Todo género cinematográfico mantiene un intenso ida y vuelta con la materialidad de su medio. Ya sea en aspectos fotográficos, sonoros, de efectos especiales o de maquillaje, los cambios tecnológicos no sólo brindan nuevas posibilidades estéticas, sino también condicionan nuevas narrativas. Sin embargo, posiblemente no haya matrimonio narrativo-tecnológico más evidente que el del found footage (registro encontrado), subgénero casi creado de un plumazo a partir del imprevisto éxito de taquilla que tuvo a fines de los 90 El proyecto Blair Witch.

El formato y soporte elegido para la película (cámara en mano temblorosa con todos los excesos y falencias propios de las cintas VHS) tenían la peculiaridad de lograr que hubiera un ida y vuelta entre nuestra poco privilegiada mirada y la de los aterrorizados acampantes, y a su vez elevaba el material a la categoría de testimonio, haciendo que lo parcial y acotado tuviera un mayor peso que lo típicamente filmado con otro tipo de tecnología. El mito de que un montón de gente creyó que se trataba de una cinta real se ha exagerado con el tiempo (como el de la reacción de estadounidenses que escapaban de sus casas tras el programa radial de la invasión de los mundos narrada por Orson Welles), pero en sí, en el contrato puro entre espectador y cinta, el efecto era muy parecido: había algo específico del formato, tan parecido a las filmaciones caseras de nuestros viajes familiares, que tocaba una fibra mucho más íntima y condicionaba también su forma de ser narrada.

Sin embargo, casi todos los análisis sobre ese film (y sobre el género found footage en sí) se suelen centrar en esos aspectos narrativos, cuando en realidad hay otro costado mucho más textural que se deja de lado: la extraña ominosidad de los colores desvaídos de la desmagnetización de la cinta, del ruido digital que rodea a los colores en la noche y de la tonalidad biliar de los rostros al ser quemados por la luz artificial de la cámara.

En El proyecto Blair Witch son icónicos los mocos que le salen a la protagonista mientras le habla desesperada a la cámara cuando es asediada por una presencia que se agita fuera de su carpa, pero nadie suele decir que el resultado (los colores, la textura, la sensación de indefensión) hubiese sido otro si ella hubiese sido filmada en 4k, 35 mm o con un celular actual. Así, los formatos cuentan sus propias historias y condicionan nuestra misma recepción.

Nuevos catalizadores de la leyenda urbana

Con el tiempo el género found footage fue concentrándose cada vez más en esa ala narrativa, muchas veces incurriendo en trampas que restaban efecto: mientras que en Blair Witch lo que pasaba siempre escapaba a los acampantes, en muchas películas subsiguientes la cámara casualmente era dejada en un lugar estratégico donde recogía todo lo que sucedía, o permanecía imantada en las manos de gente que en vez de filmar debería estar corriendo por su vida.

En los últimos años, sin embargo, se ha venido dando un extraño fenómeno orgánico dentro del cine –y en su ida y vuelta con los formatos de redes sociales– que recibe el nombre de analogue horror. Su genealogía es diversa: muchos dirían que es un sucedáneo natural del found footage, pero en realidad se parece mucho más a una traducción cinematográfica del creepypasta, una activa red de historias de terror que se cuentan y se han esparcido por redes sociales y foros. Por más que en la gran mayoría los resultados de estas historias sean de baja calidad, hay algo fascinante en cómo su forma de escritura y diseminación es tanto un producto netamente actual como también una consecuencia directa de las leyendas urbanas que en otro tiempo se transmitían desde la oralidad.

Casi en simultáneo a estas narrativas fue apareciendo un soporte de imágenes: dibujos, grabaciones (fundamentalmente falsas, pero con anhelo de prueba empírica) y videos testimoniales. Al comienzo había un intenso esfuerzo en mantener la verosimilitud para sostener la diseminación de la historia, pero con el tiempo el carrete de esa cometa negra se fue soltando y cada vez aparecieron más y más bizarros materiales. Sin embargo, quizás no sólo por la idea todavía perviviente del found footage sino por una nostalgia creciente por la década del 90, el formato VHS y el minidisc digital temprano siguió siendo el faro estético del movimiento.

Así, en poco tiempo el analogue horror se ha convertido en uno de los géneros más representativos de tiempos actuales. Ocurre y se disemina casi exclusivamente fuera de la pantalla grande y tiene una cuota do it yourself e intertextual (con la carga metastásica de un meme) que lo ha convertido en un megaorganismo que crece rompiendo sus propias costuras, y con la particularidad de que cuando está diestramente realizado te hace cagar en las patas.

