¿Por qué a alguien se le ocurriría grabar una serie de televisión y ponerle el mismo título que una novela célebre? De las muchas respuestas posibles, tres son bastante convincentes: una, porque a unos realizadores de series les encanta la novela y quieren apropiársela transmutándola en lo que saben hacer; otra, porque la novela es muy prestigiosa y vale la pena que incluso quienes no la leyeron se enteren de sus contenidos; finalmente, porque la novela es tan archifamosa que mucha gente va a mirar la serie, de manera que va a ser un éxito económico.
La serie Cien años de soledad, dirigida por el argentino Alex García López y la colombiana Laura Mora, se grabó en dos partes de ocho capítulos cada una; por ahora sólo es posible ver la primera, y Netflix no ha informado la fecha de estreno de la segunda. La impresión que queda luego de verla es que sus realizadores han leído, y bien, la novela de Gabriel García Márquez. También está claro que son plenamente conscientes de las dificultades y aun de la imposibilidad de hacer una trasposición justa (sea lo que sea la justicia en este caso).
Muchas veces los lectores se quejan, ante la trasposición de un libro que les ha gustado, de que la película no ha captado el espíritu de la novela, porque no es sencillo encontrar el problema que hace que no reconozcamos en la película algo que consideramos esencial del libro.
La trasposición a cine o serie de la novela de García Márquez tiene dificultades estructurales. Es imposible una traslación aceptable. Sin embargo, la serie de Netflix es el resultado de un trabajo serio y respetuoso con el libro.
Qué es el libro
Cien años de soledad cuenta la fundación, el auge y la caída de Macondo, un pueblo, a través de la historia de una familia, los Buendía, cuya materialización es la casa familiar, así como el pueblo es la materialización de la comunidad. La casa y el pueblo nacen como ranchos, crecen como palacios y terminan disueltos en el barro de la selva.
La trama no sigue las aventuras de un protagonista enfrentado a un conflicto central, y por lo tanto no cumple con las formas tradicionales de acción ascendente, crisis y desenlace. Más bien, la trama de Cien años de soledad es débil, llena de episodios que no llegan a conformar un proceso de planteo y resolución de un conflicto central.
La estrategia de contar la historia de una dinastía para dar cuenta de una época sigue una tradición europea que se remonta a las sagas islandesas, continuada por una historiografía que reducía las historias de los pueblos a los conflictos de las familias de los reyes. Modernamente se manifestó en novelas como Los Buddenbrook, de Thomas Mann, o El tiempo y el viento, del riograndense Érico Verissimo (esta, según García Márquez, le fue de utilidad para la escritura de su novela).
Pero, a diferencia de esas modernas historias familiares que servían de vehículo para contar un período histórico, Cien años... tiene el aspecto de un ciclo mítico. La creación del mundo, el eterno retorno y el fin del mundo están presentes a lo largo del libro con claros ecos de la cultura clásica. La tercera frase de la novela establece el tono: “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Lo que más contribuye a la creación del ambiente mítico de la historia de Macondo es el manejo del tiempo, uno de los aspectos más estudiados de la novela desde que se publicó, en 1967. El modo en que Cien años de soledad narra los acontecimientos es lineal y circular. Se puede dibujar una línea de tiempo que dé cuenta de todos los grandes hechos que se narran en el libro: casamientos, fundaciones, nacimientos, guerras, fusilamientos, plagas, éxodos y diluvios. Mientras se van contando esos acontecimientos en orden cronológico, se desprenden narraciones que cuentan hechos anteriores al que se está contando, que explican cómo se ha llegado a la situación que se está contando. Al mismo tiempo, se adelantan hechos que se explicarán más adelante.
Esta manera de contar se usa masivamente en el libro. Por ejemplo, se da noticia de que Aureliano Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante un altar improvisado. De inmediato se regresa en el tiempo para explicar los detalles que permitieron llegar al acontecimiento —la espera por la menarca de la niña novia, su educación para llegar preparada para el matrimonio—, y luego, densificando detalles a medida que se acerca la acción prometida (el casamiento), se sigue contando después del desvío circular.
Los adelantamientos de porciones de la historia que se contará más adelante, como el celebérrimo comienzo del libro (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...”), y los regresos para recuperar información necesaria para entender el curso de los hechos establecen circularidades en la narración, y son usadas constantemente por García Márquez.
Al contrario de lo que haría un autor de superventas con un elenco tan grande de personajes, evita cuidadosamente la simultaneidad de acciones paralelas. Esto es coherente con la ausencia de conflicto central: Cien años… no crea suspenso suspendiendo una acción para pasar a un hilo de tiempo paralelo.
Así, a lo largo del libro se va construyendo una idea de una habitualidad, y sobre todo una ilusión de atemporalidad, la creación de un presente en el que flota para siempre la historia de la familia. Se repiten los nombres propios y los hechos intrafamiliares, en muchos casos apoyados en mitos y miedos ancestrales (el incesto es el motivo más recurrente, que termina eclosionando, al final del libro, como sello del destino trágico, en forma de bebé nacido con cola de cerdo).
El avance lineal del desarrollo del pueblo y la familia convive con la idea de ciclo mítico que da la estrategia de manejo recurrente y circular del tiempo.
El cine y el estilo indirecto
Los tramos circulares del texto, es decir, los que relatan lo ocurrido antes o lo que ocurrirá después, se narran en su totalidad en estilo indirecto: el narrador cuenta lo ocurrido. En cambio, en la narración de los tramos lineales en los que la historia avanza hay numerosos insertos de estilo directo y construcción de escenas. Como regla general los tramos circulares cuentan y los tramos culminantes del avance lineal muestran, como diría un narratólogo anglosajón.
