“Si tenés alguna ambición respecto a los Stones, echá al cantante: su apariencia es repulsiva, tiene neumáticos en vez de labios”. Según la leyenda, algo así le dijo un productor del canal británico ABC a Andrew Loog Oldham, mánager de los Rolling Stones, cuando la banda se presentó por primera vez en televisión, en 1963 –la cita es de la colección Historia del rock, de El País de Madrid–. Como todo el universo sabe, Oldham no siguió el consejo: el tal Mick Jagger se mantuvo en la banda y el resto es historia; 60 años después –quién lo diría–, también presente e incluso algo de futuro. Sí, “algo”, porque hace pocos días el cantante sopló 80 velas.

La voz de Mick Jagger no representa al rock sino que directamente es su voluntad: el rock materializado en las cuerdas vocales, la boca, los dientes, la laringe, la cavidad glótica, etcétera; es decir, el aparato fonador, que cuando mueve toda su maquinaria para cantar –actividad muy distinta a hablar– da como resultado lo que simplemente llamamos “voz”.

La voz de Mick Jagger tiene de todo. Primero que nada, está su textura –una cuestión fisiológica–, que no siempre fue exactamente la misma: la de sus 20 años, cuando arrancaron los Stones, sonaba más inocentona y adolescente, pero fue madurando hasta alcanzar un punto de elixir entre sus 24 y 25 años, con la dosis justa de aspereza, ni muy gutural ni muy nasal, y más o menos así se mantuvo hasta ahora –su voz ha sufrido las variaciones lógicas del paso de los años y de las drogas–.

La voz de Mick Jagger también es su interpretación –lo artístico sobre lo fisiológico–: la forma en la que despliega la melodía, la maña para manejar la intensidad y dosificar la artillería expresiva. Quizás las muestra más corta y concreta de sus dotes vocales la encontremos en el break de “Let’s Spend the Night Together” (1967), a partir del minuto 1.39. La mayoría de la instrumentación para de golpe, quedan el órgano y el piano de colchón, Jagger canta dócil, tierno y meloso (“let’s spend the night together/ now I need you more than ever”), pero a los pocos segundos, ya con el verso “you know I’m smiling, baby”, se transforma, y cuando la batería golpea y arranca a subir el ascensor armónico e instrumental, la textura de su voz se vuelve más aguardentosa y la interpretación se torna urgente y corrosiva, como si no pudiera aguantar más ese pedido de pasar la noche juntos y la lascivia se apoderara de él peligrosamente. Y así en toda la coda de la canción, una gragea de lo que luego inmortalizaría en “Sympathy for the Devil”, una de las muestras máximas del jaggerismo.

La voz de Mick Jagger también es la explotación al máximo de los mínimos recursos letrísticos del rock. No debe haber vocalista del género que ostente tantas formas de cantar los comodines “yes”, “yeah”, “oh”, “uh”, etcétera. A veces, para calzar justito un verso dentro de una melodía, tendiendo un puente fluido, y otras tantas, como parte principal. Ahí tenemos la famosa coda de “Brown Sugar”, fija en los recitales para motivar a las masas, en la que Jagger repite como un mantra “yeah!, yeah!, yeah!, uh!”.

La voz de Mick Jagger también son las letras que canta, indisolubles de todo lo demás. Los Stones nunca fueron muy hinchas de publicar los textos de las canciones en el arte de los discos –lo hicieron recién en Dirty Work, de 1986–. Ahí subyace la idea de que las letras deben ser consumidas en el ambiente de la canción, y no leídas aparte como obras autónomas, porque la forma de cantar de Jagger permite ambigüedades adrede, que el delator papel mataría. El clásico ejemplo de esto es “Tumbling Dice” (1972) –la quintaesencia del estilo Stone–, en cuyo primer verso Jagger tira “women think I’m tasty”, pero la última palabra la pronuncia de forma muy parecida a “crazy” –y en vivo usó ambas–. Una cosa es ser sabroso y otra muy distinta es ser loco, pero es probable que el cantante sepa de las dos. 

La voz de Mick Jagger también es cómo la adorna en vivo con todo lo que no es estrictamente cantar –además de que sobre el escenario explota a niveles chernobilescos sus latiguillos “yeah”, “oh”, “come on” y afines–. Los pasitos, los microbailes, la vueltita, la mirada rápida para ambos costados –como confundido–, la señalización repetitiva con el dedo índice a un fan imaginario, el ambivalente vaivén de los ojos y las infinitas expresiones faciales que completan el set de trucos del frontman del rock definitivo.

La voz de Mick Jagger también es el gancho perfecto para enamorarse de la banda (junto con los riffs de Keith Richards y los cimientos swingueros de Charlie Watts –que en paz descanse–). Como a lo largo de 60 años de carrera los Stones siempre estuvieron ahí, cada generación de stonemaníacos fue guiada a las fauces de Jagger por los sonidos del hit del momento firmado por él y Richards. En mi caso, vi la luz del rock hace 20 años y poco, con “Don’t Stop”, una de las canciones nuevas del compilado Forty Licks (2002). Había –todavía hay– algo adictivo en la cadencia de la melodía de los versos, en la forma en la que Jagger los lanza de su boca, arrastrando algunas palabras, despreocupado, seguro, amenazante (“and you wrote your name right ooooonn my back”).

La voz de Mick Jagger puede ser analizada por un fonoaudiólogo, un musicólogo y demás profesionales que terminen en “ólogo” de una forma más completa y certera de lo que acaban de leer en esta nota. Pero seguro ninguno de esos ólogos dirán que la voz también es un lugar, y no cualquiera, porque, tenga 80 o 20, siempre se vuelve a la voz de Mick Jagger.