La recorrida comenzó a mitad de camino, en el piso 11. El portero del edificio sugirió que se podía ir hasta ahí porque la azotea de ese nivel permanecía abierta, puesto que había operarios de la televisión por cable trabajando en el lugar. De camino al encuentro, Daniel Elissalde, uno de los autores del libro Historias del Palacio Salvo (distribuido por Gussi Libros), dijo entusiasmado: “Ahí nunca estuve”. Al salir a la azotea no podía creer la asombrosa vista de casi toda la ciudad de Montevideo y del mismo palacio. Es un punto visual que permite una panorámica a la que no están acostumbrados quienes suelen rodearlo caminando en su vida cotidiana.

Se veían de muy cerca las torretas que dan forma al final de la construcción, que se inició en 1923. Mientras miraba más para arriba que para abajo, Elissalde contó que días atrás conversaba con su esposa, Mariela García, coautora del libro, sobre que la obra es “un regalo” para un edificio que tanto quiere. “Yo le decía que es como cuando te gusta una chiquilina y le escribís un poema”, comparó. “Es un acto de amor”, añadió.

Compartió que a ambos los seduce el misterio que despierta el gigante, además de su cuidada arquitectura. La historia de la familia Salvo también resulta atractiva, y ésta justamente queda plasmada en las primeras páginas del libro, que se presentó en el mismo edificio a finales de octubre.

El “asunto de lo público y privado” fue otro de los argumentos que mencionó el autor al momento de reflexionar sobre lo llamativo de la obra. Lo público refiere a que la construcción es patrimonio y a que guarda una parte importante de la historia local; sin embargo, dentro de él viven muchas personas que tienen una vida privada y que conviven con la mirada atenta de muchos curiosos que buscan conocer por dentro el palacio. Esta disyuntiva es lo primero que plantea el libro: “¿Cómo se siente entrar al Palacio Salvo? Es raro ingresar a un lugar que es monumento histórico y a la vez casa de familia. Patrimonio público y espacio privado”.

Para escribirlo conversaron con los vecinos más dispuestos a hablar y fueron indagando sobre las historias que esconde el monumento que la familia Salvo le quiso regalar a la ciudad por todo lo que ésta le dio. Lo construyeron Ángel, José y Lorenzo, hijos de Lorenzo Salvo Vassallo, primer integrante de la familia en llegar a América desde un pueblito italiano llamado Murialdo en busca de posibilidades laborales, las que supo desarrollar al máximo. En el libro puede leerse el fragmento de una entrevista a Lorenzo Salvo (hijo) extraída del periódico El Día, fechada en 1925. Éste explicó que la idea original de levantar el edificio frente a la plaza Independencia “la concebimos como la mejor forma de demostrar nuestro agradecimiento al país en que trabajamos y nos formamos”.

Pero la edificación era atípica para el momento y el lugar. El libro explica que proyectar en una ciudad “plana”, como era Montevideo, un edificio de 33 pisos, con 250 habitaciones pensadas para utilizar como hotel, era inapropiado y hasta casi imposible de levantar. Las autoridades municipales de la época pusieron el tema a estudio hasta que finalmente el proyecto fue aceptado, a pesar de “su altura verdaderamente extraordinaria y de dudoso resultado para la armonía arquitectónica de la Plaza”, según cita el texto del almanaque editado en 1995 por el Banco de Seguros del Estado. Más allá de los temores, las críticas o la desconfianza que pudo haber generado el proyecto, el palacio, basado en la idea original del arquitecto Mario Palanti, se hizo realidad. “Éste se convirtió en mucho más que otro de los logros de la familia. El Palacio Salvo es ‘nosotros’ para el resto del mundo. Con sus 110 metros de altura, se constituyó en el paso más brillante del camino emprendido por los hermanos Salvo, en el gran triunfo de su voluntad de hacer”, opinan García y Elissalde en la obra.

De arriba hacia abajo

Del piso 11 hasta el 15 la recorrida continuó por escalera. Cada nivel tenía sus particularidades: algunos demostraban más cuidado, tanto en la conservación de las piezas originales como en el reciclado edilicio, cuando lo hubo. Otros evidenciaban menos esmero en la preservación de la estética de los años 20. Pero la meta era llegar hasta el piso 23, para tratar de encontrar alguna ventana que permitiera tener una vista de la ciudad desde más arriba, porque el mirador con el que cuenta el último tramo permanece cerrado desde hace años.

Subir y bajar por ascensor también resultaba una novedad para Elissalde: “Nunca subo por el ascensor”. “Siempre lo hago caminando”, comentó. Caminatas que en principio hacía a escondidas, sin la autorización de los vecinos, pero que ahora, desde que entró en contacto con ellos por el libro, las realiza con autorización y a veces hasta acompañado. Las ventanas para observar Montevideo desde un punto más alto fueron apareciendo pero eran pequeñas, por lo que se tenía poca perspectiva de la ciudad. Lo más interesante es que se observan detalles más cercanos de las torretas. A esa altura los pasillos interiores no son regulares, se angostan de manera inesperada, lo que resulta sorprendente, ya que se rompe con la arquitectura tradicional. Como ocurre en cualquier edificio añoso, también se aprecian manchas de humedad y se ven paredes descascaradas. Por otra parte, varias puertas tenían pegado un cartel que anunciaba que la propiedad cuenta con alarma. Elissalde comentó que este tema genera contradicción por “ser algo tan grande”, donde “viven muchos vecinos”, y donde hay “muchos pasillos oscuros y laberintos”. Se podría llegar a pensar que la sensación de inseguridad es importante. No obstante, una de las primeras cosas de las que se sorprendió hablando con unas vecinas fue que expresaron que el Salvo les daba “seguridad”. “No te imaginás cómo es vivir acá, y cuando empezás a conversar ves que a casi todo el mundo le gusta”, señaló.

El descenso fue todo por escalera, por momentos se perdía la conciencia de dónde se estaba, tanto dentro como fuera del edificio. “Acá estaremos sobre la plaza Independencia”, “Debemos estar por el piso 8”, se escuchaba. Al llegar al piso 7, Elissalde relató, sin entrar en detalles, la historia del fantasma de Ángel Salvo, que circula por el edificio y que algún vecino declaró haber visto en esa planta, historia que decidió no incluir en su libro porque se han escrito y grabado diversas versiones al respecto. Además, desestimó su credibilidad: “Tendría que estar acá”, comentó irónicamente al finalizar el cuento. “Ahora capaz que viene”, agregó inmediatamente entre risas.

Esa parada fue propicia para conversar sobre la reflexión del periodista Álvaro Ojeda durante la presentación del libro. En esa ocasión, comparó al Salvo con un “shopping”, pero de otrora. Elissalde estuvo muy de acuerdo con esa asimilación puesto que además de las habitaciones para los huéspedes del piso tres en adelante, las primeras plantas contemplaban espacios comerciales. Además de locales clásicos para la época, como barberías, salones de belleza, de té y de fiesta, había salones de conversación y escritura, lo que lo convertía en un lugar de encuentro y sociabilidad.

En los primeros pisos conviven distintos comercios y oficinas. Aun así, persiste la riqueza de su historia en la arquitectura y la ornamentación, tanto en su interior como en la parte exterior, la cual disfruta la mayoría de la gente. Y con el paso del tiempo se convirtió en un compañero de los montevideanos. Como dijo Eduardo Galeano, en unas pocas palabras que se retoman en el libro: “Nunca pude averiguar si es un sueño o una pesadilla. Pero de algo estoy seguro, como todo montevideano de ley: el Palacio Salvo me acompaña la vida”.