El artista plástico más famoso de Colombia murió el 15 de setiembre en Mónaco, a sus 91 años. Durante tres días, del lado izquierdo de su ataúd, en el Capitolio Nacional, sede del Congreso en Bogotá, estuvo la “paloma de la paz” que el famoso artista regaló al gobierno colombiano al comenzar los acuerdos de paz con las FARC en 2016. Otros tres días de velatorio en Medellín, su ciudad natal, y una misa en la Catedral de Bogotá fueron algunos de los homenajes que le tributó su país, agradeciendo al artista haber llevado al mundo una Colombia que sabe de colores, de formas, de paz.

El pueblo colombiano despidió a su amado pintor y escultor, cuyas obras nos envuelven en el ensueño del realismo mágico. Su cuerpo será cremado y, de nuevo, llevado a Italia, donde lo sepultarán junto al de su compañera Sophia Vari, quien había fallecido hace cuatro meses. Sus creaciones, de formas voluptuosas y ligeramente surrealistas, han sido vendidas hasta por 4,3 millones de dólares (es el caso de “Hombre a caballo”) en las galerías más prestigiosas del mundo.

Fernando Botero y Gabriel García Marquez pusieron a Colombia en el mapa mundial desde un lugar bien diferente a la guerra: lo hicieron con el arte, ese que nos transforma y nos da la esperanza de que hay otra forma de vivir fuera de la violencia. Quizás esa sea la principal razón por la que Gustavo Petro, presidente de Colombia, decretó una semana de luto nacional. El viernes 22 de setiembre llegó su cuerpo a Bogotá, una ciudad llena de color, de grafitis, de murales, de verdes jardines voluminosos como los mismos cuadros de Botero.

En los últimos tiempos cada vez que el Maestro (como lo llaman) hacía un evento público en el museo que lleva su nombre, era tanta la gente que se acercaba que “parecía un concierto de los Rolling Stones”, cuenta Christian Padilla a la diaria desde Bogotá. El investigador y crítico de arte es el curador de Botero, más que volumen, una muestra que actualmente se encuentra en Cartagena. Padilla comenzó a investigar las producciones tempranas del artista hace más de 15 años, dedicándose especialmente a su primer período, aquel en el que el pintor y escultor buscó su propio estilo, y lo encontró.

Fernando Botero es un creador de obras tan reconocibles como las de Picasso. Sus figuras volumétricas son fácilmente identificables, sus ventas anuales se calculan en 30 millones de dólares y su patrimonio sobrepasa los 800 millones de dólares. Además, es considerado el artista visual más convocante en vida: 300.000 personas visitaron su muestra en México, 150.000 en Bilbao. Fue más aplaudido por la gente que por la crítica.

Botero puede ser reducido a “el pintor figurativo de gordos y gordas”, aunque en su mundo casi surrealista, tan cercano al realismo mágico de Gabo, no se trata de personas obesas sino de formas de un lenguaje. El artista que todos reconocemos por sus figuras oversized siempre dijo que no pintaba gordos, que su investigación era sobre el volumen, la forma.

Padilla, autor de Fernando Botero, la búsqueda del estilo 1948-1963 (Skira Editores), explica que el estilo del Maestro tiene origen en la fusión entre el muralismo mexicano y el Renacimiento italiano. Allí Botero encuentra el volumen: “Por un lado porque en el muralismo mexicano había un interés tremendo por reivindicar al indígena, al mestizo, y para hacerlo se monumentalizó el cuerpo, entonces la fisonomía del hombre latinoamericano pasó a ser una persona corpulenta, gigante, monumental (las manos gigantes del trabajador en el campo, el minero), y por otro lado está la conexión con el Renacimiento, donde los artistas perfeccionaron tanto la perspectiva como la mirada, donde los objetos se volvieron volumétricos para dar la sensación de tridimensionalidad”.

Fachada del Congreso en Bogotá durante el sepelio de Fernando Botero, el 22 de setiembre.

Fachada del Congreso en Bogotá durante el sepelio de Fernando Botero, el 22 de setiembre.

