El Viejo de la Montaña, devoto musulmán, fue mentado por primera vez entre los europeos por Marco Polo, atribuyendo a sus seguidores, los nizaríes, la creación de un grupo de comandos cuya misión era llevar a cabo homicidios selectivos. El cuento habitual menciona que el Viejo de la Montaña drogaba a sus seguidores con hachís y organizaba grandes orgías haciéndoles creer que los había llevado de visita al paraíso. Ansiosos por pasar más tiempo (una eternidad, vamos) con las bellas huríes, los nizaríes emprendían sin vacilaciones misiones suicidas. Sus enemigos llamaban despectivamente hashshashin –“que consume hachís”– a estos comandos de élite, ya que el consumo de drogas era considerado un rasgo de marginalidad. Y de esa historia que mezcla el uso del hachís con la firmeza implacable del fanático nace el término “asesino”: un individuo que mata por encargo.
Por razones que la gente que sabe podrá explicar, el siglo XX cultivó la idea de que de esa estirpe nació un oficio: el de asesino a sueldo. La idea de que, si una persona decide matar a otra, puede solicitar los servicios de un profesional es delirante, no tanto por la ausencia de clientes sino porque los profesionales encontrarían dificultades para promocionar sus servicios, ya que la Policía los encontraría tan fácilmente como su clientela. Aunque la literatura policial de la primera mitad del siglo XX convirtió en protagonistas a delincuentes violentos, el asesino a sueldo es un producto del cine, que se ha ocupado con bastante frecuencia de ese tópico a partir de dos notables películas.
La primera es El samurái (Le samouraï, 1967), de Jean-Pierre Melville, que retrata al más frío e impasible de los sicarios, encarnado por Alain Delon. La otra es Asesino a precio fijo (The Mechanic, 1972), de Michael Winner, con un Charles Bronson que deja adivinar sufrimientos íntimos detrás de su rostro rocoso. Aunque en ambas historias los asesinos trabajan para una especie de contratista vinculado con el crimen organizado, se deja entrever que están disponibles para cualquiera, aunque no se explica cómo es que los clientes podrían acceder a contactarlos.
Recientemente se estrenó la producción de Netflix Hit Man, la más reciente película de Richard Linklater, que se basa en un artículo de Skip Hollandsworth, aparecido en el número de octubre de 2001 de Texas Monthly.
Linklater vivió casi toda su vida en Texas, fundó allí su compañía productora y ha promovido el surgimiento de una fuerte corriente de cine relativamente independiente en Austin, la capital del estado. El director había conocido a Hollandsworth cuando le propuso hacer una película a partir de uno de sus artículos, que dio origen a Bernie, con Jack Black y Shirley MacLaine, y desde que leyó “Hit Man”, su artículo sobre un falso asesino por contrato, quiso convertirlo en película. Pero tuvo que esperar: Brad Pitt había comprado una opción sobre el texto, aunque nunca la hizo. Cuando vencieron los plazos de la opción de compra, Hollandsworth y Linklater se pusieron a trabajar en el proyecto que terminó con el estreno de Hit Man en 2024.
Periodismo más ficción
Una película realizada a partir de una narración, sea de ficción o no, suele tener la ventaja de que el cuento está, de alguna manera, testeado, aunque el cine y la literatura narran de manera un poco distinta.
Un artículo de prensa, aunque esté escrito en forma de narración, no suele tener una construcción dramática con crisis y resolución. Casi siempre se confía en que el fuerte de una nota periodística es la información y no la trama. El artículo de Hollandsworth es una colección de anécdotas que reflejan la vida y la personalidad de un protagonista, sin una línea de acción que evolucione hasta una resolución.
De manera ejemplar, Linklater resolvió el problema de la traslación del artículo del Texas Monthly a través de tres recursos. En primer lugar, convirtió el asunto en una comedia. El artículo, que es un muy buen texto periodístico, expone el asunto de manera clara y exhaustiva. Cuenta las actividades de un empleado de la fiscalía de Houston que tiene entrevistas con personas que quieren contratar a un asesino; este hombre, Gary Johnson, asume una personalidad que diseña en cada caso para satisfacer el horizonte de expectativa del cliente; se reúne con él, provisto de un sistema de grabación de la conversación, y logra que el cliente le pida que mate a una persona y le pague. En ese momento, la Policía irrumpe y detiene al cliente. El artículo cuenta someramente varios casos, dice que el trabajo de Johnson llevó a más de 60 condenas y deja muy claro que no existen asesinos por contrato que uno puede encontrar en las páginas amarillas. (Ahora, dos décadas después de la publicación del artículo, si uno usa el navegador Tor puede encontrar ofertas de asesinos por un costo de medio bitcoin. Pero se trata, al menos en la mayoría de los casos, de estafadores; una versión del cuento del tío, puesto que el estafado no puede denunciar al que le robó el dinero que el denunciante quería destinar para matar a alguien.)
