Antes de hacerse cargo de finalizar la reforma del Solís, la arquitecta Eneida de León había trabajado en la recuperación de la sala Zitarrosa; luego estaría al frente de las obras que culminaron en la reinauguración del edificio principal del Sodre, en 2009. El reciclaje del Parque Hotel para convertirlo en la sede del Mercosur, la readecuación de la Torre Ejecutiva y la ampliación del Centro Hospitalario Pereira Rossell también se cuentan entre los puntos notables de su trayectoria, que incluye la titularidad del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente (2015-2020), pero no duda en calificar al trabajo en el Solís como “un gran hito” en su carrera.

Aclara, antes que nada, que Mariano Arana fue el gran impulsor del proyecto. “Fue mi profesor de Historia de la Arquitectura y además nos conocíamos del Frente Amplio”, explica, y agrega: “En 1995 se había empezado a recuperar el Solís, pero en el 97 hubo un incendio, por lo que se cerró en el 98. Porque el Solís era todo madera y existía el miedo de que pasara lo mismo que en otros teatros del mundo, que se perdieron totalmente. Y aquí había pasado algo parecido en el Sodre. Por eso, uno de los cometidos era la preocupación por los materiales. Además había vestuarios, escenografías y otros materiales inflamables, y no había ninguna protección en esa época”.

“En realidad, tomé la obra en 2001, porque hacía mucho que se estaba desmantelando pero no progresaba tanto como debía. Por suerte tuve un enorme equipo, incluyendo ingenieros de la intendencia y demás, que revisaron toda la estructura”, explica. “Yo no trabajaba en la intendencia, me pidieron al Ministerio de [Transporte y] Obras Públicas. Fui a hablar con el ministro para pedirle que me dejara ir, porque era un desafío importante”.

“La finalidad era convertir al Solís en un complejo que sirviera para ballet, para música, para teatro y, fundamentalmente, mantener su valor patrimonial. Por eso era difícil llevarlo al siglo XXI: había que conjugar tres siglos, o sea, restaurarlo y modernizarlo. Por ejemplo, el vestíbulo había que rehacerlo totalmente, la acústica era un desastre. No servía nada del interior. Hubo que cambiar todas las aberturas para hacerlas a prueba de sonido, para que no llegaran los ruidos de la calle, que siempre ocurría”, dice.

La obra involucró múltiples aspectos. “Se cambiaron todas las aberturas. Tuvimos que buscar otras que se parecieran a las anteriores, que eran de madera. Era imposible, pero siempre había idas y vueltas con la Comisión de Patrimonio. Un día yo cité a la comisión y coloqué una abertura en la mitad, en la fachada, y les pregunté, de lejos, ‘¿Cuál es?’. Ahí logramos convertir el Solís, con esas aberturas, en un lugar donde se ejecuta música y no se escucha nada de afuera. La acústica fue todo un asunto, porque las necesidades de la música y del habla, o sea, de la Comedia Nacional y de las óperas, por ejemplo, son contradictorias: unos necesitan más absorción, otros menos”, explica.

“El escenario se agrandó hacia arriba y hacia abajo, se hizo una excavación de unos siete metros de profundidad, con toda la problemática que implica. En un momento se colocó una tarima pegada al plafón y se hizo una restauración pedacito por pedacito. En un momento apareció un amarillo tan amarillo que nos asustamos. Resultó que la pintura, el temple, estaba totalmente intacta, nunca se había tocado. Se puso toda una plataforma para que trabajara un equipo de restauradores. Tuve la suerte de conseguir gente que era absolutamente brillante en muchas cosas, porque entre la restauración de arañas, el frente de los palcos, era todo un temón”, recuerda.

Se trabajaba contrarreloj. “Nadie creía que llegaríamos, pero llegamos al 25 de agosto. En realidad, se hizo una función el 24 para todos los que trabajaron allí y estuvo muy bueno. Arana se mandó un discurso que nos hizo lagrimear. Después se hizo la inauguración, ya con el presidente y todas las autoridades del país”, revela.

“Yo tenía una buena relación con la empresa constructora”, afirma sobre el peso de su experiencia. “Terminaron la obra en tiempo y forma. Imagínense: había 300 obreros y no se podía fumar. Se hizo toda una estructura de hormigón. Se proyectó sobre las paredes viejas para que ninguna se cayera. Después, una estructura de hierro que se trajo de Buenos Aires. Unas vigas que se metieron por debajo del techo existente y después se levantó todo el techo y se rehízo. Fue una operación fabulosa, con ingenieros de la intendencia”.

Hoy, De León continúa vinculada a sus obras icónicas como espectadora: “Soy una aplaudidora. Cuando puedo, voy al Sodre y voy al Solís. Me gusta mucho el teatro y me encanta el ballet. Los artistas son difíciles, pero lo que hizo Julio Bocca es admirable”.