La canción de autor uruguaya tiene una serie de sellos identitarios. Cierta inclinación hacia la música de raíz, pero con una intención de experimentación explícita que no desestima otras influencias. Una especie de chuequera, de abordaje cubista que produce en una primera recepción más de extrañeza que de cobijo. Y también parece haber una intención orquestal de resolver de manera minimalista: ya sea por convicción o por falta de recursos, las canciones se arreglan de forma grandilocuente, pero se ejecutan con lo que está a mano. Por ese tobogán se han lanzado con mayor o menor osadía Eduardo Mateo, Jorge Lazaroff, Leo Maslíah, Rubén Olivera, Fernando Cabrera, Estela Magnone, Fernando Ulivi y Rossana Taddei, entre muchos.

La cantautora Viviana Ruiz es parte de ese linaje y se percibe recalando al azar en cualquier surco de sus dos trabajos discográficos: Madreselva, de 2021, y el recientemente editado Añil. Además, es docente de Historia y trabaja desde hace un buen tiempo en dos de los más prestigiosos archivos musicales de nuestro país: el Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán y en la actualidad en la Fundación Archivo Aharonián-Paraskevaídis. Estas pistas ajenas a la canción no son un ornamento farandulero, sino que ayudan a visualizar el panel de herramientas que habita en el laboratorio musical de la artista oriunda de Lagomar.

Un universo propio

Añil es ese color entre el azul y el violeta que tal vez sólo hemos hecho palabra en la escuela, cuando nos enseñaron teoría de la luz y su efecto más popular, el arcoíris. Por esta razón, aunque todo el arte del álbum, creado por Federico Ruiz Santesteban, sean fotos añiladas sobre un impoluto fondo blanco, es decir, monocromo, sólo pensar la palabra libera la sinécdoque con la que se nos viene la imagen del arco multicolor. En su cuenta de Instagram la artista agrega: “Añil: palabra que refiere también a un pigmento obtenido de algunas plantas muy específicas y al proceso de creación de ese pigmento para el teñido de telas, algo así como un ritual transmitido de generación en generación. Añil: en algunas culturas, un color cargado de significados relacionados con la sabiduría, la intuición y el misterio. Añil: una palabra que se parece bastante a la música, ese lugar de cruce un poco indescifrable entre sabiduría, intuición y misterio”.

Si bien en los dos discos de Ruiz hay señas claras de su identidad, este es más montevideano, “ya está parado acá”, como confesaba en referencia a su actual domicilio. “Bienvenido”, la canción que lo abre, funciona como un estuario donde se mezcla un aire folclórico evidente en el pulso sincopado del bombo legüero de Ana Chacha de León y el fraseo tanguero del bandoneón de Abril Farolini. Según la artista, lo importante era “no atarse a ningún formato” y “ver qué pide la canción”. Para ello contó con la parcería de Diego Janssen en la producción, quien a esta altura es una referencia en ese oficio por momentos invisible del estudio de grabación.

“Ahora que te miro y te reís/ Ahora que es más fácil despertar/ Que trajiste calma por aquí/ Y la calma se quiere quedar”. Aunque el título sirve como apertura, lo que hace aquí Viviana es bienvenir un amor, así de simple y universal, como una cronista de lo cotidiano, idea que atravesará la obra y que termina de leudar con los videos disponibles en plataformas realizados por Nicolás Macchi, quien además está a cargo de los contrabajos del disco.

El espíritu celebratorio se sostiene en “Canción de primavera”, que navega entre la intención milonguera de la mano derecha y el ropaje de una orquesta que tironea hacia el trópico, como un calipso con vista a la Isla de Lobos. Sobre esta arquitectura lanza versos como refranes con una unidad conceptual, pero que funcionan con independencia. Hay algo de “Frontera” de Jorge Drexler o “La rastrojera” de Marcos Velásquez, por nombrar dos. “Hay coplas cargadas de adorno/ que conversan sin sentido/ Hay un gesto que es más tímido y simple que quiere asomar”.

Los tonos mayores se imponen en todo el trabajo, pero las pátinas no siempre tiran a lo festivo: hay otros colores, por ejemplo, “Añil”, el tercer surco y el elegido para nominar la obra, que no es otra cosa que un toco, ese ritmo creado por Eduardo Mateo y sus compinches y que aquí late en las congas de Ernesto Díaz. Como ordenadas en pares, “Añil” marida bien con “Palomita”, una vidalita con intenciones de despegar. Como decía el maestro Ayestarán, más que una forma es una fórmula, y lo importante termina siendo eso de repetir “vidalita” como si se conversara con el género. Cuanto más despojado y más se arrima a lo criollo, más se evidencia y se luce la guitarra eléctrica de Ruiz.

Las canciones de la segunda yunta son tal vez las más oscuras, o las más añiles. En “Carmela Casaña” reconstruye una historia “un poco real y otro poco imaginada” a partir del periplo de su bisabuela. Aires cabrerianos –en esto del relato histórico– sobre un colchón de ritmo construido a partir de las programaciones de Janssen y la percusión de Ana de León. Y en “No hay lugar” alcanza el abisal a partir de una crónica cruda. “En esta casa acá/ no hay lugar/ el ruido la moto que anda/ de noche la cuadra cambia/ la humedad/ el frío afuera, acá la humedad/ de nuevo se escuchan tiros/ entrá que empiezan los tiros/ andá/ prendé la tele, andá”. La más gringa de las músicas del álbum se va armando sonido a sonido, acompañando la tensión ascendente de la historia hasta el abrupto desenlace. No hay panfleto ni moralejas cuando nombrar alcanza.

En el cierre otra vez navegamos la superficie y vuelve el espíritu celebratorio del inicio. “Vieja confianza guardada/ siempre me fuiste encauzando/ siempre hilvanaste los pasos /quedate atenta por si preciso, por si me pierdo”, canta en “Despegue” a banda completa, como en “Vi la vida”, que pone el punto final y donde luce el arreglo coral interpretado por la cantante.

En este pequeño universo Viviana Ruiz explora variados lenguajes cancionísticos y da cuenta de su talante para abordarlos. Fresco, profundo y turbulento como un arroyo, y también luminoso, como cuando el sol refleja en la oleada. Son ocho canciones, poco menos de 24 minutos, pero contiene tanta información como para perderse horas en sus estantes y recovecos. Como en un archivo, basta con abrir un fichero para que se forme el arcoíris.

Añil, de Viviana Ruiz. Ayuí, 2024. En plataformas.