Las curiosas corrientes del tiempo han hecho que la cantidad de domadores de mamuts cinematográficos se haya reducido a dos: Christopher Nolan y Denis Villeneuve. Hay razones de sobra para compararlos, sobre todo por la tendencia cada vez más maximalista de ambos y por su puntilloso estilo audiovisual, pero un elemento los divide diametralmente.

Nolan parte de una reflexión o concepto base (frente al que se para con la deferencia y solemnidad de una revelación) y alrededor de él articula una gigantesca maquinaria, también movida por alguna regla interna de funcionamiento asociada a ese descubrimiento. Intenta llegar, en definitiva, a una especie de molécula helicoidal base en la que un concepto (moral o metafísico) y un recurso técnico se persiguen uno al otro hasta terminar de formar la estructura.

En el cine de Villeneuve, en cambio, las imágenes parecerían estar colocadas por delante del modelo, y luego, a partir de los planos, ciertas ideas gotean hasta formar algo que deviene en un concepto.

Casi podría decirse que mientras en la superficie del texto nolaniano hay letras, en Villeneuve hay ideogramas, y las películas decisivas en que se puede ver esta diferencia son Interstellar (2014) y Arrival (2016). En la primera, los viajes en el espacio, agujeros de gusano y distintos planetas son como una especie de stages de parque de diversiones que nos terminan por llevar de la mano hacia el concepto bastante new age de que el amor atraviesa tiempo y espacio. Por el contrario, el de Villeneuve es un film de lenta decodificación cuyo juego de tiempo y espacio está más unido a un drama personal de la protagonista que a una reflexión prefabricada o algún gran tagline. Así, en Arrival, tal como el lenguaje que intentan impartir los seres extraterrestres, la moral final del film es mucho más compleja y depende del ordenamiento de los factores.

Esta compleja identidad estética/narrativa es lo que vuelve a Villeneuve un director tan idóneo para un proyecto gargantuesco como Dune. Tal como había mencionado en la reseña del primer film de la saga, la concentración en la parte más abstracta de las sensaciones y las imágenes, más que dejarnos en una especie de desorientación, también va goteando hasta formar pequeños charcos narrativos que después se unen entre sí hasta extenderse como una gran superficie interconectada. Donde hasta el mismísimo David Lynch tenía que recurrir a intertítulos introductorios a lo Star Wars, Villeneuve presenta su universo in medias res, dejando que los mismos personajes con sus acciones, sus rituales y sus gadgets vayan enhebrando las tramas del film.

Dune 2 parte de donde quedó la primera, con Paul Atreides adoptado/semisecuestrado por los fremen luego de que los Harkonnen arrasaran prácticamente con todo su linaje, construyéndose así la paradigmática historia de noble descastado que vuelve al pueblo y aprende sus rituales para volver más fuerte que nunca. (Pequeña nota al pie de alguien que no leyó las novelas de Herbert: es sorprendente cómo, detrás de su complejísima red de nombres, dinastías e intrigas geopolíticas, Dune es la misma historia de siempre, el arquetipo del viaje heroico con subtrama de predestinación, pero con unos retoques de fascinación ecológica y guerrillera.)

(Segunda nota al pie de alguien que no leyó la historia de Herbert: si se continúa el apego a las reglas narrativas que obligan a cumplir con los augurios presentados, el fin apocalíptico que parece percibir Paul guarda un montón de relación, casi hasta estética, con el destino también prescrito de Daenerys Targaryen en Game of Thrones).

Todo esto pervive con un intrincadísimo culebrón de sangre real, dinastías y redes rizomáticas de controles mentales en el que cada detalle parece dispuesto como una serie de traiciones, traiciones de traiciones y traiciones de traiciones de traiciones que por momentos generan la fantasía de anularse entre sí.

(Leo esto que escribo y francamente la película parece un plomazo, pero sin embargo todo lo repetido y farragoso de la trama se disuelve en la fascinante maestría de Villeneuve.)

Naturalismo futurista

Un par de claves fundamentales del estilo Villeneuve: no hay nadie hoy en día que logre hacer los espacios tan espaciosos como él. En varios de sus films (como Arrival y Sicario) hay un uso del plano cenital, o incluso el plano más genérico de helicóptero, que te hace saber que estás ante una de sus películas como quien sabe que la fotografía de una montaña solitaria que siempre estuvo intocada en el mismo sitio es un auténtico Ansel Adams y no obra de otro fotógrafo.