Foto: Juan Barreto, AFP

Para Botero el volumen fue siempre un desafío; buscaba despegar en perspectivas al objeto exageradamente deformado, sea una naranja, una mujer, una ventolina. Con una pintura que parece simple, retrató a Pablo Escobar como denuncia de la violencia de la guerra del narcotráfico, y con la misma convicción realizó en 2005 una serie exponiendo las torturas que impartían soldados estadounidenses en la cárcel iraquí de Abu Ghraib. Entonces, declaró que había realizado esas obras “para que el público las mire”, pero al mismo tiempo declaró que “el artista debe mantenerse fiel a las ideas de estética”. Arriesgando su fama, donó a Amnistía Internacional las obras de esa serie en la que interpelaba al gobierno de un país que lo había acogido y permitido dar sus primeros pasos serios en el mercado del arte.

Sobre esas denuncias de las atrocidades que cometen los humanos cuando tienen poder y armas Botero logró plantear, de forma simple, lo universal a partir de lo cotidiano y lo particular. El Maestro Botero fue un artista que acercó el arte a las clases populares, y si bien hay quienes lo cuestiona, la crítica Avelina Lester considera que Botero internacionalizó el arte latinoamericano.

Una fórmula generosa

Hace un par de meses, visitando el Museo de Botero en Bogotá, descubrí la que más me gusta de su obra: su enorme bondad. Mientras subía las escaleras logré vislumbrar un Rauschenberg, a medida que me acercaba a una sala del segundo piso mi corazón comenzó a latir más y más fuerte, aunque no entendía por qué ese autor estaba ahí. ¿O estaría yo mezclando artistas? Creía que iba a ver sólo a Botero y me encontré con una sala de pintores de primer nivel, quizás mayor que el del mismo Maestro. Cuando llegué a la sala y logré despegarme del hermoso cuadro del estadounidense, vi que había un Torres García y así la sala me fue dejando cada vez más boquiabierta. Fue un deleite, como estar en un museo europeo o neoyorquino, pero mejor, porque estaba en medio del centro histórico de Bogotá.

Ocurre que desde 1974 Botero fue donando su colección de arte personal, que incluía obras de Picasso, Miró, Bonnard y muchos más. Cuenta su hija Lina que cuando comenzó a desmantelar su colección para la donación, le pidió al artista que guardara algunas y él le contestó: “regalo que no duele no es un buen regalo”.

Quienes lo cuestionan afirman que no es interesante, que tiene una fórmula que funciona y que en base a ella ha hecho mucho dinero. Sin embargo, Botero no sólo generó un lenguaje que nos interpela a mirar más allá de las formas –la gordura, en este caso–, sino que compartió su fortuna económica colgando en los museos colombianos obras de referentes que no soñábamos ver en nuestros territorios. Durante la década de 1990 hizo las mayores donaciones de obras de artistas internacionales representativos del siglo pasado. Si una fórmula sirve para dar al pueblo tanto arte –a un pueblo que desde hace 70 años padece impulsos violentos que lo desangran–, habría que aplaudirla.

Botero no sólo donó obras de su colección internacional, sino que donó sus propias obras a museos colombianos, a plazas, a parques, con lo que llevó su arte a la calle, apartándose de la élite con la que convivía y que al mismo tiempo lo rechazaba. Porque el mundo de las artes visuales fue, como mínimo, indiferente a él. A pesar de ser cotizado y aplaudido, de su éxito en el mercado del arte y entre la gente, la comunidad artística no lo acogió.

Norte y Sur

Botero creció en Medellín, en una América Latina cuyos museos estaban poblados de un arte lejano a la pintura contemporánea. Tuvo que viajar para ver y aprender. Cuando ya su fortuna era enorme y su colección de arte gigantesca, decidió regalarla a su pueblo, donarla a dos ciudades (Medellín y Bogotá) y así dar la posibilidad a todas las personas, de todas las clases sociales, de ver el tipo de pintura que él pudo ver sólo cuando viajó a Nueva York y a Europa.

