Por muy distintos motivos –empezando por las subjetividades de los firmantes–, la serie estadounidense Succession, que se emitió de 2018 a 2023, y la novela uruguaya Mugre rosa, publicada en 2020, tienen bastante que decir sobre el quinquenio que termina.
La que nos mantuvo ansiosos los domingos por la noche
Netflix nos acostumbró a esa práctica de que las temporadas se vuelcan enteras en un mismo día, en el mismo momento. Las nuevas generaciones ya se acostumbraron a que así se estrenan los episodios de las series, más allá de que luego los consuman en forma de atracón o dosificados en el tiempo. Esto no elimina el tradicional boca a boca, ya que podemos seguir recomendando títulos a nuestros compañeros de trabajo o de estudio. Sí atenta contra aquella sensación comunitaria de que estábamos todos siendo testigos de algo importante, al mismo tiempo. Ahora es “¿Viste esta serie?”, pero antes era “¿Viste lo que pasó anoche en esta serie?”.
El momento perfecto para la chispa de las conversaciones del lunes era los domingos de noche, donde históricamente HBO estrenaba sus series que eran premium dentro de lo premium (agradezcamos que en nuestro país la señal siempre formó parte del paquete básico de la televisión para abonados).
A comienzos de este siglo, perderse un episodio de Los Soprano significaba revisar la guía de programación (¡en papel!) para averiguar cuándo lo repetirían. Una opción era verlo antes del estreno del episodio nuevo, pero debido al horario de protección al menor, muchas veces lo daban con censura. Lo que había entonces no era una necesidad, pero sí una urgencia, antes de que el episodio desapareciera y hubiera que esperar a alguna reposición de temporada o a la edición en DVD.
Los tiempos cambiaron; los episodios se estrenan al mismo tiempo en “televisión” (ya ni sé cómo llamarlo) y en streaming. No hay urgencia en cuanto a perdérselos, aunque ahora el miedo sea que un tuitero en Siberia te queme el final del episodio gracias a una imagen burdamente editada en Photoshop. Están, estamos, aquellos que no queremos quedar afuera de lo que está ocurriendo en materia televisiva. Sucedió, por ejemplo, con el fenómeno global de Juego de Tronos y La casa del dragón. Y sucedió, en mucho menor medida (porque las cifras de audiencia ni se comparaban), con la que, para mí, es la mejor serie de los últimos cinco años. Y una de las mejores series de toda la historia. Los resultados pueden variar.
Succession fue una creación de Jesse Armstrong, cocreador de Peep Show y guionista de The Thick of It (búsquenlas). Inspirado por la familia Murdoch pero limando los números de serie para escapar de sus sanguinarios abogados, Armstrong inventó a la familia Roy, su imperio de los medios de comunicación y su drama cortesano que se dispara a partir del inminente retiro del patriarca Logan Roy del puesto más alto de la compañía.
Desde el primer episodio nos enfrentamos a un drama con tintes shakesperianos (¿acaso no todo drama los tiene?) encabezado por tres de los hijos de Logan Roy, quienes, dependiendo de la dirección en la que sople el viento de las acciones y la opinión pública, se rebelan contra su padre o vuelven corriendo a él como niños que se mearon encima.
Armstrong y su grupo de guionistas construyeron, durante cuatro temporadas y 39 episodios, un mundo de adquisiciones hostiles, traiciones, escándalos y personas que se encargan de ocultar los escándalos, o al menos mitigar el impacto de dichos escándalos en la siguiente apertura de Wall Street. Todo seguido de cerca por una cámara tan ansiosa como quienes tenía delante.
Un elemento fundamental, que a veces puede ser parteaguas a la hora de disfrutar la serie, es cierta fragmentación narrativa de sus guiones. Hay elementos que están presentes aunque no se ahonde en ellos, algunos que entran y salen del tronco de la historia, y otros que cambian de un episodio a otro sin que hayamos sido testigos del cambio. En ese sentido le encontré similitudes con la obra de Grant Morrison, guionista que en sus historietas juega con los espacios negativos narrativos, permitiendo (u obligando) a los lectores a reconstruir imágenes con un puñado de piezas del rompecabezas, a veces sabiendo la forma de las piezas ausentes. Si es que eso tiene sentido. Pero bueno, el sinsentido también es muy morrisoniano.
La serie llegó en el punto justo de capitalismo salvaje en el que las empresas más grandes toman decisiones a cortísimo plazo, en votaciones anónimas de sus accionistas, sin importar lo que suceda con ese cada vez más esquivo unicornio llamado clase media. Reflejaba (a su manera, combinando tres o cuatro espejos) lo que estaba ocurriendo con Fox News y su construcción de realidades en esta era de la posmentira. Y si bien el lobby, el manoseo de candidatos y la cobertura electoral no le son ajenos a la ficción, nunca estuvieron retratados con tanta crudeza ni por un elenco que les sacara tanto provecho.
Fueron decenas de actores y actrices que lo dieron todo, pero es imposible evitar la mención a Jeremy Strong en el papel de Kendall Roy. Más allá del cotilleo, debido a su forma inmersiva de construir al personaje, su actuación llevó a la creación de uno de los personajes más ricos (densos, complejos, tridimensionales) en la historia de la televisión.
