“El significado del pasado es continuamente modificado por la mirada que se realiza desde distintos momentos del futuro. De algunas anécdotas importantes de mi vida yo ya no podría recordar exactamente lo que sucedió, tantos relatos diferentes fueron los que realicé en el tiempo [...] A través de algunos textos que leí de Wilhein Reich yo sospecho que el origen del cáncer se halla en una especie de coraza que protege un terrible secreto: una descomunal mentira que genera el suicidio celular”.
El párrafo anterior pertenece a un editorial de Enrique Symns y mi memoria lo traía permanentemente al presente mientras veía el espectáculo Tal vez mañana mi olvido tenga forma de familia. Un aspecto del espectáculo parece centrarse en esa lógica intrafamiliar que oculta hechos, que niega situaciones, que no habla de determinadas personas o enfermedades. Es una lógica que pretende desplazar la realidad tras la fachada de foto familiar “feliz”, pero que termina produciendo una suerte de “tumor” que es necesario extirpar.
Vaya a saber si no pasa por ahí la afirmación del equipo creativo de que la obra es como un vómito: “Un vómito de bilis, flúor, ardiente, con lágrimas en los ojos, con olor a wáter mal lavado, con enojo, rabia, con gargantas apretadas por las decisiones tomadas y las no tomadas.” Pero la obra es mucho más, y quizá lo central termina siendo una hermosa muestra de las posibilidades del teatro para reproducir en el escenario no un “recuerdo”, sino los principios con que funcionan los “recuerdos”.
Desde el comienzo, la obra se plantea como un juego en que las temporalidades se entrecruzan, en que personajes del presente se refieren a hechos del pasado que arrastran hasta el presente para contarnos no sólo cómo fueron, sino cómo pudieron ser.
La primera escena es particularmente tensa, construida con elementos mínimos que representan a un conductor ebrio que viaja con su familia. Una narradora protagonista juega con las posibilidades y nos mantiene en vilo. La segunda escena da un paso más dejando en claro que no habrá una construcción lineal de acontecimientos, sino una captura desordenada de hechos del pasado que se acomodan en el escenario yuxtapuestos.
Si lo vemos bien, la escenografía misma representa un desorden que remite directamente a esa forma en que los recuerdos se nos aparecen aleatoriamente, sin que tengamos control alguno sobre ellos. El diseño lumínico parece complementarse con la escenografía para potenciar el concepto de la memoria como un espacio caótico, que se alumbra por momentos con relámpagos que jamás iluminan todo el panorama.
Este espectáculo no retrata a una familia disfuncional tradicional, valga la contradicción. Porque si hay oscuridades, también hay luces. Y las oscuridades muchas veces no pasan por una “perversión”, sino por la toma de conciencia, por ejemplo, del sacrificio humano que significa ser una “madre” en un formato más o menos tradicional. La reconstrucción de la foto familiar no logra que las piezas se ensamblen unas con otras, pero el sentido falta tanto para reivindicar la estructura familiar tradicional como para denostarla. Y quizá eso sea lo más potente, ese vómito existencial desde el que se crea el espectáculo podrá exorcizar en algo a sus creadores, al menos al momento de la concepción de la obra, pero no tranquilizará ninguna conciencia.
El aspecto más relevante es lo orgánico de la propuesta. El olvido es el punto de partida, un recuerdo que aparece como un flash sin contexto, como una foto flotando en el aire. Pero la autora de la obra, Victoria Rodríguez Olveyra, se introduce en el espectáculo para advertirnos de que juega con sus recuerdos. Traducido el texto al escenario, merced a la gran labor del director y del equipo de diseño, los recuerdos que sirvieron de punto de partida no se “recrean”, sino que se convierten en posibilidades de hacer teatro.
Los límites entre Madre personaje de la obra, la madre a la que uno imagina que remite, la actriz que la representa y cualquier madre arquetípica se entretejen en un ovillo que vuelve al personaje puro teatro. Las sillas del automóvil que se “representa” en la primera escena, todas provenientes de lugares distintos, traducen en el escenario la forma en que nuestro inconsciente reorganiza en nuestros sueños espacios y lugares diferentes. Pero también se convierten en una apelación a la convención teatral sobre la que se estructura el espectáculo. La potencialidad del teatro es explorada desde varios ángulos para, repetirnos, no “recrear” recuerdos u olvidos, sino los principios que parecen muchas veces estar detrás de nuestros recuerdos y olvidos.
Tal vez mañana mi olvido tenga forma de familia se estrenó el año pasado en el Marco del festival Nuestra II. Luego participó de la muestra Otro Teatro en la ACJ. Fueron muy pocas funciones de uno de los mejores espectáculos que vimos en 2022. Ahora vuelven, sólo por tres domingos, a Ensayo Abierto. No se la pierdan.
Tal vez mañana mi olvido tenga forma de familia. Texto de Virginia Rodríguez Olveyra. Dirección de Mateo Altez. Con Hugo Altez, Ezequiel Núñez, Paula Lieberman, Pilar Cartagena y Virginia Rodríguez Olveyra. Diseño: Belén Perini y Jimena Vignolo (escenografía, iluminación y vestuario), Mateo Altez (sonido). Funciones: domingos 6, 13 y 20 de agosto a las 18.00 en el Espacio Cultural Ensayo Abierto (Piedras 599).