Saco azul”, de las más entrañables para la vieja guardia, y “Siguiendo la luna”, la perla de Rotman, que si bien ya no tiene aquella dosis punk de locura cuando el Conde desgarraba en vivo versos de Joy Division, sigue siendo un relojito de emoción apoyado en un solo impecable de Florián.

Quiero vivir en América anuncia la anticelebratoria “V centenario”, ejecutada hasta vaciarse por los Cianciarulo, padre e hijo, puro músculo elefecé, y llega el final con los archiconocidos y celebrados “Carnaval toda la vida”, “Mal bicho” y “Matador”, momento en que el comandante Vicentico se dirige al público, quizás por primera vez, y le pide arrodillarse, apagar los celulares y hacer silencio.

Si el arranque había sido un guiño a la música que rompe mis pies, los bises no fueron más humildes, desde Elenita, que se fue con todo lo mío, pasando por el rocksteady beat de “Vasos vacíos”, para abrochar una noche épica con la invectiva “El satánico Dr. Cadillac” y poco a poco irnos yendo de nuestro lugar. Claro que faltaba “Yo no me sentaría en tu mesa”, también conocida como “Oh oh”, de pluma al mismo tiempo fraterna y combativa, de estribillo tan rústico como alegre, que luego de terminar sigue rebotando en las paredes de la gente y me aconseja, como un amigo fiel, de regreso a casa te tendrás que cuidar.