Nat Cardozo nació en París en el exilio de sus padres y volvió a Uruguay siendo todavía una niña, y luego estudió ilustración en Barcelona, en la Escola J Serra y Abella, en 2009. En 2018 decidió dedicarse a la ilustración, después de explorar extensamente en diversas disciplinas artísticas, y se dedica de lleno a ello, afincada en el medio nacional y siempre con un ojo atento a las grandes ferias internacionales para poder mostrar su trabajo.

Ganó el Bartolomé Hidalgo, que otorga la Cámara Uruguaya del Libro, en los dos últimos años –por Alboroto animal, junto con Karina Macadar, en 2022, y por Margaret y la flor de la luna, con Cameron, en 2023–, que se suman al premio en el concurso Poemas de la oficina, de Mario Benedetti, y el segundo premio en la modalidad Narrativa Infantil y Juvenil del Premio de Ilustración que otorga el Ministerio de Educación y Cultura, ambos en 2019.

Con un estilo que privilegia el detalle y la naturaleza como tema recurrente, Cardozo ha recorrido diversas técnicas entre las que se destacan el bordado y el pirograbado, en un trabajo que se caracteriza por ofrecer un universo para recorrer, perderse y fascinarse. Recientemente publicó Origen en la editorial hispanoargentina Libros del Zorro Rojo, que presenta “una mirada sobre los pueblos indígenas y la naturaleza que habitan y los habita”. Cardozo habló extensamente con la diaria sobre este título y sobre su trayectoria.

Naciste en Francia. ¿A qué edad viniste a Uruguay?

A los tres. Nací en Francia, de padres exiliados, y cuando pudimos volver vinimos para acá, y después a los 16 me fui a España y ahí estudié bachillerato artístico. Iba a hacer Bellas Artes y no me gustó, cómic y no me gustó. Me fui a vivir sola a Francia, después a Australia y recién a la vuelta de Australia dije “lo mío es la ilustración, y si no lo hago voy a ser una infeliz”, y volví a España para estudiar ilustración. Cuando di con la ilustración descubrí que era definitivamente mi lenguaje y lo disfruté. El curso era muy intensivo y lo hice poniendo toda mi energía, sabiendo que esa era la base de mi formación. Cuando estaba terminando la carrera, en 2009, me llamaron de Barcanova para publicar un libro, yo todavía era estudiante. A ese libro le fue muy bien, pero me asusté porque necesitaba saber qué quería contar con la ilustración, necesitaba tener más experiencias que me permitieran sacarle el jugo. Después de muchas idas y vueltas, en 2018, cuando más o menos me reacomodé, decidí arrancar de nuevo sólo con ilustración. Con Caro Curbelo y Cecilia Bertolini encontré la punta de la madeja, porque no conocía a nadie.

¿Cómo fueron esos comienzos?

Mi formación iba muy abocada a la ilustración editorial. Los talleres que hice con Rebeca Luciani, Mariona Cabassa y Jorge Sender en España apuntaban a la ilustración de libro álbum. Siempre fui hacia ahí naturalmente porque mi vínculo con los libros estuvo desde siempre y es lo que me ha llamado la atención, me tiraba naturalmente hacia ahí. Después, Ceci Bertolini se enteró de que yo iba a ir a Bolonia y me unió a un grupo que se estaba armando con gente que iba a ir. Hice con ellos un taller con Mónica Weisz de preparación de libro álbum. Yo ya tenía un libro que había hecho con un amigo y era lo que iba a llevar, y Mónica Weisz me sugirió que hiciera algo más novedoso. En ese tiempo, que fueron un par de semanas, armé otra cosa que en ese viaje a Bolonia me sirvió de carta de presentación. Después seguí yendo e intentaba ir siempre con material nuevo y con algún proyecto. Siempre quise trabajar acá pero con un pie afuera. Nunca quise que mi carrera dependiera de la actividad local. Quería tener esa libertad, esa apertura, ver qué pasaba afuera. Porque yo también soy así, ese mix.

Y es un camino que está siendo bastante productivo para distintos ilustradores.

Ese vínculo lo fueron construyendo antes de que yo llegara un grupo de personas entre las que estaban Omaira Rodríguez y los ilustradores, entre ellos Alfredo Soderguit, Seba Santana. Ese trabajito de hormiga al final es el que da frutos. En estos mercados es fundamental porque no es algo inmediato todo lo que uno hace. Y tengo esa mentalidad de apostar a mediano y largo plazo, ir construyendo de a poquito una red afuera, basada en la constancia: ir a todas las ferias que pueda para ir aprendiendo lo más que pueda e ir conociendo gente. Son como las capitas de la cebolla: vas a todas las ferias y eso inevitablemente te va abriendo puertas y vos a su vez vas sumando en otros lugares.

