El lugar de Lilián Castro dentro de la historia reciente de la fotografía en Uruguay está ligado tanto a su mirada personal como a su reivindicación del trabajo colectivo.
Recuerdo empezar a estudiar sobre la historia de la fotografía. Recuerdo el primer ruido, el chillido de la ausencia. El 29 de febrero de 1840 se sacó la primera foto en Uruguay, un daguerrotipo de la iglesia Matriz capturado por Louis Comte. Desde ese primer momento hasta principios del siglo XX, la participación de la población del ejercicio fotográfico fue poca. A medida que el desarrollo tecnológico abarató los costos, la mayor parte de la ciudadanía empezó a utilizar una cámara, y así, las mujeres también empezaron a participar, aunque los comienzos no las nombren y la indagación de su incidencia sea bastante poca. Ocurre que los principios son masculinos, por más que el parto lo sufre la mujer y quien puja al varoncito muere callando, por más talento, por más pasión que tenga; el reconocimiento público de su éxito siempre le costará.
A principios del siglo XX la fotografía profesional era ejercida casi exclusivamente por varones, pero hay excepciones, que rescata Juan Antonio Varese en Historia de la fotografía en el Uruguay, como las de Elena Bazterrica y Josefina Frangella, dos mujeres que se vincularon a su ejercicio a través del entorno familiar. En el caso de Bazterrica, fue por medio del estudio que adquirió su marido, Francisco González, en 1909, en donde inició como empleada administrativa. Aprendió el oficio a pesar del disgusto de su esposo y, una vez que este falleció, continuó trabajando junto a sus tres hijas. Elena Bazterrica llegó a retratar a personas de la alta sociedad y renombrados artistas como Juana de Ibarbourou.
Por su parte, Josefina Frangella, mejor conocida como Nenona, era hija de Enrique Frangella, que había abierto un estudio de fotografía profesional en 1926. Desde niña, junto a su hermano Francisco, adquirió las habilidades de su padre y se especializó principalmente en el retrato de niños.
Ya más cerca de la mitad del siglo pasado, otra figura fue Dora de Zucker, exiliada en Uruguay en 1938 tras la persecución del gobierno nacionalsocialista de Alemania hacia el pueblo judío. Con su esposo, Max Zucker, instalaron un estudio comercial en Montevideo. Ella se encargaba de la toma de imágenes de la composición (de acuerdo con la publicación del Centro de Fotografía Jeanne Mandello, Dora de Zucker: dos fotógrafas exiliadas en el Uruguay de los años 40).
No se puede obviar en este recorrido a Norma Bentos, denominada la primera fotorreportera en Uruguay. Comenzó a trabajar en 1945 con tan sólo 15 años en el diario La Razón, que después se convertiría en Acción. Su primera fotografía fue una panorámica de Montevideo desde el Palacio Salvo, de acuerdo con Varese. De su excelente labor se puede destacar las coberturas de los campeonatos de boxeo, un deporte de predominancia masculina.
Dina Pintos, en tanto, se vinculó con el Foto Club Uruguayo en 1965. Se inició de forma autodidacta con el registro de los viajes que hizo con su esposo por América y Europa, y fue directiva del Foto Club a partir de 1984 junto con Diana Mines. Siempre tuvo la necesidad de alejarse de una concepción individualista de la fotografía; concebía fundamental las instancias de intercambio de imágenes, de sentidos y de perspectivas del mundo (según se recoge en el tomo II de Fotografía en Uruguay. Historia y usos sociales, del Centro de Fotografía).
De cierta forma, la búsqueda de la fotografía como un lugar de encuentro y fuerza colectiva, sobre todo entre mujeres, tiene su legado en Pintos y Mines. Así, en la década de 1980 se consolidó un núcleo que sigue esta línea, conformado por Lilián Castro, Estela Peri y Ana Richero.
