Orgy of the Damned, de Slash
Slash siempre fue el más inquieto de los Guns & Roses para sacar discos, ya sea con otra banda, como la disuelta Velvet Revolver, o como solista. A principios de 2022, el guitarrista de la galera eterna sacó 4, un álbum de estudio con el cantante Myles Kennedy, su habitual colaborador, con material nuevo compuesto por ambos. Pero hace pocas semanas Slash lanzó otro disco, que es una rara avis en su carrera. Orgy of the Damned incluye 12 versiones de clásicos de blues, con muchos invitados, en una especie de fiesta del guitarrista y sus amigos (o una “orgía de los condenados”, como dice su título).
Los invitados y las versiones son para casi todos los gustos, siempre dentro de la ortodoxia rockera, porque si hay alguien que no va a andar por ahí innovando es Slash. Por ejemplo, “Killing Floor”, de Howling Wolf, fue el primer corte de difusión, y cuenta con nada menos que Brian Johnson, cantante de AC/DC. Más allá de la base rítmica, que en todo el disco es de cemento bien sólido, se destaca la voz del veterano de boina, porque no canta en el registro alto al que nos tiene acostumbrados, sino en un tono más grave, en el que pierde lo gutural pero gana mucho más cuerpo, siempre con esa textura barriobajera de camionero de Newcastle con varias pintas de cerveza encima.
“Oh Well”, segundo corte de difusión del disco, es la versión del clásico de la primera formación de Fleetwood Mac (la menos masiva y más blusera, comandada por Peter Green), junto con el cantante country Chris Stapleton, y es ideal para que Slash despliegue toda su artillería de riffs y solos. Entre las rarezas del álbum –porque la invitada es Demi Lovato, que no es de un palo muy rockero que digamos– está la versión del clásico funk-soul de tintes psicodélicos del sello Motown “Papa Was a Rollin’ Stone” (la versión más clásica es la de los Temptations).
Y entre los blues más clásicos nos topamos con “Hoochie Coochie Man”, de Willie Dixon, que cuenta con la voz cascada del gran Billy Gibbons, guitarrista y cantante de ZZ Top, en una versión gloriosamente más densa y pesada que el promedio de las miles que existen. Otro clásico es la oscura “Born Under a Bad Sign”, que cuenta con la voz de Paul Rodgers. En más de una hora de música hay como para entretenerse adentro de esta orgía de blues.
Ohio Players, de The Black Keys
El dúo de Dan Auerbach (guitarra y voz) y Patrick Carney (batería) se formó hace más de 20 años, ya cuenta con 12 álbumes de estudio y fue una refrescada de sonido de rock garajero, a veces con empuje blusero, macizo y controladamente desprolijo, si se permite tal oxímoron. En lo más alto de su discografía están Brothers (2010) y El camino (2011), el combustible que encendió su popularidad (y fue por esa época, en 2013, que vinieron a tocar a Montevideo).
Después de varios discos en los que no estuvieron a la altura, los Black Keys se despacharon con Ohio Players, 14 canciones que muestran al dúo en la mejor forma, bajo una producción marca de la casa: esa suciedad vintage y concentrada, con todos los instrumentos bien apretados en la mezcla. Entonces, encontramos canciones como “Dont’ Let Me Go”, que contagia una melancolía extraña a través de ese estribillo atronador, agudo y pegadizo.
“Beautiful People (Stay High)” es otra de las destacadas, con su popero coro “nah nah nah” y un pulso funky, adornado con arreglos de vientos y todo, ideal para ambientar tanto el menú de un videojuego como una fiesta o una vuelta en bicicleta. Los inquietos rulos de la batería de Carney, la guitarra saturada y la voz de Auerbach pasada por un filtro pantanoso crean el clásico sonido The Black Keys en “Please Me (Till I’m Satisfied)”, un blues rock de pura cepa.
Hay canciones más rítmicamente juguetonas, como “You’ll Pay”, y también bien cuadradas y rifferas, como “Read Em and Weep”, con una larga introducción instrumental, que debería durar aún más, y un solo de guitarra eléctrica tremolado a lo “El bueno, el malo y el feo”. En definitiva, un disco de esos que valdría la pena escuchar en vivo, así que amerita otra vuelta de los músicos Ohio por estos lares.
Quería saber, de Silvio Rodríguez
Que al sonar media nota ya sepamos quién está detrás del instrumento que la ejecuta es para unos pocos. Eso sucede con el arpegio introductorio de “América”, la canción que abre el nuevo disco de Silvio Rodríguez, el pope de la nueva –ya vieja– trova cubana, que ya pasó la veintena de álbumes. Y esa personalidad, ese sello sonoro y estético, también está, y vaya cómo, en su voz, que sigue intacta.
“Viene la cosa,/ viene por todos lados,/ viene la cosa/ reescribiendo el pasado”, dice el cantautor en “Viene la cosa”, una canción que tiene esa cosa tan cubana de meter un hilo de oscuridad en medio de un ritmo bien alegre con total naturalidad (la famosa “El cuarto de Tula” es un gran ejemplo: un típico son cubano narra el incendio del cuarto de una señora que se quedó dormida y no apagó la vela).
Hay canciones con la brisa del estilo más clásico de Rodríguez, como “De pronto la tatagua”, por su minimalismo instrumental, de puro arpegio de guitarra y voz, al que se le suma un destellante arreglo de piano que termina de pintar el paisaje de una de las mejores canciones del disco, en un cuadro de grisura típica de don Silvio (la tatagua es una mariposa nocturna, grande y oscura; ¿otra de las infinitas formas de la muerte?).
“Qué feos se ven los cuadrados/ queriendo imponer su patrón,/ en nombre de lo inmaculado/ y de una sagrada razón”, canta en “Para no botar el sofá”, donde está el Rodríguez más combativo, aunque, obviamente, queda bastante lejos de obras maestras de su pluma y voz como la legendaria “Canción del elegido”. “Quería saber”, la canción, tiene un curioso ritmo entrecortado sobre el que, como quien no quiere la cosa, el cantautor lanza alguna luz de optimismo para que el cerebro de la tapa del álbum se libere de todos esos alambres de púas.