Wildcat, la más reciente película dirigida por Ethan Hawke, tiene como personaje protagónico a la escritora estadounidense Flannery O’Connor. Basada en la vida y en la obra de la autora, se concentra en dos momentos: uno, durante su período de estudio en la famosa maestría en escritura creativa en la Universidad de Iowa, y el segundo, luego de su regreso a la casa donde vivía con su madre, con un diagnóstico de lupus.
Es la historia de una visión del mundo, cargada del intenso misticismo católico, fuertemente desafiante, de una mujer blanca del sur estadounidense que es consciente de su racismo pero no puede remediarlo. La mentalidad que retrata es la de una persona que sufre su fe y que se realiza plenamente en su arte como escritora, aunque, claro, nada de eso le alcanza. Quedamos sin muchos datos de su vida, pero eso es lo de menos. El recurso de Hawke y su coguionista Shelby Gaines (compositor que trabajó con Hawke en su anterior película, Blaze, y que ahora colabora en la escritura) para mostrar la mente creadora de O’Connor es insertar secuencias que adaptan algunos de sus cuentos, en los que se ve claramente la estrategia de sus finales desolados, sus personajes firmemente desquiciados, sus mundos recorridos por multitudes de solitarios en busca de un alma vacante.
Entre aves
Hay escenas de la vida de la autora y escenas que adaptan secuencias de sus textos. En ocasiones, el punto de contacto es una imagen simple: un hombre con un brazo amputado que mira fijamente a la escritora en una sala de espera de una estación de tren se convierte en un personaje estrambótico al que le falta un brazo en una granja en decadencia. Otras veces la conexión no surge de una imagen sino de un contexto, o de una creencia.
Cuando tenía cinco años, Mary Flannery O’Connor tuvo un pollo al que enseñó a caminar marcha atrás. Su familia vivía en la ciudad de Savannah, en el estado sureño de Georgia, donde el pollo con reversa se hizo célebre, al punto que el noticiero de cine Pathé lo registró junto a su dueña. Esa filmación es una de las dos brevísimas apariciones en imágenes en movimiento de O’Connor. La otra ocurrió 25 años más tarde, cuando fue a la televisión de Nueva York para promocionar su libro de relatos Un hombre bueno es difícil de encontrar.
Desde la salida de su primer relato cuando tenía 21 años (el notable “El geranio”), en 1946, hasta la edición de su segundo libro de cuentos en 1965 –el año siguiente a su muerte–, Flannery O’Connor publicó poco: dos novelas y unos 30 cuentos. Las novelas, por otra parte, recogen versiones de esos cuentos, de manera que buena parte de sus contenidos no es completamente original. Ganó varios premios por sus relatos, entre ellos el O’Henry, y en 1972, ocho años después de su muerte, el National Book Award por la edición que los recopila todos.
Su primera vocación fue la de historietista, y nunca dejó de practicar el dibujo. Era católica devota, al punto que, mientras cursaba su maestría en escritura creativa, iba a misa cada día, y después de ser diagnosticada con lupus –la misma enfermedad que mató a su padre cuando ella tenía 16 años– viajó a Europa para visitar sólo Roma y Lourdes.
Toda su vida tuvo un gusto especial por las aves de corral, y en la casa de campo donde vivió con su madre los últimos 14 años de su vida, que coinciden casi totalmente con su carrera como escritora, deambulaban numerosos pavos reales, cisnes, gansos y patos que la seguían en sus tambaleantes caminatas con muletas. A pesar de que tenía muy poca movilidad y vivía en el campo, tenía una intensa vida social y recibía constantemente amigos con los que, además, mantenía abundante correspondencia.
El efecto que produce la lectura de sus cuentos y novelas hace difícil creer que una muchacha tan enferma y católica haya escrito esos relatos punzantes, oscuros, sarcásticos, implacables.
Película sobre escritores, sin fórmula
Hay muchas películas sobre escritores, quizá porque los escritores son figuras con prestigio social, y los personajes prestigiosos suben la cotización de las historias. En la mayoría de los casos se trata de visiones esquemáticas, con frecuencia caricaturescas, llenas de lugares comunes acerca de la creación, el éxito, el bloqueo, la angustia ante la página en blanco y la industria cultural.
Con frecuencia los problemas de sus vidas de película adoptan la forma de gente torpe que no entiende nada o de malvados que tienen siniestros intereses terrenales. Los artistas de película suelen ser seres atormentados por una “misión”, tienen miradas febriles y gestos espasmódicos impulsados por la urgencia de la musa que los ha capturado. Finalmente, oh sorpresa, triunfan y obtienen reconocimiento universal, dato que suele suministrarse al final, mientras en la banda sonora van entrando de a poco todos los instrumentos de la orquesta, el potenciómetro se desliza hacia arriba y enseguida vienen los títulos y la canción que ojalá postulen para el Oscar.
