La principal vuelta de tuerca de este drama judicial viene a los 15 minutos de metraje. Es una bella sorpresa, y va a definir el eje principal de la intriga. Es casi imposible hablar de la película, más allá de generalidades, sin comentar ese hecho. Quienes prefieran disfrutar Juror #2 100% vírgenes de información, quédense con la recomendación (está muy buena) y dejen para leer después el resto de este artículo. Por otro lado, tampoco deberían ver el tráiler, que se concentra totalmente en explicar esa vuelta de tuerca.

La cosa es así: Justin es convocado a integrar el jurado en el juicio por un aparente femicidio (luego de una discusión en un bar de noche con su novio, la muchacha apareció golpeada y muerta a la mañana siguiente en una valla al borde de la carretera). Supuestamente, Justin no tiene idea previa de los pormenores del crimen, condición ideal para la supuesta imparcialidad de un jurado. Durante la exposición inicial de los hechos por la fiscal, sin embargo, se da cuenta de que fue él mismo quien mató, accidentalmente, a la muchacha. Él estaba en ese mismo bar esa noche, recuerda la discusión y, al volver a casa, en medio de una lluvia cerrada, su auto chocó contra algo, que él asumió que había sido un venado.

Ahora bien, la acción tiene lugar, justamente, en el estado de Georgia, donde los descuidos al manejar, cuando tienen víctimas, son tratados como crímenes culposos y penados con severidad. Eso agrava el dilema de Justin: está bravo asumir que el novio de la muchacha será condenado a cadena perpetua por un crimen que no cometió, pero por otro lado es terrible la perspectiva de arruinar su propia vida con una condena de, quizá, unos 30 años de prisión por no haber visto a una muchacha que caminaba en forma descuidada en la mitad de la carretera en una noche de lluvia espesa.

Todos los factores colaterales parecen establecidos para agravar aún más los dilemas. La mujer de Justin está embarazada, de modo que la posible ruina de su vida con una condena sería también la de su esposa y de su futuro hijo o hija. Él tiene un historial de alcoholismo, lo que aparta las chances de que sea considerado inocente en caso de confesar. El novio de la víctima tiene antecedentes criminales, en su caso vinculados con el consumo y el tráfico de drogas, lo que induce a casi todos a asumirlo culpable. La fiscal es candidata para ser elegida fiscal de distrito y su campaña justamente se basa en una actitud vehemente contra los abusos domésticos, y obtener una condena en este juicio particular sería muy favorable a su candidatura.

Tesis pesimista

Así descrita, podría parecer que la película tiene una postura militantemente anti Ni una Menos. No hay ningún empeño detectable de generalización en tal sentido, pero aun así podemos pensar si no hubiera sido más oportuno, políticamente, centrar la historia en otro tipo de acusación. Sin embargo, la historia demanda, justamente, una acusación que movilice fuertes emociones, y cualquiera que se eligiera tendría que ir en contrasentido de los consensos entre personas concientizadas, porque, si fuera en el sentido de esas agendas (si la acusada inocente fuera una mujer y el jurado, por ejemplo, hubiese matado al novio de ella para incriminarla), la película se convertiría, prioritariamente, en una demostración conspiratoria de la manipulación de la justicia para favorecer a los opresores más habituales por sobre los oprimidos más habituales y no, como resulta ser, en un desnudamiento de la falibilidad del sistema judicial o, en forma más general, de la desoladora amoralidad del mundo.

De esto se trata. Por más que los jurados hayan sido instruidos sobre cuestiones básicas, como la presunción de inocencia, terminan actuando casi todos en función de apriorismos, convicciones intuitivas, afán irracional de ajusticiamiento (“alguien tiene que pagar por ese crimen horrendo”, sin importar que se pueda inculpar a ese alguien más allá de una duda razonable) y, peor aun, ganas de despachar rápidamente un veredicto porque tienen más que hacer en sus vidas cotidianas.

Frente a ello, todos los cuidados de acusadores y defensores en arribar a un jurado imparcial resulta en un simulacro más porque parece basarse únicamente en prejuicios sobre qué factores personales inducirían a la parcialidad, mucho más que en un análisis de la integridad lógico-ética de la persona. Las declaraciones tanto de la fiscal como del defensor bordean lo ridículo; cada uno de ellos afirma cosas que no están en condiciones de saber con certeza, y busca impactar sobre los jurados con la fuerza de su performance oratoria mucho más que con argumentos. Hay un testigo que dice, cándidamente, que declaró no lo que era, en su opinión, “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”, sino lo que pensaba que debía declarar para obtener la condena, asumiendo, porque así se lo dijo la fiscal, que el acusado era culpable. Uno de los jurados, un jubilado, recuerda cuando trabajaba como detective de la policía y lo importante que era, para ostentar resultados positivos, obtener condenas, lo que inducía a desconsiderar sospechosos alternativos o evidencias conflictivas.

Da una cierta pena que, para esta película, Clint Eastwood no haya contado con alguno de los excelentes dialoguistas que salpicaron varias de sus películas con frases memorables. Aquí la mayoría de los parlamentos tiene un cierto sabor a ilustración pedagógica. Y da una cierta pena la escena final, que de alguna manera restaura la ideología predominante en Hollywood de fe en el sistema, en forma algo forzada y contradictoria con todo lo que se muestra antes. Esta película hubiera podido ser el eco, serenado por la edad muy avanzada (Eastwood tenía 93 cuando emprendió la realización) del pesimismo sin matices de Río místico (2003).