El tono de comedia que sabe manejar Linklater, irónico, burlón, basado a veces en personajes delirantes, es perfecto para contar una serie de situaciones que resultan estructuralmente ridículas.
Las caricaturas que compone el protagonista Glen Powell de la infinidad de personajes que crea su Johnson para entrevistar a los clientes cumplen con un segundo objetivo esencial de una película como esta. Si uno coloca el manido cartelito antes del comienzo de la película (“basada en hechos reales”), tiene permitida la inverosimilitud. Una película como La sociedad de la nieve, por ejemplo, sería inaceptable si los espectadores no supieran que todos esos acontecimientos extraordinarios –el desprendimiento de las alas del avión con perfecta simetría, el ángulo de caída igual a la pendiente de la montaña, entre incontables hechos increíbles– realmente sucedieron. Hit Man se lanza decidida y francamente a la comedia porque la verosimilitud es mucho más laxa en ese género, y los clientes del falso asesino son tan delirantes en la vida real que no sólo no hay problema en extremarlos un poco, sino que cualquiera se ve tentado a tomarles un poco el pelo y sin sentir culpa: después de todo, además de ser idiotas, están contratando a alguien para que mate a una persona, es decir, son malvados. La película, así, no necesitaría el cartelito del comienzo.
Finalmente, Linklater tenía un problema que tiene que ver con el carácter de nota informativa del texto de partida: en el artículo, el personaje se construye a partir de una suma de casos ejemplares. No hay una historia que recorra todo el texto como un gran arco narrativo que contiene las escenas breves y que va desde el principio hasta el final; en palabras de Linklater, “la historia nunca levantaría vuelo” si no se interviniera con una dosis de ficción. Pero, al mismo tiempo, esa ficción no puede violentar el espíritu general de la situación que se relata. Dentro de la inverosimilitud esencial del delirio de gente que contrata asesinos, hay algunas cosas que se pueden aceptar y otras que harían fracasar el cuento.
Para resolver ese asunto, Linklater trabajó con sus actores (uno de los cuales, el protagonista, Glen Powell, figura en los créditos como coguionista) en la resolución de situaciones y secuencias. Linklater siempre ensaya mucho –al menos en sus películas independientes– con sus actores durante la etapa de escritura del guion. Lo que a veces parece una improvisación (particularmente en sus tres películas “Before” Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, protagonizadas por Ethan Hawke y Julie Delpy) en realidad es algo que está firmemente escrito y rigurosamente realizado según un plan que surge de improvisaciones y ensayos, pero que, una vez resueltas las situaciones y las escenas, lleva a un guion de rodaje que se cumple estrictamente.
El trabajo de dramaturgia, entonces, para la conversión del conjunto de anécdotas en un cuento filmable, toma uno de los casos que cuenta Hollandsworth en su artículo y lo expande para darle espinazo dramático a la película. El personaje de Gary se vincula afectivamente con una clienta, pero demora el momento de decirle que él no es un asesino por contrato, que no se llama como se ha presentado ante ella, y que su personalidad no es la que ella conoce y de la que se ha enamorado. Aquí se densifica el sentido de la impostura, que deja de ser un mero método policial para permitir una reflexión sobre la identidad y la máscara con la que nos presentamos ante el mundo.
Doble vuelta final
Linklater tiene cierto gusto adolescente por inyectar algunos caprichos en sus historias. “La mayor parte de la gente no haría un final así”, dice, y efectivamente el final perturba la idea que construye la película acerca del protagonista; pero se podría decir que, justamente, juega dentro de las ideas de identidad construida que se desarrolla a lo largo de la historia. El tono da un giro momentáneo que la aleja de la comedia, aunque se recupera con una segunda voltereta al final (según la recomendación de David Mamet: hacer dos inversiones de la trama en el último minuto).
Una contribución no menor de Hit Man, además de ser entretenida, es lo que hace con el género de asesinos a sueldo: “la película”, dice Linklater, “deconstruye la noción de que uno puede simplemente contratar a alguien para matar a otro”.
Hit Man, de Richard Linklater. 115 minutos. En salas.