Horror vacui

En todo este escenario, Skinamarink es algo así como una especie de Lo que el viento se llevó del analogue horror. Una película de hora y media (de un género cuyos videos no suelen extenderse más de 15 minutos) que explota hasta sus límites los horizontes estéticos de todo lo que la precedió. Es fundamentalmente una película rito, a la que prácticamente el 90% odia por lo aburrida, indefinible o perturbadora que es (quizás todo eso junto), pero con un 10% que queda profundamente afectado por el resultado final.

Skinamarink tiene un hilo narrativo tan fino como un papel: tenemos una casa en penumbras y, por lo que nos permiten ver los planos, dos niños que de un momento a otro se quedan solos en ella, sin precisar qué es exactamente lo que pasa con sus padres. La cámara en casi ninguna ocasión llega a filmarlos en su totalidad, sólo tenemos esquinas y ángulos imprevistos de los interiores que expanden la condición liminal de espacios casi vaciados de muebles: hay en toda la película algo inherentemente atado a las moquetes, televisores de tubo y muebles genéricos que definieron la estética de los tempranos 90, una forma de agarrar esas marcas del confort y transformarlas en retazos de lo infernal.

Ninguna de las imágenes parece hacernos las cosas fáciles, ya que se alterna entre planos extrañamente contrapicados o al ras del suelo en los que, con suerte, quizás vemos una incursión fugaz de los pies de uno de estos niños. La luz con la que partíamos al comienzo del film se esfuma y pronto lo único que ilumina los espacios son las oleadas de estática de los televisores que siguen prendidos, como faros distantes que conectan los espacios. Los dos niños deambulan por estos recovecos, sin saber exactamente si están buscando a sus padres o escapando de ellos, pero pronto nos damos cuenta de que su soledad es radical, y como si la casa comenzara a cerrarse sobre ellos, desaparecen todas las puertas y las ventanas y de golpe están sumidos en un laberinto sin salida.

Cualquier película de horror hubiese adoptado esta premisa como una especie de historia de supervivencia o asedio, pero nunca se delinea de qué escapan los niños, a qué se enfrentan, de dónde viene o cómo vencerlo. Más que ninguna película que recuerde, Skinamarink toma un miedo infantil casi primigenio –qué pasaría si nuestros padres un día nos abandonaran– y lo extiende a sus límites más abstractos. No hay un psicologicismo, casi podría decirse que en sí no hay personajes, más bien lo que deambula por ahí, sólo pudiéndose registrar mínimos detalles, como a través de una cámara de videovigilancia, es “la infancia”, en sus términos más vagos e incorpóreos, dándose de lleno con un terror igual de evanescente y devastador.

Ahí es que la vaguedad de los planos da con algo conceptual súper sólido: los ángulos improbables y la escasa altura desde donde se registra la mayoría de las cosas emulan la mirada infantil, pero no desde la altura de sus ojos sino desde un lugar más metafísico, en el que cualquier rincón de la casa se vuelve amenazante y que redimensiona los espacios tal como nosotros lo hacíamos cuando teníamos que cruzar un corredor oscuro al levantarnos para ir al baño.

Cabe subrayar para el posible espectador que mucho de lo que conforma el metraje de Skinamarink son tiempos muertos y espacios vacíos, algo que a alguna gente podría resultarle tan aburrido como revisar el material de videovigilancia de una casa desconocida. Pero, dentro de todos estos aspectos, el mayor logro del film trasciende su estética y roza con algo plenamente cognitivo, propio de las películas de horror: el monstruo (entendido en su sentido amplio) que existe en cualquier película del género es terrorífico por su indefinición o la impureza de sus mezclas (la gradiente entre lo vivo y no vivo, mezclas entre lo humano y lo animal, lo humano incompleto, lo robótico vitalizado, entre otros). En Skinamarink ese monstruo es difícil de definir porque uno no entiende mucho qué es, tanto metafóricamente (hay en sí una posible lectura de la fragmentación psíquica que genera el abuso parental) como materialmente: ¿es un espíritu?, ¿es la casa en sí?

Ahí volvemos al formato: es tanta la oscuridad, tal la indefinición visual del soporte físico de la cinta, que en la estática y en el ruido de las pocas luces que se abren en la oscuridad uno empieza a construir rostros con lo que tiene. Así, como espectadores deambulamos por Skinamarink como esos niños perdidos, y nuestros ojos y nuestro cerebro tratan de encontrar ojos y bocas en patrones lumínicos, tal como los otros se lanzan a encontrar ventanas que los saquen de allí. El resultado –sin preocuparme por tirar spoilers, porque es tan poco claro lo que pasa que no hay spoiler posible– es tan devastador como fascinante, con una casa de la que nosotros tampoco llegamos a escapar jamás.

Skinamarink. 100 minutos, de Kyle Edward Ball. Canadá, 2020. En Prime Video y Mubi.