De todos modos, la historia es sólida y funciona como un buen soporte para la privilegiada manipulación dramática de ese tremendo director que es Eastwood. Su estilo es deliciosamente demodé (la fiscal menciona que, hace un año, el acusado estaba bebiendo con su novia en el Rowdy’s Hideaway, vemos la diapositiva que ilustra su exposición, con la fachada de ese bar, y un fundido nos lleva a un flashback introducido por el neón que dice “Rowdy’s Hideaway”). Pero esta forma casi elemental de narrar es el fundamento mismo de su claridad archiclásica. Todo es elegante, pero estrictamente funcional, sin el menor atisbo de llamar la atención por el brillo del estilo o por el virtuosismo de la cámara, de la producción o de las actuaciones. Sobre esa base, se va modulando el ritmo, se van estableciendo los componentes de la narrativa, las identificaciones -que van cambiando entre, sobre todo, Justin y la fiscal, aunque a veces también con otros personajes, como el abogado y el exdetective-.

Dentro de ese aparente no estilo, reconocemos varios rasgos eastwoodianos, vinculados sobre todo con sus historias judiciales, como esos flashbacks-relámpago resnaiseanos que ilustran los recuerdos de algún personaje, como en Sully (2016) o 15:17 tren a París(2018), o la música archisencilla firmada por Mark Mancina (¿no será que la melodía básica la propuso el director, sin asumir el crédito, como se sabe que ocurrió en otras instancias?).

Algunos motivos o tropos tienen la sutileza de un elefante, como cuando vamos de la alegoría establecida de la justicia, en los créditos, al primero de los planos diegéticos, con la esposa de Justin con los ojos vendados. Pero otras conexiones son muy hábiles, funcionales y sutiles. Así, cuando Faith, la fiscal, deja caer el celular y Justin lo recoge y se lo restituye, eso sirve para establecer, desde el inicio de la historia, una conexión entre ambos protagonistas. Ese momento funciona también como rima con el flashback en que el celular de Justin, cuando suena, distrae su vista por un segundo mientras está manejando, contribuyendo al atropellamiento. Con el frenazo, el celular cae en el piso y la cámara lo enfatiza, como en la escena con la fiscal.

De otro Hollywood

Esta fue una película de presupuesto moderado y, por lo tanto, sin grandes estrellas en el reparto, pero, de todos modos, Eastwood siempre puede convocar a algunos nombres relevantes, como Nicolas Hoult (a quien pronto veremos también protagonizando la nueva remake de Nosferatu), la siempre sólida Toni Collette, y ni que hablar de JK Simmons y Kiefer Sutherland.

Si bien Clint Eastwood no dijo palabra al respecto, es muy esperable, dada su edad avanzada, que esta sea su última película. En tal sentido, el nombre del bar donde ocurre la discusión entre la víctima y el acusado tiene un sentido retrospectivo, ya que Rowdy era el personaje actuado por Eastwood en la serie televisiva Rawhide (1959-1965), en la que él primero se destacó. Uno quisiera que siguiera haciendo películas para siempre, porque aun una realización permeada de fallas, como esta, termina resultando muy superior al promedio de lo que está produciendo Hollywood.

Sin embargo, hay una injusticia que merodea esta película, y que casi que ilustra el mismo grado de estupidez sistémica que muestra en su narrativa. La empresa productora de Eastwood, Malpaso, estableció un vínculo consistente y exclusivo con la distribuidora Warner Bros desde 1976, hace casi medio siglo, y que resultó en más de 40 largometrajes. Varios de estos cuentan entre los grandes clásicos cinematográficos de ese período, y entre todos suman un saldo económico positivo global de unos cuantos cientos de millones de dólares, aparte del prestigio de cuatro premios Oscar y cuatro Globos de Oro.

Pese a ello, los ejecutivos de la Warner asignaron a este posible opus ultimum un lanzamiento directo a streaming, con base en una evaluación de las expectativas de ese tipo de películas en la actualidad, y del hecho de que los dos títulos previos del director (Richard Jewell, de 2019, y Cry macho, de 2021, el segundo de ellos lanzado durante la pandemia) dieron pérdida. Parecen haber desconsiderado la mera apelación de la firma del director, ya que, en los países donde Juror #2 fue exhibida en un circuito cinematográfico amplio, como Reino Unido y Francia, tuvo un desempeño muy bueno, insinuando que sí hubiera dado ganancias si esa política se extendiera. Esos jóvenes ejecutivos ignorantes que están copando las grandes productoras, para vergüenza institucional de una empresa tan venerable como Warner Bros, no sólo se muestran totalmente insensibles y malagradecidos como, además, movidos por prejuicios, sino que ni siquiera muestran competencia en su cometido primario de propiciar lo máximo de ganancias.

Juror #2, dirigida por Clint Eastwood. Con Nicholas Hoult, Toni Collette, JK Simmons. Estados Unidos, 2024. Max.