Siempre que se lleva a pantalla a Elvis hay un peligro latente: el riesgo a retratarlo de una forma demasiado idéntica. Es uno de esos casos donde la precisión reduce el efecto, generando esa sensación de ersatz incómoda que rodea a las reproducciones de cera o –casi igual de malo– a los imitadores semiprofesionales. La razón por la que Elvis produce este extraño uncanny valley se debe a que hay varios detalles de su fisicalidad y su legado que funcionan por sí solos, con un aura y poder metonímico sin igual, desde detalles super obvios como el jopo engominado o el famoso traje de cuero blanco con brillos incrustados a otras referencias más secundarias como los famosos sandwiches de panceta, banana y mantequilla de maní que eran parte de su dieta diaria. Cualquier cosa que alguna vez hayas visto a Elvis usar, comer, vestir o decir, es automáticamente parte del universo Elvis, imposible de ampliar a otro artista.

Así, Elvis es un mito difícil de llevar al cine, una especie de remolino cuyos bordes podés lamer, pero que si no llegás a marcar una distancia imprescindible terminás devorado por él.

En Priscilla, Sofía Coppola bordea de forma cautelosa al ícono a través de una figura clave (y polémica) de su vida: Priscilla Ann Beaulieu Wagner, más conocida como Priscilla Presley. El detalle notorio de su vínculo -como en las biografías no oficiales de un montón de figuras del rock- es que Priscilla tenía tan sólo catorce años cuando empezó a frecuentar a Elvis, cuando la ya canonizada figura realizaba el servicio militar obligatorio en una base de la fuerza aérea en Alemania.

Con esto dicho, la trama de la película puede resultar bastante previsible (el acercamiento a lo Ícaro con la fama terminó por marcarle la vida a Priscilla y gran parte del vínculo entre los dos se sostuvo alrededor de un evidente grooming sostenido y aprobado debido al star system que los rodeaba y ocultaba), pero lo interesante en el cine de Sofía Coppola es chequear de qué manera lo lleva a la pantalla. Lo curioso de su elección es que para retratar la vida de Priscilla recurre al movimiento opuesto que hizo a la hora de llevar a pantalla a María Antonieta, la otra reina de su filmografía: donde la corte de Versalles era excusa para una explosión de colores y referencias musicales anacrónicas del soundtrack –como New Order, Gang of Four o The Radio Dept.–, en Priscilla cada plano está filtrado por una pátina ocre, en la que la música y todo lo que parecería haber hecho a Elvis lo que fue está semi encajonado, diluido o colocado en otro lugar.

Al momento de conocerse los dos protagonistas, en un entorno endogámicamente conformado por militares e hijos de militares, uno podría pensar que esa morosidad tonal (tanto en lo narrativo como en lo visual y sonoro) podría oficiar de una especie de Kansas monocromática de Dorothy justo antes de chocar los talones de sus zapatos y viajar al mundo technicolor de Oz, que en este caso sería Graceland, la famosa mansión de Elvis. Sin embargo, una vez allá lo único que parece mudarse de piel y volverse más estrambótico y colorido es Priscilla misma, mientras que todo lo demás continúa sepultado.

En esto último aguarda uno de los mayores logros de Coppola: hay algo fascinante en el aura y fisicalidad de su actriz Cailee Spaeny, que no sólo se debe a ese tipo de belleza que te da ganas de partir el televisor, sino que en todo momento –incluso embarazada y con pestañas postizas– logra esa cosa perturbadora de parecer siempre chica, demasiado chica para todo lo que la rodea. Jacob Elordi, por su parte, no es un gran imitador de Elvis, pero justamente en este minimalismo actoral se encuentra otro de los puntos interesantes y redimibles del film, de parte de un actor que de forma meteórica ha irrumpido en el cine en base a fotogenia. En todo caso, su Elvis es uno bien raro pero plausible, es un hombre maquinalmente regulado por las drogas y cuyos anhelos artísticos se encuentran sepultados por la maquinaria construida a su alrededor.

Pensando en términos de drogas –algo que en la vida de Presley nunca faltó– toda la película de Sofía Coppola parecería ser el costado de calmantes y somníferos de la versión anfetamínica de la biopic que hizo Baz Luhrmann el año anterior. En este reverso, toda Priscilla parecería estar encapotada por ese embotamiento clásico que genera en el cuerpo el uso prolongado de benzodiazepinas, como si lo que separara una escena de otra no fuesen cortes, sino una algodonosa ósmosis en la que todo se contamina entre sí.

Casa de muñecas

Sofía Coppola es una autora, y durante gran parte de su obra se ha dedicado a realizar una sola película: los retratos de personajes casi siempre femeninos, encarcelados en las jaulas de oro que fueron diseñadas específicamente para ellas. Empezó por Las vírgenes suicidas, con aquellos padres hiper correctos que le prohibía a un extenso grupo de hermanas salir de la casa, siguió por el un poco más abierto universo de Perdidos en Tokio (donde esta jaula era representada por el stardom solitario de Bill Murray, pero también por la indecisión de Scarlet Johansson) y terminó por consolidarse como una marca de estilo en María Antonieta. Reincidió en la soledad hotelera de la fama en Somewhere, la amplió al universo del valle hollywoodense en The Bling Ring y le dió un giro sucio e iconoclasta en The Beguiled (en las casas victorianas de la Guerra de Secesión) hasta llegar a esta última biopic de otro personaje metido en un mundo que la excede.

En todos sus films la firmeza del concepto está amenazada por el costado banal de sus obsesiones. Sus películas pueden tratar un tema serio, o tratar seriamente un detalle, pero siempre se filtra una suerte de fascinación o fetichismo vanidoso en el que entramos a percibir que más que una película aquello construido parecería ser una gigantesca casa de muñecas, en la que a Sofía le gusta vestir, peinar y retocar a sus protagonistas como si fueran sus Barbies privadas. Todo esto podría ser un defecto, pero en muchos casos este mismo arrojo, esta contradicción, es lo que termina de darle al film frescura y brillo propios, y un cambio de mirada que oficia como reacción a un mundo precedentemente dirigido por y para hombres.

En Priscilla hay algo de esto, que se ve en la delectación de mostrar los cambios de look (y sus making of) de la protagonista. Sin embargo, acá pasa un efecto contrario al que sucedía en los otros films de la autora: cuando generalmente sus películas quieren traerte una trama seria para meter de polizonte el verdadero afán esteticista que las mueve de forma subterránea, en Priscilla todos los detalles banales parecerían estar desesperados por ser tomados con una cuota de seriedad. Podría decirse que en este corte transversal de un par de momentos de la historia entre Priscilla y Elvis pareciera percibirse un intento de llegar a algo parecido a lo que hace Pablo Larraín en sus retratos de Jackie Onassis y Lady Di (Jackie y Spencer, respectivamente). Sin embargo Coppola no es Larraín y al final queda algo en el medio, entre los deslices fetichistas y la solemnidad del manejo del tema.

Así, el drenaje vital que parece ejercer Graceland hacia Priscilla condice con el que sufre Elvis de parte de su manager y el que Sofía Coppola nos produce a nosotros. Todo llevado en un estilo sedoso y sedante, pero que una vez concluido se pierde como los restos de una noche sepultada por somníferos.

Priscilla, de Sofía Coppola. 113 minutos. En salas.