El siguiente texto contiene spoilers de una película reciente muy mala. En 65, tal es la película, Adam Driver es un extraterrestre llamado Mills, casualmente igualito a los muy posteriores humanos, que se estrella en la Tierra casualmente el día antes de que un meteorito arrase con el 75% de los dinosaurios y otros bichos. No sólo eso, casualmente cae en el mismo lugar donde va a golpear el meteorito. “¡En tu cara, cálculo de probabilidades!”, parecen estar gritando los guionistas y directores (Scott Beck, Bryan Woods: recuerden estos nombres para ignorarlos si aparecen muertos de sed pidiendo un vaso de agua). Luego de derrotar a media centena de dinosaurios afectos a la carne exótica, Mills y su protegida, la única otra sobreviviente del accidente, que casualmente tiene la edad aproximada de la difunta hija del héroe, se salvan, en la providencial cápsula de escape que toda mala película de ciencia ficción pone a disposición de los personajes, segundos antes de que caiga el famoso meteorito.

En realidad la extinción masiva del Cretácico-Paleógeno, o sea la hecatombe de los dinosaurios, que está datada con mucha precisión, no ocurrió hace 65 millones de años sino hace 66, y un millón son muchísimos años. La del Cretácico-Paleógeno fue la última de cinco (que se sepa) extinciones masivas, y en realidad la menos mortal. La intermedia extinción del Pérmico-Triásico, hace 251 millones de años, liquidó el 95% de la vida terrestre, y podría haber sido una ubicación más dramática para la película (que debería llamarse “250” entonces), si no fuera porque la fauna extinta estaba compuesta por unos lagartos con poca gracia, sin comparación con los dinosaurios. Nada les gana a los dinosaurios en pantalla, y eso bien lo sabe Spielberg, autor de la mejor película con dinosaurios nunca filmada. En la extinción del Pérmico-Triásico también desaparecieron los trilobites, pero sus posibilidades dramáticas son tirando a nulas. Encima el meteorito, que tal vez fuera la probable causa de esta extinción, cayó en la Antártida. Probable causa, porque a medida que se retrocede en el tiempo los motivos de las extinciones masivas son menos claros. Para la primera detectada, la del Ordovícico-Silúrico hace 439 millones de años, concretamente no hay causa firme. Se habla de una supernova cercana y de otras teorías bastante delirantes. Se extinguió el 85% de la vida del planeta, que era totalmente marina (una variedad de mariscos a golpe de vista no muy distintos de los que integran la dieta actual de un habitante promedio del este asiático), y no se sabe por qué.

El asunto es que la extinción de los dinosaurios es la que tiene la causa más clara, y también ocurrió en tiempo récord. Se calcula que luego de la caída del meteorito los consiguientes trastornos climáticos y geológicos liquidaron a los lagartos preferidos de todo el mundo en alrededor de un mes. En las extinciones previas, incluso la del Pérmico-Triásico si es que fue provocada por otro meteorito, el lapso posterior necesario para diezmar la vida terrestre se cuenta en millones de años. Anticlimático pero cierto.

Vivimos una época que sueña con la extinción masiva. “Que venga el meteorito” es un chiste recurrente. Hay un embelesamiento generalizado con la idea de que tarde o temprano, probablemente temprano, habrá una catástrofe que nos liquide cual dinosaurios sin gracia. Hasta tiene nombre: extinción masiva del Holoceno. En el imaginario cinematográfico, que es como decir en el imaginario colectivo, el asunto se despacha en una noche de caos y destrucción, ya sea por el mentado meteorito, por una plaga zombi, una IA que se pone loquita y empieza a disparar misiles nucleares como cañitas voladoras en fin de año, una pandemia arrasadora de una cepa nueva de la gripe del koala o el terrorífico Rayo Extintor Universal del Doctor Merengue. En un patapúfate desmesurado la humanidad y los mamíferos son evaporados, y hormigas y cucarachas se disponen con resignación a crear un nuevo y diverso ecosistema.

Pero la historia (más bien la paleontología) nos enseña que las extinciones masivas, salvo la modélica de los dinosaurios, son cuestiones de largo aliento. Nada de una noche: con suerte medio millón de años, como mucho tres millones. El apocalipsis demora.

Arriba ese ánimo: a lo mejor estamos mirando en la dirección incorrecta (o sea hacia el cielo, esperando el meteorito). Fijémonos de nuevo en 65. Al comienzo de la película Mills tiene que conseguir otro trabajo, porque los gastos médicos de su hija son inmanejables. O sea, en esa civilización extraterrestre que viaja de estrella en estrella como quien va a pasear a la rambla, la atención médica es inalcanzable, un problema para la economía familiar. Tal cual pasa en la actualidad en Estados Unidos, de donde provienen Beck y Woods (Colorado y Iowa, respectivamente). Así que aparte de no tener la menor noción de la existencia de la teoría de la probabilidad, ambos son incapaces de imaginar una sociedad extraterrestre tecnológicamente súper avanzada que no esté aquejada por las tristes miserias que el capitalismo contemporáneo inflige a las sociedades que lo adoptan.

¿Y qué es el capitalismo? La práctica de mantener constante el crecimiento económico en base a convertir recursos naturales en bienes de consumo. O sea, saquear todo lo que se pueda para tener un suministro permanente de chirimbolos que, fingen, es interminable.

O sea, arrasar el medioambiente que nos sustenta hasta que no quede nada.

O sea, llevarnos a la extinción cantando a coro el tema central de Barbie.

Puede demorar un tiempito, pero es inevitable.

No necesitamos ningún meteorito, ya tenemos nuestra catástrofe a medida.

Es cuestión de paciencia, nada más.

El capitalismo es un evento de extinción masiva.