¿Cómo surgió la idea de Origen?

Es lo más personal que he hecho hasta ahora. Surge de la historia de mis padres, que al ser exiliados políticos marcaron en mí muchas cosas. El contraste de las familias: vienen de contextos socioeconómicos casi opuestos y se admiran mutuamente por eso, por poder preocuparse por lo que pasa más allá de ellos, de sus realidades. Eso es algo que admiro muchísimo. Cuando llegamos a Uruguay estos contrastes me marcaron mucho. Por ser francesa, yo era becada en el Liceo Francés, que es un colegio muy elitista y entonces estaba en Carrasco. Después iba con la familia de mi papá o con la familia de mi mamá, en ese contraste permanente, y en el Liceo Francés también había otros becados como yo, pero eran otros perfiles, con los que yo también me crie. Mi mamá como asistente social trabajó durante muchos años como directora del Club 5 en La Cruz de Carrasco, que estaba en pleno corazón del cantegril, y a mí me encantaba ir, me encantaban las actividades que hacían. Me daba mucha curiosidad genuina, respetuosa y amorosa esa manera tan diferente de lo que yo conocía y por qué. Por otro lado, mi padre daba clases de dibujo técnico en la UTU en Maroñas, en otros barrios. A mí me encantaba acompañarlo. Todo eso me generaba muchas preguntas. Cuando cenábamos era el momento de la charla, entonces se hablaba mucho de política, de actualidad, de sociedad, de historia, y cuando había preguntas más complejas o más específicas, nos derivaban a las bibliotecas, porque estábamos rodeados de bibliotecas. Pero había preguntas que me quedaron, que nunca supo contestar nadie: de dónde salía esa desigualdad, cómo surgió, cuál es el origen de esas diferencias. Fue tan así, que esas preguntas también me marcaron en la perspectiva ecológica, había algo ahí que no me terminaba de cerrar. Más adelante, cuando estaba estudiando bachillerato artístico, mi trabajo de fin de curso se titulaba “El mundo: un desarrollo desigual”, y fui en busca de eso. Cuando me acerqué a estudiar sobre los pueblos indígenas se me abrió un universo en el que todo tenía sentido. Empecé a vibrar con las respuestas de cómo ellos perciben muchas cosas: la manera de entender el mundo, la manera de entender cuál es nuestro lugar dentro de ese mundo. Y vi claro que hay un tema de desconexión: desde el momento en que nosotros nos desconectamos, nos sentimos superiores, se generó un enorme desequilibrio, que tiene momentos precisos, históricos, de cuándo sucedió eso, concretamente desde Europa. Todo eso generó más búsquedas y más deseo de saber. Este libro significó canalizar todas esas preguntas, toda esa angustia y todos esos caminos que fui recorriendo para llegar a algo que tuviera sentido. Lo que quería materializar en este libro es eso: hay otras formas de vivir. Salir de lo preconcebido y cuestionarnos, porque el sistema evidentemente no nos funcionó, no le funciona a todo el mundo y, sin embargo, vivimos en un planeta inherentemente abundante. Evidentemente eso lo tenemos que revisar. Un poco el libro es eso: cuestiona las decisiones que tenemos que tomar para adelante, pero desde un punto de vista de esperanza; me parecía que desde ese lugar positivo era más eficiente la función que podía cumplir.

En ese abanico de distintos pueblos hay algo en común, una manera diferente de vincularse con la naturaleza, con el medio, con la vida.

No se trata de romantizar ni de plantear que son perfectos, ni de que uno aspira a vivir como ellos, sino de no dar por hecho que tener muchas cosas hace que nuestro sistema de vida sea mejor. Lo que ves es que tienen menos cosas pero tienen más espacio para juntarse, vivir en comunidad, colaborar con la comunidad, cómo se cuidan unos a otros, cómo consiguen el alimento. Hay un preconcepto de llamarlos “primitivos” que invisibiliza cualquier aprendizaje valioso que puedan aportar, y me parece que es eso lo que hay que revalorizar. Es necesario amplificar esas voces que existen y que tienen mucho para decir. Por eso el libro tiene ese tamaño, los rostros te están mirando a los ojos y te están contando cómo es su mundo y al mismo tiempo te están preguntando con esa mirada.

