Armado con su guitarra Fender Telecaster con el clásico dibujo de un toro, la vincha negra con calaveras a lo Keith Richards, los lentes de aviador y una camisa verde azulado, Andrés Calamaro salió el jueves de noche al escenario junto con su banda, en un Antel Arena con entradas agotadas. Como suele pasar en el último -largo- tiempo con el músico argentino, de antemano era una lotería saber con qué ánimos vendría, porque hubo algún recital en el que su verborragia atómica le jugó en contra y pudrió el ambiente, llegando al punto en el que uno deseaba que Calamaro simplemente se callara la boca y cantara.
Pero, quizás para sorpresa de algunos, esto es algo que el músico tiene muy presente, y quedó demostrado dos horas antes del recital, cuando en sus redes oficiales escribió: “Mi política en escena [esta noche] pretende ser ‘hablar poco y cantar mucho’... Haremos todo lo posible”.
Como en su extensa carrera y discografía, manejó un abanico grande de géneros. Se puede pensar que no, pero lo de Calamaro siempre giró alrededor del rock y es más rockero de lo que se podría pensar a simple oído. Por eso no resultó raro que la carta de presentación fuera con los primeros compases de “Kashmir”, de Led Zeppelin, dueña de una progresión de acordes densa y de una cadencia totalmente abrasiva, para enganchar derecho con “El día de la mujer mundial”, la que abre Honestidad brutal (1999), su emblemático disco doble, que es el leitmotiv de esta gira (por sus 25 años), titulada Agenda 1999 Tour. Así las cosas, en la entrada del recinto, como parte del merchandising, se podía comprar la edición en vinilo (que es de tres discos) y remeras alusivas varias.
Y Calamaro cumplió con lo prometido: arremetió con una seguidilla de canciones inoxidables sin decir ni “ay” por un buen rato, como si hubiera comprendido -al fin- que, con su rica y extensa obra, no hace falta hacer chistes malos ni referencias vernáculas -al porro legal, el mate y afines, aunque en un momento mencionó la leche Conaprole y a Ruben Rada-. El argentino vino con una banda armada para tocar rock sin muchas vueltas, directo al grano como dermatólogo apurado, con Germán Wiedemer (teclado), Julián Kanevsky (guitarra), Mariano Domínguez (bajo), Andrés Litwin (batería) y Brian Figueroa (guitarra), que en todo momento sonaron bien compactos y densos, pero con la soltura como para deslizar swing cuando lo requería alguna canción más tranquila.
Si bien en la cancha del Antel Arena había sillas, la mayoría del público estuvo todo el tiempo parado, rendido ante las canciones de Calamaro, que se dio el lujo de tocar un solo mísero tema de Los Rodríguez, “A los ojos”, y no otros clásicos como “Sin documentos”, que en previas visitas sí había interpretado. Esta vez, fue el Calamaro más Calamaro, solista a secas. “Cuando te conocí”, una de las primeras muy coreadas de la noche, “¿Para qué?” y “Te quiero igual” fueron algunas de Honestidad brutal que sonaron al principio. Como suele hacer Calamaro con sus clásicas más clásicas, si bien instrumentalmente sintetizan el sonido de las originales, no hace la melodía vocal exactamente igual: las merodea, les busca recovecos, hace pausas y cambios de ritmo, una manía que sacó de Bob Dylan, uno de sus tantos ídolos.
“Más duele”, otra del disco de 1999, desprendió aún más ritmo funky que la original e hizo bailar a gran parte del Antel Arena, porque, no hay caso, la única verdad en un recital es la música. Calamaro tiró un beso al público, en lo que fue su primer saludo oficial. Más adelante -en tiempo y espacio-, se sacó la camisa y, oficiando de capote, se mandó un par de movimientos de torero. La gente gritó “¡ole, ole!”, en una de las pocas odas a la tauromaquia que se mandó el enrulado porteño, quizá teniendo presente que en este país hace más de un siglo que es una práctica prohibida -por el gobierno de José Batlle y Ordóñez, faltaba más-.
Y yo quiero seguir jugando
El público siguió bailando con el reggae “Las heridas”, otro más de Honestidad brutal, y la temática de 1999 también impregnó la estética de las pantallas de los costados del escenario, ya que por momentos se veía a Calamaro y sus compinches como filmados por una noventera cámara de VHS. En “La parte de adelante”, otro de sus tantos himnos, Calamaro respetó bastante la melodía original y fue una de las canciones más coreadas por el público. Una mujer que estaba atrás del todo le gritó que la hiciera de vuelta cuando la acababa de terminar, lo que demuestra el peso que tiene en el corazón de algunos fans.
El recital se empezó a encaminar hacia el final con una explosión de hits, como “Algún lugar encontraré” y “Crímenes perfectos”, y esta última sonó más melancólica que nunca, quizás porque el público la abrazó en cada uno de sus versos y no paró de cantar. Pero fue con “Tuyo siempre”, en versión bien cumbiera -con swing, villera-, que la gente se movió como nunca y varias personas levantaron sus vasos con cerveza como si fuera un boliche. Luego de “Alta suciedad”, Calamaro pidió a la gente que tenga paciencia, porque había un problema con la configuración de su teclado, y todo el público se sentó. Soplando en el aire estaba la duda de si era parte de un acting o realmente había pasado algo con el aparato. Sea como fuere, esa espera sirvió para que la gente se levantara como taponazo cuando apenas sonó el colchón de sintetizador de “Flaca”, una de las más grandes canciones de Calamaro y del rock argentino todo.
“Le dije a mi corazón, / sin gloria, pero sin pena: / ‘No cometas el crimen, varón, / si no vas a cumplir la condena’”, cantó Calamaro, y el público enloqueció con la densa balada “Paloma”, otra más del disco de 1999. Luego del falso final, con eso de que nos vamos pero en realidad no, los músicos volvieron para las últimas dos de verdad. Mezclada con un par de versos de “Adagio en mi país”, de Alfredo Zitarrosa, que cantó al final (“en mi país, qué tibieza / cuando empieza a amanecer”), Calamaro se mandó “Estadio Azteca”, y se alejó del micrófono para que el público cantara solito una de sus frases más calamarescas (aunque la letra sea de Marcelo Scornik), el último verso de la siguiente estrofa: “Cuando era niño y conocí el Estadio Azteca / me quedé duro, me aplastó ver al gigante / De grande, me volvió a pasar lo mismo / pero ya estaba duro mucho antes”.
El final fue a todo rock con “Los chicos”, uno de los hits del Calamaro “tardío”, del disco La lengua popular (2007). Con sus 63 años y mucha vida y obra a cuestas, al músico se lo notó bastante en forma, y si bien por momentos la voz parecía más hundida en la mezcla -al menos, al escuchar desde el fondo de la cancha-, la gola no le jugó una mala pasada. A veces, como en la noche de este jueves, contradiciendo lo que canta Calamaro en “Crímenes perfectos”, todo lo que termina, termina bien.