La novela de William S Burroughs en la que se basa la película Queer fue la continuación de Yonqui, su primer libro, que había sido publicado en 1953 bajo el seudónimo William Lee. Tanto en Yonqui como en Queer (y también en la posterior El almuerzo desnudo, de 1959), William Lee es, además, el protagonista. Evidente álter ego de Burroughs, de vida desreglada, mayormente ociosa, drogadicto, busca sexo incesantemente y sobre todo con varones jóvenes. Quizá ya rumbeando hacia el tratamiento literario mucho más aventurado de El almuerzo desnudo, Burroughs perdió interés en la novela Queer, que quedó inconclusa e inédita por décadas. Se publicó recién en 1985, cuando la fama y prestigio de Burroughs —que ya venían de larga data— se habían expandido y masificado a partir de la valoración de su trabajo por la generación punk.
Muchos vienen comparando desfavorablemente esta adaptación cinematográfica de Luca Guadagnino (Call Me By Your Name, Suspiria con la de El almuerzo desnudo (1991), de David Cronenberg. Por supuesto, la película de Cronenberg es mucho más filosa, extraña, perturbadora y transgresora, cualidades apreciadas por los cultores de la literatura beat. La novela Queer es mucho más lineal, y la adaptación de Guadagnino es mucho más dulce. Sin embargo, el retrato del veterano reventado y amoral, el consumo de drogas sin culpa y las muchas escenas de sexo homosexual al borde de lo explícito siguen resultando incómodas y transgresoras para mucha gente.
Esta película fue prohibida en Turquía, y supongo que no fue necesario prohibirla porque no hay esperanza de que se estrene en países como Irán, Arabia Saudita, Pakistán y varios otros donde la homosexualidad, o al menos su exhibición pública, es ilegal. Sin embargo, en las sociedades donde se respetan más los derechos LGTBQ+ los rasgos de esta película ya no son vanguardia, y disfrutarla no suma puntos a la fama de chico malo que alguien pueda pretender ostentar. Es más, en el fondo, es una película bastante romántica, no en el sentido del movimiento cultural romántico, sino con relación a alimentar la esperanza en desarrollar un vínculo amoroso duradero y profundo.
Camino mágico
En Queer, William Lee (Daniel Craig) se encuentra expatriado en México. No tiene problemas económicos y no necesita trabajar. Pasa sus días haciendo la ronda de una serie de bares en los que los bartenders ya lo conocen y en los que se encuentra frecuentemente con los mismos personajes, otros veteranos estadounidenses que parecen ser sus vínculos más o menos estables, todos ellos afines al sexo con jovencitos. Anda por ahí casi que con un uniforme de yanqui expatriado, con traje blanco de tela fina, sombrero fedora y un revólver en la cintura. Se lo ve con frecuencia medio desgreñado, con el pelo grasoso y despeinado, sin afeitarse, a veces cubierto de transpiración, consumiendo alcohol y fumando casi sin parar.
Esa rutina se rompe cuando distingue, por el barrio, a Eugene Allerton (Drew Starkey), joven exmilitar, apuesto, viril, de aire algo arrogante y decidido, con unos lentes que aportan la diferencia entre un modelito y alguien un poco más intelectual. Lee queda totalmente encendido con el muchacho. Allerton frecuenta uno de esos bares de encuentros y levantes queer, pero, en forma algo confusa, se sienta siempre en compañía de una mujer con la que juega al ajedrez. Frente a los acercamientos de Lee, la respuesta de Allerton es ambigua: no parece ser ajeno, pero es siempre medio esquivo.
A diferencia de Ese oscuro objeto del deseo (1977, de Luis Buñuel) o Muerte en Venecia (1971, de Luchino Visconti), clásicos de la atracción sexo-amorosa arrolladora de veteranos por personas mucho más jóvenes, Lee logra consumar su deseo. Sin embargo, esa consumación termina resultando también insatisfactoria, ya que, por más que Allerton haya accedido a tener sexo con él, sigue siendo, en un sentido menos literal, impenetrable. A su lado, Lee nunca logra sentirse en terreno firme.
Una vez que la novela no tiene fin, fue inventada una conclusión para la película, y es algo totalmente distinto al inicio. Lee convence a Allerton de viajar con él a Sudamérica con el objetivo principal de experimentar yagé, un misterioso vegetal que, según se dice, propicia poderes telepáticos a quien lo consume. No es otra cosa que el preparado mejor conocido actualmente como ayahuasca, por su nombre quechua en grafía hispanizada. El objetivo de Lee, por un lado, se vincula con su interés por lo mágico y lo oculto, pero no cuesta inferir una necesidad imperiosa de invadir los pensamientos de su objeto de atracción y, quizá, incluso dominarlo un poco. A partir del encuentro con una botánica británica que vive en un ranchito en el medio de la selva amazónica y oficia como bruja, el consumo del yagé nos va a traer elementos del visual surrealista que asociamos con El almuerzo desnudo.