Como cereza de esta exquisita torta, estaba la presentación con un pianito al que estoy extrañando tanto como al resto de la serie. Si me dan medio manijazo, cancelo alguna fiesta familiar y me engancho de nuevo con una familia que (créanlo o no) tiene más traumas que la de ustedes o la mía.
IA
Memoria y ficción
Mugre rosa fue una novela muy reconocida: en 2021 ganó el premio Sor Juana Inés de la Cruz en Guadalajara y aquí en Montevideo, el Bartolomé Hidalgo y el Premio a las Letras; en 2023 su versión en inglés, a cargo de Heather Cleary, fue distinguida por el PEN Translates británico y en este año que ya se va fue nominada al National Book estadounidense. Son galardones que suponen no sólo una gran evaluación crítica, sino también –aunque nadie habla de un bestseller– de una circulación respetable.
La novela está narrada en primera persona por una mujer que cuida a un niño con un trastorno grave en una ciudad semiabandonada debido a una pandemia. De acuerdo al jurado del Sor Juana (Ave Barrera, Andrea Jeftanovic y Eduardo Antonio Parra), es una obra “capaz de mirar con valentía el vacío, que también trata con ternura los temas centrales de la definición de lo humano como la enfermedad, la incertidumbre, la empatía y el dolor” y “aborda con un lenguaje depurado un mundo amenazado por la extinción de la naturaleza, y desarrolla atmósferas enrarecidas e imágenes inquietantes”. Mucho de lo que se ha escrito sobre Mugre rosa coincide en esta apreciación de la ambición temática y del estilo particular de Trías para abordarla.
Es innegable que también jugó a favor de la gran recepción de la novela su aparición al inicio de la crisis sanitaria que provocó el covid-19. Hubiera habido muy poco tiempo para preparar una obra de tal complejidad tan velozmente, y por si hiciera falta, Trías aclaró en numerosas ocasiones que había comenzado a prepararla con mucha anticipación. Se celebra entonces una historia premonitoria, una sintonía fina para captar débiles señales de avanzada, una bienvenida coincidencia.
Lo anterior justifica y ayuda a entender el prestigio internacional de Mugre rosa. Creo, además, que la novela tiene algunas virtudes extra para los connacionales de Trías, o para quienes padecimos los años de coronavirus en Uruguay. La historia no está ambientada exactamente en Montevideo, porque hay pequeñas alteraciones en los nombres y la geografía, pero se trata de un lugar que la recuerda enormemente: el Hospital de Clínicas, el barrio pudiente Los Pozos, el puerto brumoso y, sobre todo, la Rambla, esa larga avenida costera que llamamos así casi exclusivamente en esta zona del mundo.
Aunque se transmite por el aire, como el covid, la peste de Mugre rosa llega desde el mar y provoca desplazamientos masivos (“los ricos en sus estancias o casonas sobre las colinas, los pobres desbordando las ciudades del interior”). Así, la imaginación de Trías desestabiliza la noción de que las zonas más privilegiadas, al menos desde la Rambla Sur hasta la Barra del Chuy, son y serán aquellas más próximas al agua, en un juego indirecto con ansiedades ambientalistas en las que resuena el crecimiento del nivel de los mares a causa del calentamiento global.
Pero, sobre todo, creo que esta novela indirectamente montevideana contribuye de manera excepcional a mantener la memoria de lo que ocurrió aquí durante la pandemia. Hay otras escrituras que también lo recuerdan, como las crónicas de Manuel Soriano (reunidas en el libro Las cosas que veo) y la antología Cuentos de la peste editada por Fin de Siglo, y no es imposible que con el tiempo esas y otras obras no necesariamente literarias consigan parte del impacto que logró Mugre rosa. Pero ahora, lejos de la inmediatez pero con la marca emotiva todavía fresca, me es difícil pensar en otro abordaje artístico que mantenga viva la oscuridad y el ahogo de aquellos años.
Se trata, después de todo, de confrontar relatos. Desde la política partidaria se impuso la idea de que se manejó la crisis sanitaria de la mejor manera posible, y hay una especie de acuerdo tácito en olvidar lo que ocurrió en abril y mayo de 2021, cuando las muertes por covid-19 alcanzaron cifras récord. Por si hace falta un dato, en la tercera semana de mayo, Uruguay fue el país con más fallecidos por habitante del planeta: 115 por millón. Los asesores científicos habían advertido lo que iba a ocurrir y recomendaron reforzar los cuidados, pero el gobierno no tomó medida alguna.
Mugre rosa, por supuesto, no se mete en detalles tan específicos, pero el clima siniestro que describe nos ayuda a retener esa cuenta pendiente. Después de todo, es uno de los poderes de la literatura: nombrar de manera oblicua aquello que no estamos preparados para enfrentar –sea algo que haya sucedido o que esté por suceder– y hacerlo perdurar hasta que llegue un momento más favorable. Ficción y verdad no son opuestos.
JGL