Ráfagas del desierto. Bocanadas tórridas, inauditas en invierno. Golpeteos. Deslices. En el mar, cuando el viento por fin aterriza desde el oeste, saltan los corderos (mentira, es el viento que arrecia y despeina y revira). Las notas se enredan en un cuaderno de hojas amarillas. Releo. Hay un cúmulo de observaciones sobre el viento. Galore. Otras en torno al árbol de moras tempranamente rebosante, con fruta aún verde. Esperamos con gula. Algunas anotaciones sobre la semana de la llovizna y los pájaros que no cantaban frenéticos a las cinco de la mañana. Volvieron al ruedo. De hace meses, encuentro una entrada discreta en la que declaro, por si a alguien le fuera a interesar, que quisiera traducir The Children’s Bach, de Helen Garner.

“Todos los objetos de la habitación parecían caricaturas de sí mismos: la heladera con manija, el piano marrón, sonriente, el aparador donde descansaban los platos y colgaban las tazas”. Puse “manija”, pero ¿cómo era que le decíamos a la palanca con la que abríamos la heladera Westinghouse de la infancia? Ah, Garner, esa frugalidad doméstica. Más hondo, el destierro que cada familia encarna. The Children’s Bach es más una suma de cuadros que una trama (aunque la tenga). Hay una casi displicencia en la descripción de los personajes, que a veces se funden entre sí, inseguros, sensuales. La familia se torna isla en mar de eucaliptos. Dentro, cúmulo de voluntades encontradas, breves momentos de sosiego. Cuando llegan visitas, si bien tampoco alteran demasiado las cosas, terminan por espejar los lazos, deformados.

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Cuando empiezan a cantar los pájaros, alguien sale de su cuarto y repta por la cama de sus padres. A cada lado, los adultos se despiertan, lo arropan, y el niño ronca como un cachorro a los pocos minutos.

Los pájaros se apaciguan. Ya pasó la novelería del amanecer, piensa ella con un pie en las costillas. Escapa de la cama y avanza por el pasillo silencioso. Casas como un chorizo hasta el fondo. La cocina en último lugar. Esa luz temprana, que incita. Hierve agua y prepara café. Mientras baja la prensa, una araña de patas bien largas la observa desde el techo. Decenas de arañitas recién nacidas rodean a la matriarca. Una nebulosa familiar.

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Athena y Dexter salen a caminar por la noche mientras sus dos hijos duermen, o a veces antes, sin siquiera confirmar que estén dormidos. Imprudentes, pienso. Enseguida siento nostalgia de cuando se caminaba de noche, sin rumbo. También de la inconsciencia ochentosa en la que crecimos. Sí, The Children’s Bach es de 1984 y no importa que sea australiana hasta la médula. Ciertas licencias eran las mismas.

Por lo meramente anecdótico (la acción del caminar dejando atrás a la prole, digamos), recuerdo La Galaxia Góngora, de Gustavo Espinosa, aunque en esta novelita de Garner no pasa nada. Un par de infidelidades ansiadas que no le importan a nadie. Lo abominable en el texto de Garner es sutil, pertenece al orden de lo antinatural: Athena, madre, deserta al hijo que tiene una discapacidad. “No hay nadie ahí”, le advierte a su amiga Vicky cuando trata de que el niño le dirija la mirada e invitarlo a caminar. “Antes era romántica con respecto a él”, declara mientras los ve alejarse rumbo al parque. Troncos grises, hojas siempre verdes que de lejos se tornan azuladas. Un grupo de adolescentes estrena malas palabras. Vicky se cansa de empujar al niño en la hamaca. El diálogo que cierra esa escena es atroz (no lo cuento, quisiera traducirlo, ya dije). Difícil que alguien en nuestro presente se atreviera a escribirlo.

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Otro día de calor. Una mosca incauta quedó atrapada entre el mosquitero y el vidrio. Más atrás, el vecino sembró los cultivos de verano. Son poco más de las siete de la mañana y ya empezó el viento. Alguien se llevó mi lapicera. Agarro otra y traduzco en el cuaderno: “No había ningún tranvía a la vista, pero apareció una casarrodante naranja que bajaba rápido por la calle, hacia el sur. Tenía cortinas prolijas y una bacha, y un hombre al volante. Athena y él intercambiaron una mirada amable, ella subió y él arrancó en dirección contraria, hacia la autopista y más allá del desvío al aeropuerto y las casas italianas con porches blancos y palmeras, más allá de los límites de la ciudad y de los deshuesaderos y de los potreros donde los caballos asmáticos esperaban pacientemente junto al alambrado y hacia las vastas llanuras de basalto con cardos altos que asentían y más y más lejos hasta que llegó el desierto con un cielo tan seco y tan alto que de noche durmieron en el piso sin apenas una gota de rocío”. De pronto, el párrafo siguiente descoloca: Athena sigue esperando el tranvía, ajena a lo que de ella se escribe.