“Tendemos más a lo humano que a lo formal”
Para Lilián Castro, “todo tiene que ser hecho”, como parecen decir las imágenes de Un día, todos los días (1988). En su carrera, ha sacado fotografías a célebres referentes latinoamericanos como Silvio Rodríguez, Daniel Viglietti, Mercedes Sosa y Ruben Rada, realizó la cobertura del regreso al país de Alfredo Zitarrosa en 1984 y trabajó en la difusión de obras de teatro, cuyas imágenes reunió en la exposición Locas de amar (1996). Pero, sobre todo, Castro ha participado en espacios de creación colectivos, en los que ha imperado la construcción en conjunto desde el entendimiento femenino. Es el caso de Campo minado (1988), la primera exposición de fotógrafas en Uruguay, y del colectivo de mujeres En blanca y negra, conformado, además, por Ana Casamayou, Estela Peri, Sandra Araujo y Adriana Cabrera.
Cuando nos encontramos, la radio estaba prendida. No recuerdo en dónde estaba el dial, pero sonaba una canción estrepitosa con movimiento de jazz. Ella aún estaba preparando los escones que había prometido al coordinar la entrevista. Escones y café: un lujo. Me quedé en la puerta de la cocina y me contó de su trabajo como docente en liceos periféricos y no demoró en comentar su admiración por Diana Mines, quien impulsó Campo minado tras un viaje a Estados Unidos para involucrarse en una investigación de Silvia Malagrino sobre la participación de las mujeres latinoamericanas en la fotografía. Cuando puso los escones en el horno, nos dispusimos a charlar más a gusto en un living lleno de vida, de retratos fascinantes, libros y cámaras analógicas.
¿Cuáles fueron sus incentivos para empezar a estudiar fotografía?
Me gustaba y lo que hacía gustaba. Que mi entorno me diera para adelante me dio muchas fuerzas.
¿Ese entorno eran familiares o amistades?
Amistades, círculos nuevos, de ahí por los 20 años. Siempre me gustó mucho, hice un curso con 17 en el Ateneo del Uruguay. No me hallaba con ninguna carrera de la universidad, no me veía ni abogada ni doctora. En un momento en dictadura echaron a tres profesores del liceo. Eso me complicó la cabeza y dejé de ir. Lo que hice fue empezar a trabajar en un comercio por 8 de Octubre como laboratorista. Era horrible el trabajo, me fui enseguida.
¿Ha sentido impedimentos como mujer para desarrollar su oficio?
Nunca me sentí discriminada hasta que tuve un hijo. Nunca me sentí imposibilitada de estudiar, yo podría haber ido a la universidad, me movía con soltura. Cuando tuve un hijo, las diferencias con el que era mi pareja se hicieron notorias. No era tampoco que él me forzara a hacer nada, yo sentía que tenía que hacer todo y no me daban las fuerzas. Ahí salió la posibilidad del llamado de Diana Mines para integrar Campo minado y fue una catarata. Hace poco encontré los negativos. Había sacado tres rollos de 36 fotos cada uno, de las que arranqué 18, que expresaban con contundencia lo que estaba viviendo.
Hay dos fotografías que transmiten una sensación muy similar: una de un balde con ropajes y otra de unas verduras cortadas al lado de una mema. Dan la impresión de que se trataba de tareas rápidas y al pasar, de un caos que dista de la prolijidad femenina que a veces se pretende que tengan las mujeres.
Sí, esas fotos dicen “Esto me está costando muchísimo”. Tuve una crítica que decía: “Todo tiene que ser hecho, nada puede esperar” y era lo que yo sentía.
¿Qué suele llamarle la atención al momento de fotografiar?
Me gusta cualquier cosa. Siempre estoy fotografiando dentro de la casa. Algunas veces surge la necesidad de trabajar algún tema y pongo la cámara enfocada en eso. Pero, por ejemplo, hay un pequeño detalle que no he oído hablar de él, pero siempre lo veo. Fíjate las veredas de los barrios, lo sucias que están, sobre todo, en el otoño, y en las señoras que antes barrían la vereda y prendían aquel fuego que molestaba; todas esas señoras estamos trabajando fuera de casa, no tenemos tiempo para barrer las veredas. Eso es algo que tiene que asumir el Estado rápidamente, hace años que las veredas están tapadas de hojas. Este problema podría ser perfectamente un tema fotográfico.