Aquí radica uno de los problemas de la trasposición al lenguaje audiovisual: el cine no puede contar, sólo es capaz de mostrar. Cuando cae sobre Macondo la peste del insomnio, no hay lenguaje cinematográfico para expresar lo que pone el libro: “Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba”. Para la serie hay sólo dos opciones: recurrir al plano verbal con una voz en off, o construir una larga escena que muestre lo que cuenta la frase del libro.
La novela muestra en puntos culminantes, clímax del relato, pero la mayor parte del texto cuenta. Esta dificultad básica de trasposición está aumentada porque la extraordinaria poética de García Márquez densifica enormemente el sentido: “Lo adoptó como un hijo que había de compartir su soledad y aliviarla del láudano involuntario que echaron sus súplicas desatinadas en el café de Remedios”. Las alusiones de esta clase de frases son incontables. Es imposible convertirlas en lenguaje cinematográfico, y esa es, precisamente, la materia de que está hecho el libro.
Incluso para transmitir información básica (“A instancias del padre Nicanor dispuso el traslado de la tienda de Catarino a una calle apartada”) se hace necesario, en ocasiones, construir una escena e inventar un diálogo en el que Nicanor le pide a Arcadio que traslade la tienda, etcétera. Esto es muy peligroso, porque una información necesaria, pero no central, puede llegar a convertirse en una escena que adquiere en la pantalla una relevancia que no tiene en la historia. En Cien años de soledad los realizadores, conscientes del riesgo, hacen contadísimas invenciones de escenas para transmitir información, y en cambio emplean una voz en off que dice las frases del libro.
Carencia de conflicto y tiempo circular
Sumado a estas dificultades, la serie respeta la trama débil de la novela, y por lo tanto no puede construir un arco dramático largo. En el trabajo con series, los guionistas juegan con la idea de arcos dramáticos de distinta extensión. Hay un gran arco que abarca la totalidad de la serie, donde se plantea un conflicto que el protagonista debe superar al final de la serie. Para mantener una expectativa tan dilatada, se proponen arcos menores, que tienen la extensión de una temporada. Finalmente, cada capítulo propone un arco corto que permite al espectador sentirse satisfecho luego de cada episodio.
Como la novela no tiene un conflicto central, no se puede proponer un arco largo para la serie, ni arcos medios para las dos partes o temporadas anunciadas, si uno quiere respetar el libro. Apenas se logra, de manera parecida a un fracaso, construir arcos cortos de un capítulo de duración.
Equivalencias
Entonces, ¿qué puede hacer una serie a la hora de enfrentarse a una novela como esta? En principio, narrar lo mismo: la historia de nacimiento, auge y caída de Macondo y los Buendía. Eso, con todos sus detalles y entresijos, se puede hacer sin problemas, y la serie lo hace. Lo hace con un segundo ingrediente esencial: a través de un elenco de personajes encarnados por buenos actores, bien dirigidos, en muy buenas puestas en escena.
La serie acierta con otro aspecto del tiempo que no es menor: la duración total en horas. Los audiolibros de la novela duran entre 14 y 17 horas; es lo que se tarda en leer el libro. Los 16 capítulos de la serie suman unas 15 horas. La velocidad de la narración es similar en el libro y en la serie, lo que establece una cadencia que los hace de alguna forma equivalentes.
El asunto más complicado para la serie, en relación al tiempo, es la circularidad. Si los realizadores hubieran adaptado linealmente el libro, habrían tenido que insertar infinidad de flashbacks y flashforwards, que es como en el cine se les dice a la analepsis y la prolepsis. Pero una analepsis que cuenta es muy distinta a un flashback que muestra. Una abundancia de flashbacks molestaría e impediría seguir con fluidez el relato. Atentos a este peligro, los realizadores emplean la voz en off de un narrador que trata de establecer el aire de intemporalidad mítica del relato.
Para esquivar la intensidad de la presencia que impone la pantalla, la serie opta por evitar una imaginería fantasiosa (como, por ejemplo, la de la película Poor Things, de Yorgos Lanthimos, sobre el libro de Alasdair Gray). De todas maneras, la presencia de la imagen es un problema: una cosa es leer que José Arcadio Buendía pasó sus últimos años atado a un almendro y otra es verlo atado al almendro. El hecho loco de esa atadura construye mito en el libro e inverosimilitud en la pantalla.
Por fortuna, el cine, ahijado de la ópera, dispone de la música para promover emociones. La música incidental de la serie es muy buena, y la música de escena es, naturalmente, vallenato instrumental tradicional. Ambos planos musicales contribuyen eficazmente a crear un clima emocional que de alguna manera suple la imposibilidad del cine de construir tonos de mito.
En una entrevista que se publicó recientemente, García Márquez dice que su novela “es un vallenato de 450 páginas”. Si uno se detiene sólo en la profusión de acontecimientos vinculados a la familia, la traición, la pérdida, la maternidad, la defensa del honor y el peligro del incesto, y no toma en cuenta la calidad de la prosa y la fuerza poética, el parentesco es, más bien, con el culebrón.
A la hora de hacer la serie, el acecho del culebrón era el peor peligro. Los realizadores lo evitaron con éxito. Seguro decepcionará a muchos lectores; a muchos otros los estimulará a la relectura. Como José Arcadio Buendía cuando fundió las monedas de Úrsula para doblar el oro, en el crisol se pierde la acuñación, aunque el oro se conserva.
Cien años de soledad. Ocho episodios de aproximadamente una hora. En Netflix.