Otra cosa que es interesante es esa unión entre el entorno y la persona, que son una misma cosa.

Es algo que me llama mucho la atención: qué habita dentro de cada uno, qué hay piel adentro, de qué nos nutrimos, qué hacemos. Es como la leyenda [cherokee] del lobo blanco y el lobo negro: qué estás alimentando. Los pueblos indígenas están completamente inmersos, son parte de su cuerpo, de su familia, son uno con ese entorno, y desde ese lugar se habilita a muchas cosas. Nosotros cortamos con esa conexión, pero hay algo que nos está habitando, no somos estériles, entonces ¿qué es eso que nos habita? Puede ser lo del niño gris [de la imagen que cierra el libro] o pueden ser mil otras cosas. La pregunta “qué te habita” es importante y es volver al origen: dónde está nuestro origen, qué nos conecta a todos, porque no es que ellos están conectados porque aprendieron algo distinto y nosotros no: lo olvidamos y tenemos muchas distracciones, pero, queramos o no, seguimos de alguna forma conectados, nada más que es una conexión muy inconsciente.

Hubo mucho de investigación de corte antropológico.

El trabajo con las asesoras fue como un examen que di después sobre todo lo que había buscado: era necesario determinar si estaba bien o había cosas que corregir. Era mucho el riesgo y había datos que era necesario contrastar. Yo soy ilustradora, punto. Me encanta investigar, pero tengo cero metodología, así que fue una búsqueda de hormiga: por dónde arranco, dónde están esos pueblos, cuántos pueblos hay. Estamos hablando de más de 5.000 pueblos indígenas que existen en el mundo. Todo esto fue antes del trabajo con la editorial. Me propuse hacer una lista de criterios: que estén repartidos en el máximo de continentes posible con el máximo de ecosistemas posible; que la mujer tenga un lugar de equidad; que realmente estuvieran holísticamente conectados con la naturaleza; que hubiera suficiente información, porque en algunos casos es muy difícil acceder o hay muy poca información, como por ejemplo los de nuestro territorio, para mí no era suficiente; y que al menos una buena parte de su población siga viviendo como antaño. A partir de eso empecé a buscar. Leía un montón de tesis de antropología, iba a atlas, y algo que ponderé muchísimo, que para mí era fundamental, era poder tener las voces de los pueblos indígenas, es decir, que hubiera entrevistas directas. Era muy importante para mí porque la antropología la agarraba mucho con pinzas porque a lo largo de la historia ha sido muy eurocéntrica. Con el tiempo me fui dando cuenta de que básicamente estaban divididos en tres grupos: cazadores recolectores, agricultores que trabajan a nivel comunitario, y matrilineales, que eran combinables entre sí. Si yo hubiera sabido eso desde un principio, me hubiera ahorrado meses de búsqueda, pero el que no tiene ni idea… Leí un montón, páginas y páginas, tenía de a 100 páginas abiertas, una locura de carpetas, todo dividido, separado. Después tenía que asegurarme de que esa información estuviera bien, porque hay mucha cosa mal contada que después se reproduce muchas veces. Fueron muchos meses y por momentos era tan abrumador que me preguntaba cómo iba a hacer para manejar todo eso, darle un orden.

¿Cómo te contactaste con la editorial?

Cuando tenía el concepto clarísimo y diez ilustraciones, me fui con las tablitas [de pirograbado] a Bolonia. Mi idea era presentárselo a editoriales que hiciesen libros de no ficción, pero es muy difícil encontrar cuáles y qué hacen específicamente, porque son un millón. Estaba Zahorí, no me respondió nada. Me fui sin citas, que es lo que suelo hacer, y después las consigo ahí. Al primero que fui fue Zorro Rojo y lo vio Fernando [Diego García], que justo estaba ahí. Lo que sucedió ese día fue magia, porque es muy raro que estén los directores editoriales o los directores de arte, normalmente están los que se encargan de venta de derechos. Pero además no te atienden sin cita, y menos a los ilustradores. A Fernando le conté el concepto medio por arriba, y como es bastante complejo me preocupaba que me entendieran lo que quería transmitir. Le gustó, me dio la tarjeta y me dijo que lo tenía que hablar con su equipo. Después se lo propuse a Zahorí Books y les encantó, hablé con el de Flying Eye Books y me dijo que era lo mejor que había visto en la feria. También hablé con Rue du Monde. En todos los casos hablé con los directores editoriales: se sentaban y miraban las tablitas, me escuchaban, dedicaban un montón de tiempo… Me aparté y me senté a llorar porque había logrado que llegara. Vos no tenés idea, vos hacés, pero de ahí a que le llegue al otro es algo que no te compete, no tenés idea de cómo lo va a recibir. Ese viaje fue una locura. Después tuve que elegir.

