Corría el año 1981 y en las salas de cine aparecía por primera vez un personaje bastante contradictorio: un arqueólogo cuya primera misión era la de sustraer (robar) un ídolo de oro de un templo en la selva peruana, edificio que terminaba destruido durante el proceso. Su intención era evitar que terminara en el mercado negro y llevarlo a un museo, pero... ¿un museo de qué país?
Las sucesivas aventuras de Henry Indiana Jones, Jr. nunca disimularon sus imperfecciones y ese fue parte del éxito que tuvo la saga. Un éxito que también se apoyaba en el talento para la dirección de Steven Spielberg, la imaginación de George Lucas, la música arrolladora de John Williams y el carisma de Harrison Ford para interpretar a un cazador de tesoros con buen corazón. Y con enemigos que tenían muchísimos menos escrúpulos.
Desde su primera aventura, Los cazadores del arca perdida, Indiana Jones no ha parado de despedirse. Salvo en El templo de la perdición (1984), que técnicamente es una precuela, cada vez que finaliza una de sus películas el personaje parece hacerse a la idea de disfrutar de su retiro, al menos en lo que refiere a andar a las corridas golpeando nazis. Y al igual que Michael Corleone, cuando cree que ha logrado salir, lo vuelven a meter.
Algunos finales fueron más finales que otros. Como cabalgar hacia la puesta de sol en La última cruzada (1989) o casarse con Marion en El reino de la calavera de cristal (2008). Quizás la recién estrenada El dial del destino tenga el cierre más agridulce, pero seguramente sea el último que veamos en este formato, ya que Harrison Ford está por cumplir 81 años y debería colgar el sombrero y el látigo.
Después del traspié de críticas de la cuarta película, en parte atribuible a la vara altísima que dejó la trilogía original, se preparó un nuevo canto del cisne (y van...), esta vez con James Mangold en el sillón del director, y un nuevo artefacto con poderes extraños que Indiana y los suyos deberán alejar de las manitas inmundas de los nazis. (¿Se puede decir que los nazis son inmundos o tememos que se ofendan?)
La historia comienza en 1944, para explicar la importancia del artefacto de marras pero además porque necesitamos ver a Indiana Jones corriendo y saltando al menos un ratito. Así que tenemos a un actor rejuvenecido con la ayuda de las computadoras, y sustituido por un cuerpo ajeno en las escenas de acción (para no repetir lo de Robert De Niro en El irlandés (Martin Scorsese, 2019). El resultado es mejor que otras experiencias, aunque algunas tomas dejan en evidencia que la tecnología todavía tiene un camino por recorrer si es que los grandes estudios deciden ir por ahí. Todo indica que sí.
Durante ese flashback se pondrá de manifiesto el verdadero punto flojo que tiene la película. Mangold, con toda la capacidad que ha mostrado en películas como Logan (2017) o Contra lo imposible (2019), no logra construir los volúmenes en las escenas de acción. De nuevo, siempre será odioso compararse con un director que es referencia absoluta, pero las escenas del tren, tanto dentro de los vagones como sobre ellos, no están tan bien planteadas para que uno entienda las posiciones relativas de los participantes.
Por suerte la historia sí está a la altura del héroe, que por quinta vez debe dejar su ego de lado y aprender a trabajar en equipo. Después de tantos años podría ser más sencillo, pero circunstancias particulares dejaron a este Jones más gruñón que nunca, y por si fuera poco al lado tiene a una mujer capaz de agotar su paciencia.
Phoebe Waller-Bridge, creadora del unipersonal Fleabag y su posterior adaptación televisiva, es la mitad enérgica del equipo. En esta franquicia una característica fundamental es el condimento de humor, especialmente asociado a la acción, y ella cumple en el rol de ahijada que necesita de Indiana para sus intereses personales.
En cuanto al villano, Mads Mikkelsen no deja de ser “otro nazi” ni “otro villano interpretado por Mads Mikkelsen”, pero como dicta la costumbre la historia funciona por lo que les pasa a los buenos. O a los menos malos, que incluyen a algunos secundarios históricos y a nuevos personajes que debutan, como Antonio Banderas como un buzo con el que Indy compartió alguna aventura en el pasado.
Hay una intención nostálgica en algunas escenas, pero es que desde su segunda aventura hay beats que se repiten, como la recuperación del sombrero, los acertijos perdidos en el tiempo o los cuartos repletos de reliquias que el humano de a pie jamás llega a apreciar. Y otra vez los enemigos se la pasan pisándoles los talones a los protagonistas, como en los mejores momentos de sus mejores películas.
Solamente tomando en cuenta las aventuras cinematográficas (tuvo serie de televisión, novelas, historietas y hasta videojuegos), Junior se ha topado con espíritus, magia negra, un hombre inmortal y extraterrestres, así que el desenlace de esta historia no debería tambalear la suspensión de la incredulidad de nadie. Si me apuran, hay una herida que se arrastra demasiados minutos para no distraerme un poco.
Si nos amigamos con este nuevo statu quo de propiedades intelectuales sobreexplotadas, y bajamos apenas las expectativas de experimentar algo similar a la primera y la tercera entrega, disfrutaremos de dos horas y media de acción, humor y aventura, con un final que (ahora sí) no se revertirá ni bebiendo de la copa de un carpintero.
Indiana Jones y el dial del destino. 142 minutos. En cines.