En La Chimera hay un montón de escenas de sobrecogedora belleza, pero la más imponente, la que más carga metafórica concentra en una mera imagen, es un plano alejado, filmado casi al pasar entre tantos otros, que se da en el salpicado de peripecias de los Tombaroli (criminales de poca monta que se dedican a saquear tumbas etruscas para revender el patrimonio a mercaderes semiclandestinos). Filmado con cierta lejanía, en un plano picado vemos a Arthur esconderse de la policía en una de las improvisadas excavaciones, realizada a espaldas de una extensión inmensa de campos agrícolas. Ahí, entre los campos, como el músculo revelado tras una herida abierta, un suelo de mosaicos.
Mucho se ha hablado (y bien) sobre la precisa conjugación de surrealismo y neorrealismo casi documental en el cine de Alice Rohrwacher. Lazzaro Felice (2018) no fue su primera película, pero sí la que la catapultó a la fama internacional; tenía la peculiaridad de seguir un itinerario marcado por la herencia de referentes neorrealistas (o posneorrealistas, considerando que la mano de Ermanno Olmi casi que dejaba huellas en el lente del film) para, en el último tercio del metraje, ceder a algo mucho más extraño, ficcional y metafórico, más cerca del sueco Roy Andersson que de Federico Fellini.
Todos sus films juegan esa peculiar pulseada, pero el error de lectura consistiría en entender el neorrealismo y el surrealismo como compartimentos estancos, fácilmente separables. A diferencia de los franceses, cuyo surrealismo emergió en la forma de un artesanato, un pase de magia confeccionado entre ateliers y bares, en Italia lo surreal siempre había estado ahí, en esas ruinas que se mezclaban con lo moderno con una naturalidad extraña. Fueron necesarias las guerras mundiales para marcar el acento, hacer entender la dimensión expresiva y mágica de estas ruinas. Entre todo ese nuevo país bombardeado y derrotado (una derrota rara y esquizofrénica, en donde los fascistas, pero también una parte importante del pueblo, descolgaron sus camisas negras de la cuerda ni bien cambiaron los vientos de la historia), los escombros, los cráteres, las zanjas, los baldíos y los barriales le dieron su dignidad de pasado a un presente que hasta ese tiempo resultaba demasiado cercano. Todos esos restos recordaban lo que se perdió y lo que era necesario reconstruir, y entre esos restos se incorporaron, adquirieron una nueva luz, esos otros, los de la Antigua Roma, los de los ligures, los de los etruscos.
Surrealismo y realismo unidos
A los críticos les gusta subrayar lo circense como la fuente surrealista que fue dándole a Fellini su peculiaridad entre los neorrealistas, pero lo mágico y misterioso ya estaba ahí sin necesidad de tanto artificio, en esa mítica, pero también hogareña cueva en la que vivía Cabiria (algo que también guarda ecos con la pequeña guarida de chapas construida por Arthur, el protagonista de La Chimera, al costado de un puente). En Accattone (1961), Pasolini (posiblemente el mayor demiurgo de los escombros) hacía que del relato de un vividor bastante deleznable emergiera un universo onírico que también se construía con los ecos de esos edificios destruidos que mostraban sus reparticiones y distintos empapelados como una caja de muñecas desmontada. Y en Ossessione (quizás la primera película neorrealista de la historia) Visconti también hacía hablar a lo cuasi derruido del extrarradio suburbano su propio dialecto mágico.
La Italia de La Chimera es un país doble, uno construido encima del otro, para el que para conocer el pasado sólo es necesario mover un poco de tierra y descubrir otro suelo que espera entre la naturaleza y lo aparentemente banal. Arthur no es el líder de los Tombaroli, pero todos existen y funcionan alrededor de su particular don: el alto y desgarbado inglés es como un contador Geiger humano, capaz de sentir en su cuerpo entero las vibraciones o presencia de criptas y otros terrenos históricos.
A los logros de esta picaresca se le superpone otra historia más personal y tortuosa, que es la desaparición (o quizás muerte) de su novia. Cuando sale de cumplir un período bastante corto en la cárcel, vuelve a lo de su exsuegra, un palacio venido a menos en donde se usa el mobiliario para mantener encendidas las estufas de leña. A la legión de hijas que cuidan de la señora se le suma Italia, una estudiante de canto que en realidad —sabiéndolo o no— oficia de criada. Lo tentador sería pensar la parábola del encuentro de ella con Arthur como una historia romántica, pero su vínculo es mucho más metafórico que físico. El nombre que lleva la criada es bastante evidente: ella es una metáfora moral e histórica del país, alguien apartado y alejado por una aristocracia en decadencia, que vive de incógnito teniendo que ocultar a sus hijos (uno de ellos negro, como esa mezcla con África que Italia siempre se ha empeñado en dejar fuera de los libros oficiales).
Cuando descubre a qué se dedican los Tombaroli, Italia huye indignada, como si el saqueo fuese sobre ella misma, pero Arthur queda poseído en ese frenesí excavador. Es gloriosa la escena en la que, por pura casualidad, luego de una noche de juerga, encuentran en una playa industrial un auténtico santuario subterráneo. Desde Indiana Jones y Ali Babá hemos visto un montón de cámaras de tesoros, llenas de joyas, monedas, estatuas y otros objetos de inestimable valor. Sin embargo, estos lugares siempre se sienten como una copia, una mampostería, un objeto cuya única función es hacer alusión a otro. Cuando los Tombaroli descienden al interior semiacuático de la tumba de la diosa de los animales, las ofrendas, la estatua principal y, sobre todo, la forma de filmarla hacen sentir como si aquello fuese un auténtico descubrimiento, algo milagroso recién captado por la cámara, igual a la revelación de los amantes tapados por la lava del Vesubio que aparecían en Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1954).
Hay algo extraño ahí, que la mayoría de los directores apenas atisban a tratar de lograr, que es dar una dimensión áurea real a un objeto inventado. Tal como Viktor Shklovski cuando dice que el arte existe to make the stone stony (para hacer a la piedra pedregosa), al momento de ver esa Cibeles de Etruria sentimos una turbación, la certeza total, casi táctil, de que aquello es algo invaluable.
No es distinto a lo que sucedía con las piezas de orfebrería mayas y aztecas en Museo (2018) de Alonso Ruizpalacios, una película que debería ser considerada hermana de sangre de La Chimera. En Museo un veterinario que trabaja de forma honoraria en el Museo Antropológico del DF un día pira y elabora un plan para robar unas piezas invaluables de una colección. El gran problema que se establece ahí es cómo lo invaluable se vuelve, de cierta manera, invendible. Ambas comentan sobre el colonialismo y el patrimonio, pero también complejizan la relación originaria de los países con lo aparentemente “autóctono” de sus objetos (es decir, la historia y la cultura en sí vista como una compleja maraña de dobles y triples saqueos).
Alice Rohrwacher hace que en La Chimera todo, hasta lo más cotidiano, entre en ese juego de sombras con lo artístico y lo pasado. Incluso en el primer minuto de la película, cuando Arthur les dice a tres mujeres que comparten su vagón de tren que tienen rostros que parecen de otra época, de cuadros de antaño, nos damos cuenta de que no sólo tiene razón, sino que casi todos los personajes de la película comparten esa fisicalidad que parece salida de un largo friso de la historia de Italia.
Alice sigue el camino de ese hilo de Ariadna que tironea Arthur. Se sumerge con él en sus catacumbas, navega sus ríos subterráneos, taconea sobre sus mosaicos y halla otro hilo (un hilo de luz) donde sólo había oscuridad.
La quimera. 130 minutos. En Cinemateca.