El horror no es gratis. El horror te cambia. Podés creer que lo estás mirando de frente, pero, como con el abismo nietzscheano, al final siempre es el horror el que te está viendo a vos. Ante tanto horror, ante esa pulseada insomne, lo único que queda hacer es establecer parámetros, que son éticas, que a su vez son políticas, normativas y consejos de cómo enfrentarse a aquello. Es así que en primera instancia está esa cuestión de cómo enfrentar eso que es muchodemasiado: ¿le hacemos una concesión al espectador para que pueda identificarse en esa trama insoportable? ¿Tratamos de señalar que esa identificación es imposible? ¿Tratamos de hacer que esa imposibilidad se convierta en algo más?

Estas son las preguntas que los cineastas europeos se hicieron cuando empezaron a aparecer las imágenes de los campos de concentración una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Los cineastas latinoamericanos intentaron hacer algo parecido con el más-allá-de-lo-imaginable de sus procesos dictatoriales. Es un trauma tardío que se convierte en trauma original, y sobre el que también discurren un montón de posturas, teorías, economías, estéticas.

El cine europeo tiene dos extremos y, entre ellos, un entremedio mucho más poblado. El entremedio es el cine de la empatía y la identificación, cine humanista por excelencia, en el que el espectador llega a través del pathos a identificarse con un protagonista que a su vez habla por muchos más, una historia metonímica del dolor, entendida por narrativas y medios convencionales que lo acolchonan. En el cine latinoamericano, específicamente el argentino, ese fue el camino más conocido, y lo tomaron películas populares como La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986) o La historia oficial (Luis Puenzo, 1985).

Por su parte, los otros dos extremos de esta representación del horror son mucho más radicales y, por lo general, menos populares. La primera opción es asumir la imposibilidad de la representación total del mal. Esta línea empieza posiblemente por Noche y niebla (1956), de Alain Resnais, que combina imágenes terribles de los cuerpos de los exterminados apilados y arrojados a fosas y los gansos caminando por los mismos predios verdes en donde una vez existieron los campos de concentración; lo continúa Jean-Luc Godard cuando dice “el cine es culpable de no haber filmado los campos en su tiempo; es grande por haberlos filmado antes de su tiempo; es culpable de no haber sabido reconocerlos”; y finalmente se cierra con Claude Lanzmann en Shoah, esa película monumental pero radical, de cierre total, de nueve horas y media de testimonios de sobrevivientes, sin recrear las escenas.

La otra postura radical es la de Pier Paolo Pasolini: agarrar el horror, desfondarlo, convertirlo en otra cosa y así traspasar lo imaginario (especialmente en Saló). Así, estos dos films (Saló y Shoah) tienen una profunda desconfianza por lo imaginario, pero uno intenta engordarlo hasta que se le desgarren las costuras, mientras que el otro escotomiza todo hasta quedarse con la palabra pura.

Elogio a la estructura

Esta disquisición es la misma que subyace en las entrañas de dos films apenas separados por un año: Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022) y El juicio (Ulises de la Orden, 2023). Las dos tratan sobre el famoso juicio a las juntas, en el que se oirían tanto los testimonios de los militares acusados por crímenes de lesa humanidad como los de su extensísimo número de víctimas.

Sin embargo, el enfoque de ambas obras no podría ser más opuesto. La de Mitre busca la identificación: tenemos a los héroes, Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) y Julio César Strassera (Ricardo Darín), que atraviesa un proceso de autodescubrimiento que lo lleva hasta su gigantesco discurso final, en el que todo parecería abrocharse simbólica e imaginariamente. En El juicio no hay, en sí, protagonistas. No hay nada más allá del escenario del estrado donde se van a llevar las audiencias, nada existe por fuera de los testimonios y las 520 horas de grabación, editadas en unos intimidantes pero excelsamente llevados 177 minutos de duración.

En estas ideas artísticas hay tanto éticas como espectadores posibles: Argentina, 1985 es atractiva, busca generar tanto empatía de gente que no sabía del caso como catarsis y comunidad entre los que sí estaban informados. La de Ulises de la Orden, similar a Shoah (pero no de forma idéntica), es otro caso: es un rito, un sacrificio que uno tiene que atravesar para llegar a la verdad, algo que quizás no logre tantos conversos, pero que a su vez hace que nadie vuelva a ser el mismo una vez fuera de la sala de cine.