También, cuando se vino a vivir mi compañero a casa, ese mismo año, en lo que se ve en la ventana un pico de luz, había unos horneritos que hicieron un nido. Les hice un seguimiento con la cámara. Era un paralelismo evidente con lo que estaba sintiendo. Eso habla de una conexión con el adentro y el afuera, que es permanente. En Campo minado estaba desesperada, y en ese momento, loca de la vida
¿Hay temáticas más femeninas que otras?
Sí, claro, lo privado. También trabajamos lo simbólico de otra manera. Más allá de que hay miles de mujeres con diferentes propuestas, tendemos a ir más a lo humano que a lo formal. En general, la mujer suele ir más a aquello que la está afectando.
En 2015, con el colectivo En blanca y negra hicieron una serie de fotografías a mujeres trabajadoras llamada Hijas de vidriero, que después se expuso en forma de gigantografías en el acto del 1º de mayo de 2016: ¿cómo fue posible este proyecto?
Me encontraba con Adriana Cabrera todos los primeros de mayo sacando fotos. Después de habernos visto, un día me escribe y me dice: “Che, Lilián, ¿vamos a convocar para hacer algo el 8 de marzo? Una foto por fotógrafa, en la plaza Libertad. Divulgalo en Facebook”. Llegó el día y nos encontramos siete mujeres en la plaza. De ahí armamos un grupo e hicimos una convocatoria para empezar a trabajar con la fotografía a partir de una perspectiva de género. Abarcamos un montón de aspectos y conocimientos; yo hacía tiempo tenía la idea de tratar el tema de la mujer trabajadora. El 1º de mayo de ese año me encontré con una amiga que militaba fuerte en el PIT-CNT y le dije: “El año que viene, ahí, vas a ver fotos de trabajadoras”. Y así fue.
¿Cómo fue el proceso de ponerse de acuerdo para conseguir una coherencia en el estilo y el formato de las gigantografías?
El formato fue discutido y acordado. Había condiciones, no podían ser personas famosas, debían ser desconocidas. También debía haber un complemento en el orden social, que hubiera obreras, administrativas, profesionales universitarias, técnicas. Hay desde una abogada hasta una barrendera. Quedó muy bien. Eran cinco cabecitas repartiéndose esas cosas.
¿Por qué se ha involucrado en estas iniciativas colectivas? ¿En qué le retribuyen estas instancias?
Enriquece el trabajo, se multiplica. Aunque se generan problemas, porque la fotografía es un trabajo muy individual. Un compañero de Aquelarre Fotografía, Javier Stetskanp, me decía: “Un obrero de la construcción tiene que cuidar al que le tira los ladrillos y cuidarse de agarrarlos bien. Nosotros no: el que pega primero pega dos veces”.
¿En qué dista el cotidiano de Lilián de Un día, todos los días con el de Lilián de hoy?
Es medio parecido, tengo menos responsabilidades. Yo he cocinado toda la vida: a mí, a mis hijos, a mis nietos, a mi pareja, a mi mamá. Tengo una vida más sencilla porque no tengo hijos a cargo. El que los hijos se vayan cambia diametralmente la vida de la mujer; al principio, el no saber para qué vivir y después disfrutar del tiempo libre, de la energía.
Juntarse mujeres
No siempre se puede ser una femme fatale; muchas veces, las mujeres hacen cosas de mujeres, actividades que históricamente se han asignado al género. Mostrar la incomodidad tanto como el agrado de realizar estas actividades es parte de la tarea de documentar la realidad y, por ende, de mostrar una posición ante el mundo. Por eso, no debería menospreciarse en pos de una idealización de empoderamiento que, en vez de unir, divide a las mujeres entre las “serviciales al patriarcado” y las que no. Castro, en su conversación, reivindica el “juntarse mujeres”, que implica, ante todo, un lugar de comprensión desde la construcción social del género, para producir espacios de reconocimiento mutuos.