En este manejo fascinante de la espacialidad hay una especie de reconquista cinematográfica del desierto que había quedado indisputada desde Lawrence de Arabia. La icónica doma del shai-hulud combina técnica y explosividad, y de golpe ves los implementos vibratorios que Paul utiliza para llamarlo y las cuerdas que lanza para enganchársele y por momentos se suspende todo tu descreimiento. Domar una lamprea que avanza levantando toneladas de arena a su alrededor se vuelve algo difícil pero asimilable, como querer subirse a un tren en pleno movimiento. Villeneuve hace que gusanos de arena gigantes se conviertan en ferrocarriles sin jamás hacerles perder su condición de gusanos.

Esto último queda sujeto a un concepto más amplio de la saga: toda la dimensión visual de Dune se decanta en un juego más abstracto de los elementos de tierra, agua, fuego y aire constantemente puestos en oposición. En esa dinámica, los fremen encabezan el elemento de la tierra –de la que emergen como una marabunta de hormigas de fuego–, mientras que los Harkonnen son seres del aire. Ya el primer enfrentamiento muestra esa proeza visual de reducir los complejísimos conflictos bélicos/políticos a un haiku de gravedades y alturas: los Harkonnen combinan sus pesadísimos trajes con un sistema de ventilación propio con una total ingravidez de movimientos tras la que descienden a las tierras de los fremen en busca de la explotación de la famosa especia. La misma nave que los deja también combina esta condición ambivalente entre la apariencia anquilosada y su cadencia de flotación, y cuando los fremen los emboscan, los rayos que despiden desde sus armas también tienen una cuestión sedosa, como de un bisturí que corta una tela de organdí. Y así, las primeras víctimas silenciosas del ataque rebelde se precipitan desde las alturas cayendo como pesadas bolsas de papa. Ahí, en un mismo juego de planos, Villeneuve logra hacer chocar las fuerzas de ocupación y las guerrilleras con movimientos horizontales y verticales, arriba y abajo, ingravidez y pesadez, todo en uno.

Fetichismos

Esta capacidad yinyanguesca también condice con el diseño de vestuario y de arte en general. Es conocida la discusión reciente que se erigió en el terreno de las adaptaciones de sagas de cómics en torno a si la búsqueda de un mayor realismo había despojado de su candor a la estética intrínseca de los superhéroes. Creo que el comienzo de la polémica partió, justamente, de Nolan y su acercamiento más práctico y realista al traje de Batman (más como una coraza que como la proyección homoerótica de músculos y tetillas provenientes de las fantasías de Joel Schumacher), pero después se terminó desplegando hacia Wolverine, Daredevil, Punisher y muchos más.

La belleza del diseño de producción y de vestuario de Dune, por el contrario, logra ser tan icónica como realista, uniendo de forma extraña ambos universos. La monocromía tanto de los fremen como de los Harkonnen no les impide concentrar un montón de detalles y arabescos que nunca parecen caprichosos, hasta animarse a derivaciones mucho más estéticas y sensuales como la mezcla entre hábito de monja, burka, yelmo y cota de malla con declinaciones de la erótica BDSM en el vestuario de Florence Pugh. Cada objeto tiene un diseño propio y parece el adecuado, casi el único posible para ese escenario y esas condiciones. Así, volviendo a la disputa Villeneuve/Nolan, es como si estos objetos nos contaran la historia, en vez de que una gran tagline subordinara todos estos elementos a su alrededor.

Dune 2 sigue siendo meándrica y oscura (tiene en sí mucho de esas mixturas entre flashbacks y flashforwards que eran más elegantes en Arrival), por momentos algo cenagosa, pero uno puede disfrutarla tanto siguiendo la trama al pie de la letra como simplemente acercándose a ella como un espectáculo de elementos, luces y sombras. Es difícil hacerlo en films modestos, es casi imposible en películas de esta talla, y Villeneuve se consolida con esta apuesta como el máximo artífice de estos tiempos.

Duna: Parte dos. 166 minutos. En salas de cine.