M Night Shyamalan se hizo famoso por sus vueltas de tuerca. Desde aquel personaje que ya estaba muerto en Sexto sentido (1999), acostumbró a las audiencias a esperar hasta los minutos finales para la resolución de un misterio que muchas veces ni siquiera era presentado como tal durante la historia. Esto hizo que muchos jugaran a “ganarle” al director y se distrajeran de lo que estaba ocurriendo, convirtiendo cada uno de sus films en una suerte de ¿Dónde está Wally?, donde la vuelta de tuerca era el simpático muchachito que viste de rojo y blanco.

No se trata de un reduccionismo, porque el propio director sabía bien lo que estaba haciendo. De todos modos, concentrarse en los cierres hace que muchas veces se les preste poca atención a los comienzos, a los planteos, a las vueltas de tuerca iniciales, que son las que también hacen únicas a las tramas de Shyamalan.

Un niño ve gente muerta e interactúa con ella (Sexto sentido). Un hombre descubre que tiene capacidades sobrehumanas (El protegido). Desconocidos obligan a una familia a tomar una decisión casi imposible (Llaman a la puerta). Está claro que el estadounidense nacido en India no inventó la idea ganchera que puede resumirse en pocas palabras, pero sí que construyó una filmografía con esas ideas gracias a historias entretenidas que luego llevará (o no) hasta buen puerto (pero qué crucerito).

En La trampa tenemos otro giro atrapante, que ocurre exactamente a los diez minutos de iniciada la película o a los pocos segundos del tráiler. Cooper (Josh Hartnett) lleva a su hija preadolescente Riley (Ariel Donoghue) a un recital de su artista favorita, Lady Raven (Saleka Night Shyamalan). Sabe que es el día más importante de la jovencita, así que quiere que todo esté bien, aunque le preocupa la enorme cantidad de efectivos policiales que rodean el estadio donde tiene lugar el recital. Están buscando a un siniestro asesino en serie conocido como el Carnicero, y (¡vuelta de tuerca!) es el mismísimo Cooper.

La película se llama La trampa (Trap) porque las autoridades descubrieron que el Carnicero estaría allí y le tendieron una trampa. Bueno, tampoco es que pusieron comida rodeada por una cuerda; más bien llenaron de policías y otros oficiales de la ley el recinto para impedirle escapar, pero el título El encierro no hubiera sido tan ganchero.

En la primera hora de película, Shyamalan está encendido. Sus mecanismos de relojería funcionan a la perfección porque Cooper piensa como él (salvo las muertes, claro) y Hartnett logra convencernos de que es ese padre que ama a su hija y tiene una cámara de seguridad que filma a la última persona que secuestró. Lo vemos atento a todo lo que lo rodea, evaluando dificultades, posibles vías de escape y al mismo tiempo cuidando a Riley (Donoghue logra convencernos de que está pasando el mejor día de su vida).

Algunas cosas parecerán demasiado “convenientes”, como la veterana británica cuyos parlamentos son pura exposición, pero uno puede creer que ese asesino metódico es capaz de sacarle información a la gente, crear pequeños incidentes y fingir inocencia cuando debe hacerlo. Es mérito del guion, pero sobre todo del actor principal.

Todo lo que gira alrededor del concierto está bien, porque la cinematografía y el sonido crean el verosímil de estar frente a un megarrecital, con Saleka Shyamalan brillando sobre el escenario con temas propios que no desentonan porque ella misma es una cantante pop. Más adelante también se muestra como actriz, y el resultado no es tan favorable.

Podrían haber sido 105 minutos dentro de aquel espacio cerrado, pero el director y guionista tiene mucho más para contar. Y pese a que la acción no se detiene, la tensión disminuye bastante. Principalmente porque la historia solamente ha logrado involucrarnos con el destino de Cooper, así que otros personajes puestos en peligro nunca logran emocionar de la misma manera, aunque ellos sí se merezcan permanecer con vida.

Shyamalan está tan enamorado de su creación, que los daños que provoca Cooper para poder escapar y los crímenes crueles de su pasado son presentados de manera demasiado circunstancial, como si supiera que tiene a un Hannibal Lecter en sus manos, aunque incluso en los peores momentos del personaje de Thomas Harris había enfrente alguien con alguna característica peor que la suya.

Está bien que la película no sea solamente responder “¿cómo va a salir de ahí?”, pero las otras preguntas que se hace no exigen respuestas tan urgentes. A veces porque el guion no es tan ajustado, otras veces porque los involucrados no logran vendernos de la mejor manera lo que está ocurriendo. Hay una acción a ambos costados de una puerta donde la tensión vuelve a levantar, pero Shyamalan sigue eludiendo jugadores antes de levantar el centro.

Por si fuera poco, el director se reserva una “shyamalanada” que empantana mucho más de lo que aclara, como si los estudios lo obligaran a revelar información en los minutos finales. Quizás las diferentes escenas del último acto por separado funcionaran mejor, pero terminan recargando la resolución.

De todos modos, más de la mitad de la película corre como taponazo, Hartnett está siempre a la altura de las circunstancias, y (¡vuelta de tuerca!) ver “una de Shyamalan” por lo general es garantía de pasar un buen momento.

La trampa, de M Night Shyamalan. 105 minutos. En cines.