Wildcat no repite fórmulas sobre la figura del artista, y sobre todo no repite fórmulas de género. Se emparenta, en este sentido, con otra buena película sobre una escritora, La hora del lobo, de Alistair Banks Griffin, donde Naomi Watts encarna a una escritora agorafóbica cuyo problema tampoco es “femenino” en el sentido manido por la industria: no está buscando novio ni le interesa ser madre.
¿Cómo se vincula la vida y la obra de un artista a la hora de contar ambas? ¿Qué interés puede tener que Joyce fuera miope, que Byron fuera rengo, que James muriera virgen a los 72 años, que la postura corporal preferida por Onetti fuera la horizontal o que Amanda Berenguer nunca haya tenido un empleo de ocho horas? ¿Que Céline fuera médico y no cobrara las consultas a sus vecinos pobres importa lo mismo, menos o más que su antisemitismo? ¿Qué importancia tiene que Jean Genet fuera ladrón, homosexual o propalestino? Quisiéramos creer que las circunstancias de la vida de los artistas fueran independientes de la obra, pero la verdad es que los datos biográficos afectan nuestras lecturas.
Lo que hacen los Hawke (Ethan en la dirección, Maya en la actuación) en Wildcat es una conexión climática entre la vida y la obra de la escritora. Confían en que sus adaptaciones de segmentos de algunos relatos se conectarán de manera sensible con las escenas biográficas que han seleccionado representar. Esta confianza surge de la profunda elaboración que han hecho del material que tenían a disposición y de su conocimiento profundo de la obra de la escritora.
Esta opción de la película molestó a muchos críticos, debido a la ausencia de una trama lineal y fuerte, tal como dicta el manual de Hollywood. Todos, sin embargo, unánimemente, elogian el trabajo del elenco. Los protagónicos están a cargo de Maya Hawke como Flannery y Laura Linney como su madre. El trabajo de esta notable actriz, en particular, representa a la perfección el carácter no sólo de la película sino del sesgo grotesco de la literatura de O’Connor. Su capacidad para establecer un punto de comedia con un mínimo gesto, y dar un giro completo hacia la tragedia sin perder el rumbo, guiando al espectador a través de un camino narrativo rodeado de abismos, es parecido al que provoca la lectura de algunos de los mejores relatos de Flannery: extremos, extraños, cómicos, trágicos; en suma, bastante parecidos a la vida de la gente.
Cuando en 1979 John Huston dirigió la adaptación de la primera novela de Flannery, Sangre sabia, eligió acentuar el grotesco, el carácter que dio el apelativo de “gótico” al estilo de los grandes escritores sureños como William Faulkner, Eudora Welty o la propia O’Connor. Aunque el tono del libro parece diferente al de la película, especialmente en el estilo expresionista de los actores, en comparación con la ofuscada intensidad del texto de O’Connor, hay una extraña equivalencia: en ambos, la honestidad definitiva del protagonista es tan extrema que formalmente cae en el género de comedia; pero al mismo tiempo su sufrimiento moral es tan grande que si reímos es de una manera nerviosa, porque no encontramos una forma apropiada de reaccionar ante su sentimiento trágico de la vida.
Conciencia del racismo
Sesenta años después de la muerte de O’Connor parece que hemos aprendido a entender un poco más el tono de su literatura. La película de Hawke se aleja del humor grotesco que exhibe la de Huston y quizá se acerca mejor al tono oscuro, sarcástico por momentos, de O’Connor, al tiempo que pinta respetuosamente la fuerza de su sentimiento religioso.
Flannery O’Connor era una mujer blanca del sur de Estados Unidos, y, de manera bastante previsible, racista. La diferencia con respecto al racista ignorante, dice Ethan Hawke en una entrevista, es que era plenamente consciente de su racismo. En una carta a una amiga, Flannery decía que, desde un punto de vista ético, estaba completamente de acuerdo con las reivindicaciones del movimiento de los derechos civiles de los años 60, pero que no le gustaban los negros. No podía evitarlo. Hawke observa que O’Connor escribía sobre el racismo desde el punto de vista de una mujer blanca, racista y de buen corazón, y no desde el punto de vista de la víctima que reivindica sus derechos a la igualdad, lo cual sería, de alguna manera, un gesto hipócrita. Aceptar el pasado racista de Estados Unidos, dice el director, es una manera de avanzar para derrotar el racismo del presente; convertir a los racistas del pasado en demonios sólo produce un aumento de la culpa, y la culpa conduce a la violencia. Su retrato de Flannery, y especialmente la composición de Maya Hawke, están orientados por esa idea de redención a través de la autoexploración, la búsqueda de trascendencia y el trabajo artístico.
La promotora de la idea de hacer esta película fue Maya, que se la propuso a su padre. Su interés por Flannery proviene de su conocimiento temprano, desde la secundaria, de la obra de la escritora, y de que los asuntos que manifiesta su trayectoria vital y sus escritos no son los que tradicionalmente han propuesto la literatura y el cine; la historia de Flannery no es la de una chica en busca del amor y un plato de perdices al final, sino la de una mujer que busca el sentido de la vida en su acepción más abarcadora y profunda.
Wildcat. 105 minutos. En Prime Video.