Indie atemporal
La ficha técnica dice: “Esta película fue enteramente filmada en el interior de los estudios de Cinecittà”, en Roma. No sé bien cómo será la cosa, porque también hay créditos de rodaje en Sicilia y Ecuador. Sea como sea, toda la película tiene una fotografía levemente artificial, con ese sabor a estudio que solía tener el cine antes de 1960. Si bien hay varias visiones panorámicas de Ciudad de México o Panamá o Quito, son claramente miniaturas o reconstituciones digitales, necesarias incluso para la reconstrucción de época (la historia se ubica en el presente de cuando se escribió la novela, entre 1951 y 1953). Ese visual muy rico y detallista, pero artificial, contrasta con el sonido, que construye en forma técnica y expresivamente brillante los paisajes sonoros referidos a la representación de cada una de esas localidades.
Incluso las criaturas que aparecen en la parte más surreal de la película, que son mayormente creadas con animación digital, no lo son con el realismo de Avatar o de las remakes live action de los dibujitos de Disney, sino como algo claramente lejano de lo real, como los bichos de Jumanji. El más llamativo de esos efectos es la escena de “amor telepático” en la que los cuerpos de los dos amantes se fusionan, mezclando adentro y afuera. A veces la mano que acaricia parece deslizarse por debajo de la piel de la persona acariciada para luego intercambiarse, en un juego de casi fusión entre cuerpos permeables, elásticos y algo fluidos.
Guadagnino dijo que su película pretendió ser un homenaje a la dupla de directores británicos Michael Powell y Emeric Pressburger. Es difícil discernir el vínculo, más allá del hecho de que los ingleses también fueron afines a rodar en estudio, aun cuando sus películas se ubicaban en lugares exóticos, como sucede en Narciso negro (1947). Ese visual de estudio puede verse, entonces, como una alusión de época, una manera más de entrarle a la década de 1950, no como hubiera sido filmada por un cineasta de ahora sino por uno de aquellos tiempos.
En todo caso, esa intención choca con los elementos de la banda musical, con varias canciones destacadas que aluden no tanto a los años 1950 sino a la época en la que el libro se dio a conocer, es decir, los años 80 y 90: escuchamos a New Order, Prince y Nirvana, y el efecto anacrónico posmo parece haber sido expresamente buscado. Por supuesto, esas canciones que ya son oldies, pero que siguen cayendo dentro del espectro de interés de una masa de público, son también un llamador comercial.
Hay varios otros. Guadagnino salpicó su película de elementos vinculados a cierta cultura “independiente”, asumiendo el término desde el punto de vista anglocéntrico, donde cualquier cosa que no sea hodierna o que no sea anglo ya es, de por sí, de consumo arty. Entonces Caetano Veloso canta la bonita canción final sobre textos de Burroughs (compuesta por Trent Reznor), el director Lisandro Alonso, exponente del nuevo cine argentino, hace un pequeño papel, y también aparece Omar Apollo, músico pop estadounidense de origen mexicano.
Romántico beat
Queer es una película muy bonita. La música incidental de Reznor y Atticus Ross es hipnótica, genera climas interesantes y resalta el costado dulce y sentimental que permanece en segundo plano en las actuaciones, que son todas formidables. Si bien Daniel Craig fue el más pudoroso y atormentado de todos los James Bond, acá tiene la oportunidad de contrastar su perfil archiviril con un personaje desvalido, enamorado e impotente, no en el sentido sexual sino espiritual. Drew Starkey da en el clavo en su rol de beldad masculina misteriosa, fría e indescifrable. Jason Schwartzman está sensacional haciendo de veterano queer. Y llama la atención Lesley Manville, que sale de sus roles habituales de suave dama británica para hacer de bruja desdentada acostumbrada a la vida en la selva. El montaje de la película es formidable, con un control rítmico y de correspondencias gráficas raro de ver actualmente.
Oliver Harris, el académico británico especialista en literatura beat y responsable por las ediciones críticas de una docena de libros de Burroughs, obró como asesor literario en la realización, quizá para otorgar algo de autenticidad al intento de reconstrucción de lo que sería el desenlace de la novela Queer. Mi conocimiento de Burroughs es demasiado limitado como para que pueda opinar al respecto, pero la película, tal como quedó, funciona como un preludio hacia la dirección que tomaría El almuerzo desnudo (como dice la bruja-doctora Cotter: “La puerta ya se abrió, no es posible cerrarla”). Funciona, sobre todo, como la historia de una fijación amorosa, de las que permanecen por toda una vida, obrando como un emblema especialmente poderoso de todas las cosas que la existencia necesariamente va dejando atrás, de todo lo que se concretó pero no volverá a repetirse, y de todos los caminos que se insinuaron pero no pudieron realizarse.
Queer. 135 minutos. En Cinemateca, Movie Punta Carretas, Movie Montevideo y Portones.