Participa además, en la edición de los textos, María José Ferrada.

Lo de las antropólogas y María José Ferrada surgió mucho después. Los textos los hacía yo, pero no soy escritora, había que editarlo literariamente para que fuera atractivo para los niños, era como terminar de acomodarlo. Me lo daban de vuelta, acortado a la mitad, y como me modificaban cosas yo volvía a escribir todo el texto. Pasaba mucho también que al cambiarlo a una forma literaria había cosas que cambiaban de sentido y no estabas contando la realidad, entonces yo tenía que volver a las carpetas para revisar. Fue un trabajo inmenso. Por otra parte, nada se podía dejar al azar, por ejemplo, en la fisonomía de los rostros… La parte de ilustrar cuando ya tenía el dibujo a lápiz hecho en la tabla y ahí ponerme a pirograbar y pintar era la única parte casi intuitiva, pero también tenía que investigar los ecosistemas. En el camino me iban surgiendo desafíos a lo largo de todo el proceso. Yo llevé diez que eran muy distintos –los tuareg que son del desierto, los moken que son del mar, los yanomami que son de la selva tropical– y podía ir variando, pero llegaba un momento en que tenía cinco o seis selvas tropicales: no podía hacer los seis iguales.

Al mismo tiempo la ilustración tiene esa fascinación del detalle.

El detalle es algo muy identitario mío, creo que tiene que ver mucho con cómo me relaciono con el mundo y con cómo veo el mundo, desde lo macro y desde lo micro. Los términos medios, que es donde vivimos todos, no los veo: no sé en qué día vivo, no me voy a acordar nunca de los nombres de las calles. Pero en el detalle o en el macro de mirar esos temas es la forma como me aproximo naturalmente. Me parece fascinante todo lo que sucede en un cuadradito de diez por diez centímetros de tierra, todo lo que está pasando ahí y cómo se extrapola al universo. Eso me fascina. Yo creo que eso está en los dibujos, de alguna forma.

Quería también hablar de tus otros libros. Este año fue premiado Margaret y la flor de la luna.

Es un texto de Julia Ortiz que ella había escrito para su hija, era la primera vez que ella era a la vez autora y editora. Cuando me lo propuso me atrajo que la protagonista era una mujer empoderada de la época, me parece tremendo ejemplo de un montón de cosas, una inspiración absoluta. Cuando leí la historia dije “obvio que quiero”; tenía una semana tranquila en medio de un año loco y me planteé hacerlo en pirograbado, en tablas. Al final estuve un año y medio. Fue divino todo el camino para hacer el libro, la atmósfera que se quería crear. Le pregunté qué quería transmitir y me dijo “quiero que sea esa selva que te explica cosas, que está viva”. Por ahí vino el tema del color. Fue el primer libro en el que me arriesgué a hacerlo en pirograbado a tamaño natural.

¿Ahora tenés algo entre manos?

Estoy haciendo un libro para la editorial inglesa Magic Cat, sobre dinosaurios. Participé en el libro 197 historias; es un libro que se está haciendo que es sobre los desaparecidos para niños y jóvenes acá en Uruguay, en el que todos trabajamos en forma honoraria y todo lo que se recaude va a ir para las familias. Me tocaron dos retratos: Juan Pablo Recagno y Casimira María del Rosario Carretero Cárdenas. Siento que son cosas en las que tengo que estar. Por otro lado, estoy ilustrando un poema de El Viejo Pancho para un libro en el que participamos diez ilustradores y es junto con Portugal que va a ser la próxima exposición. Y otro libro que hicimos con Karina Macadar; después de lo que pasó con Alboroto animal, nos pusimos por nuestra cuenta a hacer un libro y ahora estaba ajustando algunas cosas. Y después, lo que pueda llevar a Bolonia, que siempre necesito tiempo y espacio porque me gusta llevar algo nuevo. Quiero ver qué sucede después de Origen, me gustaría continuar eso porque son los temas que me mueven y que me interesan. Es un camino que es un inicio para continuar.