En los 90 minutos de La embajada de la luna lo sublime o lo bizarro conviven, sin drama, con la comodidad de quienes comparten una habitación lo suficientemente grande como para no verse las caras, si así lo desean. En imágenes ensoñadas y de caleidoscopio, el espectador podrá elegir entre pasillos y ventanas, y los más atentos a los detalles saldrán más satisfechos.

La acción comienza en la noche de Montevideo. Llueve sobre el Palacio Salvo, la música de suspenso sugiere una trama detectivesca de otra película y en cambio se anuncia otra investigación algo más ambiciosa: “¿Qué es la vida?”, queda escrito en la pantalla. Las imágenes siguientes responden a la interrogante con premura y sin aparente necesidad, más allá de justificar lo que vendrá, que no será poco.

“Efímera y eterna”, “inabarcable”, “diversa”, “infinita” y también “un gran misterio”: definiciones chillonas y perfectamente prescindibles. De hecho, lo mejor de esta película sucede cuando nadie explica ni un punto ni una coma de su desmesura narrativa, al límite del desquicio y con buenos méritos.

Patricia Méndez Fadol, guionista, productora y directora del film, se tomó 13 años para terminar su segundo largometraje (el primero fue el documental sobre la dictadura chilena ¿Qué nos pasó?, de 2005, codirigido con Felipe Barra). En esa década larga, entre muchas dificultades para financiar el proyecto, se encontró pensando que tenía al fin la oportunidad de tomarse todas las libertades para experimentar en formas y fórmulas, y así lo hizo.

Méndez nació en México en 1980 y luego se hizo uruguaya; su película gana puntos al distanciarse de ciertos lugares idiosincráticos de nuestro cine. Para arrancar, no es un retrato histórico y mucho menos nostálgico. Los protagonistas del documental son los habitantes del Palacio Salvo, en un tiempo que, aunque algo impreciso, abarca el presente compartido de unos inquilinos de comienzos del siglo XXI.

La historia tiene más de un narrador y ninguno a la vez, avanza de forma fractal, aunque se explicita un orden por medio de cantos, con una inspiración directa en la Divina comedia.

Al principio sabemos del fotógrafo Ignacio Iturrioz, integrante del equipo de investigadores del documental, junto con Gonzalo Ettlin y la propia directora. Su aparición en cámara engaña con un protagonismo que poco después se desvanece o muta en otra cosa. La fotografía fija y en blanco y negro resulta brillante y también marea, porque sugiere una película que no veremos en esta función, salvo por dos o tres escenas.

La cámara entra a cada apartamento y de forma oportuna y fugaz rescata instantes nocturnos de la vida del edificio. Así se suman historias en pocos minutos, privilegiando bordes de rostros, fotos pegadas a las paredes, objetos y señas particulares, con trazos gruesos y certeros y colores intensos. Así descubrimos los tesoros de Washington Delgado Varela, el embajador de la luna de la República de Parvadomus, las salidas de la pianista Lali Gaspari (una de las responsables de la música del documental), el arrepentimiento de una mujer que rechazó una propuesta de Ingmar Bergman y ahora cuida tres perros idénticos, al tiempo que Daniel Elissalde, comunicador y coautor del libro Historias del Palacio Salvo, hace las veces de guía para un grupo de turistas y otro narrador reconstruye la simbología alquímica del edificio, dada por su arquitecto a cargo, el italiano Mario Palanti.

La yuxtaposición de imágenes y relatos resulta entretenida hasta cierto punto. Las capas se suman como los pisos de este palacio y los múltiples cuentos dan una idea aproximada del duro trabajo de los porteros de profesión. Cada tanto, una palabra escrita recuerda el misterio a develar y un trasfondo simbólico que podría darle sentido a cada fragmento, justo al final de la película. Por desgracia, una especie de convencimiento de corte religioso sugerido desde el comienzo disminuye un poco este juego de cartas mágicas que valen el rato.

Del mismo modo, los efectos especiales del principio, que podrían recordar a la serie Cosmos pero también a los de un registro amateur de un cumpleaños de 15, son arriesgados al punto de lo bizarro.

En más de una oportunidad el documental versará sobre “diversidad” en la elección de retratos de cuerpos no hegemónicos, o en la historia de una mujer trans; también en la revalorización de los libros y documentos resguardos por personas añosas y algo abandonadas, y en la imagen de otros personajes peculiares como una “experta en estudios almáticos” (personaje clave del film) o una pareja de cantantes líricos. “Honrar la diversidad y nutrirnos de ella, integrarla para evolucionar”, dirá otra voz casi anónima. “Amar al diferente, sentir como propio el dolor del otro”, saldrá de un televisor y de la cabeza del periodista Alejandro Camino, en la fórmula narrativa más tradicional utilizada por la cineasta, que logra armar un rompecabezas a su favor, en sintonía con la historia del edificio y su conexión con nuestra luna.

Méndez Fadol entrega así un cine desprejuiciado y totalmente alejado de cualquier mandato histórico, intelectual o institucional oriental. Con ese aire fresco y una estética que juega con lo onírico, cuenta con detalle y seriedad el misterio construido por Palanti y, de paso, nos permite encontrarnos con Nacho Suárez leyendo sus propios poemas dedicados al Salvo, que casi no desentonan con los versos a favor de la alegría de Mario Benedetti, y la cámara la vuelva a tomar, en algunas escenas, el director Pablo Dotta, responsable de El dirigible (1994), en una reivindicación que quizás llegue justo a tiempo.

La embajada de la luna. Dirigida por Patricia Méndez Fadol. Uruguay, 2024. 90 minutos. En Cinemateca.