Botero, el escultor, es un poco más tardío. Recién a los 40 años comenzó a adentrarse en la escultura, aunque hoy podemos ver sus obras monumentales en plazas de todo el mundo. Amaba la localidad italiana de Pietrasanta y sus mármoles. Allí tenía su taller y allí es donde descansarán sus cenizas junto a las de Sophia Vari, la artista griega que estuvo junto a él más de 40 años.

Foto del artículo 'Fernando Botero y su paloma de la paz'

Fue un artista muy perseverante y, sobre todo, ambicioso. No tenía los ingresos económicos para estudiar arte, por eso toda su formación inicial fue autodidacta, y cuando, a sus 18 años, Medellín ya no le alcanzó, se fue a Bogotá . Quería aprender de los maestros de los que escuchaba en las tertulias; allí hablaban de artistas de Europa, de Picasso, del impresionismo, de artistas que no se podían ver en Colombia. Al ganar el segundo premio de un Salón Nacional de Artistas, cuando tenía 20 años, se fue a Europa. El dinero le alcanzó para dos o tres años y cuando regresó ya tenía esa aura de la persona que ha viajado y ha conocido museos. Su periplo continuó en Nueva York, donde la batalla fue difícil porque eran tiempos de expresionismo abstracto, pero Botero, y sus galeristas, lograron hacerse camino.

Política e historia

Padilla considera que el arte de Botero es un arte histórico y no político. “Botero ha sido testigo de todo el conflicto armado en la historia de Colombia, desde sus inicios”, explica el investigador. “Su producción inicia en 1948-1949, que es precisamente el inicio del conflicto armado en Colombia. Desde épocas tempranas tenemos a un Botero que de alguna u otra manera hace alusión al acontecer político y violento en Colombia. Nunca fue un artista panfletario, nunca fue un artista militante, pero fue un artista que de todos modos siempre dejó testimonio del acontecer. En los años 90 denunció las masacres paramilitares en las ciénagas del Magdalena hacia el lado de Cartagena y también denunció el narcotráfico, la violencia de los carros bomba, hizo sus comentarios en torno a la muerte de Pablo Escobar o a la presencia de las guerrillas”, agrega Padilla.

Los lienzos de Fernando Botero están repletos de detalles. Él decía que todo era igualmente importante en el cuadro y por eso creó un mecanismo de poleas para mantener siempre a la altura de sus ojos lo que estaba pintando, y así subía o bajaba el lienzo a medida que pintaba. Su profesionalidad y prolijidad son evidentes en sus obras, técnicamente perfectas. Sus colores, brillantes, variados y vivos, contrastan con tímidas sombras donde el negro está sólo para resaltar por oposición la vitalidad y la alegría. “Uno tiene que vivir enamorado de la vida”, decía el artista.

Cuando en 2016 comenzaron los acuerdos entre el gobierno y las guerrillas, Botero regaló al gobierno de Colombia una gran escultura: una paloma de la paz, como un acto simbólico que demostraba su felicidad ante la posibilidad del nuevo escenario pacífico. Al terminar el mandato en 2018, el presidente Juan Manuel Santos entregó la obra al Museo Nacional y asumió un gobierno que dio marcha atrás al proceso. “Sacarla de la Casa de Nariño”, dice Padilla en referencia a la sede del gobierno, “fue también un acto simbólico ante un gobierno de derecha como el de Iván Duque, que evidentemente iba a destrozar los acuerdos de paz”.

“Ahí Botero jugó un papel político que fue autorizar que la obra saliera de la Casa de Nariño porque simbólicamente implicaba que esa paloma podía amanecer caída, rota o robada. Había una intención de salvaguardarla, por eso entró a la colección del Museo Nacional, y ante la llegada de Gustavo Petro la obra volvió a la Casa de Nariño”, cuenta el investigador.

Esa blanca paloma de la paz, con pico dorado, que regaló a su pueblo con la esperanza del fin del conflicto armado estuvo a su lado en el velatorio en Bogotá. Fueron siete días de duelo nacional, siete días como en el Génesis. Quizás fue un mensaje para crear, de una vez y para siempre, la verdadera y tan esperada paz en Colombia.