Ulises de la Orden no cree en el drama, pero sí cree en la imagen, la información y la edición. Apenas tenemos rostros, y casi no tenemos –salvo en dos o tres situaciones inusuales– planos de reacción. Tenemos fundamentalmente nucas, filmadas en procesual formato U-matic, contándonos una sucesión de actos que alternan entre el horror y la barbarie. Los rostros que sí tenemos son los de los jueces de las juntas, los fiscales, los abogados defensores y los imputados, pero más allá de esto hay una confianza en la acumulación, en el efecto performático de sedimentación de tantas historias, que funcionan como la lava que al llegar al océano termina configurando una nueva isla, un nuevo continente.

Y, a pesar de todo, cine

Todo en El juicio parece demasiado, y ese demasiado es esgrimido como una misma fuerza de la naturaleza que a veces amenaza con pasarnos por arriba, pero es en ese mismo terreno que se encuentra la brillantez de la propuesta directorial y de montaje.

Primero, porque el ordenamiento del material en torno a temática y no en secuencia cronológica hace que nada parezca repetido ni redundante. Así, ordenado en un total de 18 capítulos, tenemos algunos (sólo por poner un ejemplo) donde lo central es el vil robo patrimonial con la excusa de lucha contra la sedición (“Estrictamente patrimonial”), el papel de la mirada internacional y la forma en que la dictadura trató de detener las investigaciones del exterior, pero también cómo colaboraron con otros poderes militares vecinos (“Naciones unidas”), o el papel de la iglesia y cierto reproche de orden cristiano al papel de los hombres bajo el poder (“Nos iremos al infierno”).

Lo segundo fascinante de El juicio es cómo, a pesar de su desconfianza hacia cualquier firulete cinematográfico, demuestra que el cine se cuela por todas partes. Tan sólo es recortar planos (y no estamos hablando de un montaje eisensteiniano) y hacer zoom en otros, y vemos detalles que se vuelven sinécdoques de sus protagonistas (donde por un detalle o dos convierten en su fisicalidad a Massera en un villano digno de Hollywood, o al abogado Orgeira en un lacayo desgarbado y patético). Incluso, más allá de la mano de De la Orden y sus editores, también tenemos esos momentos en donde se desliza el afán artístico de los mismos que intentaban filmar procesualmente el asunto (como el plano al crucifijo, en medio de los testimonios a los testigos religiosos).

Finalmente, lo tercero a señalar es que hay algo en esa acumulación que trasciende lo vinculado al contenido y se vuelve performático. Más allá de ese anhelo de totalidad a lo Shoah, está el famoso capítulo de las mujeres asesinadas y desaparecidas en la novela 2666 de Roberto Bolaño. Ahí, luego de partir del conocido y divertidísimo universo bolañesco de poetas y artistas malditos, de golpe caemos en el abismo de un capítulo en el que un montón de femicidios son pronunciados uno tras otro. Uno avanza las páginas y aparece otro cadáver y otro cadáver y otro cadáver, y hay en todo eso algo antiliterario –en el sentido clásico– pero que se convierte en otra cosa. Así, en esa repetición, de golpe ya no teorizamos sobre el horror, sino que estamos en el horror. Algo así pasa en El juicio, algo que sólo puede suceder al no ver del todo los rostros de los testigos, algo que se da por acumulación y hace que cada vez que aparece una reacción, una pista mínima de ficcionalidad, se sienta como una rendija de aire en un contáiner herméticamente cerrado.

Es esa la gloria, la emoción arrolladora que genera la reacción de una de las mujeres que llora contra la baranda al cierre del alegato final de Strassera. Es ahí que, más allá del cine, más allá de las identificaciones y los planos, El juicio pasa a ser Historia, con hache mayúscula, historia como una cosa palpable, apareciendo en lo real, más allá de lo simbólico y lo imaginario.

El juicio, de Ulises de la Orden. 177 minutos. En Cinemateca.