Esto sucedió diez años atrás. Antes de la pandemia que modificó nuestras vidas, de la toma del Capitolio estadounidense y de la radicalización del Partido Republicano, del silencio global ante la muerte de miles de niños (inocentes, como todos los niños). También antes de que Luigi Mangione, el hombre que el 4 de diciembre de 2024 asesinó al gerente de una compañía de seguros por la que se consideraba estafado, se erigiera como símbolo de un contrato social cada día más débil. Es posible que, de haber sucedido hoy, el impacto no hubiera sido tan fuerte.
Sobre el mediodía del 7 de enero de 2015, dos hombres armados se identificaron como miembros de la organización fundamentalista islámica Al Qaeda e irrumpieron en las oficinas de la revista satírica francesa Charlie Hebdo, ubicadas a pocas cuadras de la Plaza de la Bastilla y de la Ópera de París. Estos dos hombres, nacidos en Francia y entrenados en Yemen, usaban pasamontañas, chalecos antibalas y en 109 segundos asesinaron a 12 personas e hirieron a otras 11. Eran dos hermanos nacidos en Francia, hijos de inmigrantes argelinos, con antecedentes por terrorismo y entrenamiento en Yemen.
La mayoría de los habitantes del planeta se enteró de la existencia de Charlie Hebdo ese mismo día, y al siguiente eran expertos en libertad de expresión. Pero, como ocurre en todos estos casos, ese ataque no nació por generación espontánea. En noviembre de 2011, más de tres años antes, las oficinas de la publicación habían sido atacadas con una bomba molotov. Esto ocurrió un día después de que saliera una portada con una caricatura del profeta Mahoma, cuya imagen está prohibida en el mundo musulmán por fomentar la idolatría, y el globito de texto “100 azotes si no estás muriéndote de la risa”.
“Si en Francia no podemos burlarnos de todo, si podemos hablar de lo que sea excepto del islam y las consecuencias del islamismo, es algo molesto”, había dicho el editor de Charlie Hebdo, Stéphane Charbonnier, luego de aquel ataque. La portada en cuestión “celebraba” la victoria de un partido islámico en las elecciones de Túnez de 2011. “Esta es la primera vez que somos físicamente atacados, pero no permitiremos que eso nos afecte”. Charbonnier, agregado por Al Qaeda a su lista de los más buscados en 2013, moriría asesinado dos años después.
Fundado en 1970, el quincenario hacía humor con los elementos más solemnes de la sociedad francesa. De hecho, su nacimiento con ese nombre llegó después de que cerraran una publicación anterior, Hara-Kiri Hebdo, por burlarse de la muerte del expresidente francés Charles de Gaulle. En su afán por desmantelar lo sagrado, habían sido una de las publicaciones europeas que en 2006 reimprimieron las 12 caricaturas de Mahoma realizadas por el diario danés Jyllands-Posten, incluyendo la de Kurt Westergaard, que mostraba a Mahoma llevando una bomba en su turbante.
El 7 de enero de 2015 era miércoles, y eso significaba que la redacción de la revista estaba muy concurrida debido a la reunión semanal de sus trabajadores. Los hermanos Saïd Kouachi y Chérif Kouachi ingresaron a la sala de conferencias, preguntaron por Charbonnier, lo mataron y luego continuaron disparando a quienes encontraban en las oficinas. Algunos sobrevivieron escondiéndose debajo de escritorios; la periodista Sigolène Vinson fue perdonada por ser mujer y le ordenaron que se convirtiera al islam.
Luego de matar a 11 personas, incluyendo empleados de la revista, trabajadores del edificio y visitantes, los Kouachi asesinaron a un policía y escaparon en un auto robado. El 9 de enero, luego de atrincherarse durante nueve horas en un edificio cercano al aeropuerto Charles de Gaulle, los Kouachi fueron abatidos en un intercambio de disparos con la gendarmería francesa.
Francia permaneció en alerta desde lo ocurrido en la redacción de Charlie Hebdo y un par de réplicas sucedidas los días siguientes, además de ataques menores (en comparación) como el apuñalamiento de tres soldados en Niza el mes siguiente. Aquel año cerraría con los atentados del 13 de noviembre, perpetrados por atacantes suicidas de Estado Islámico en distintos puntos de París –entre otros, la sala de conciertos Bataclan–, que terminaron con la vida de más de 130 personas y dejaron heridas a otras 415.
Antes de eso y de las noticias de guerra y muerte que llegan todos los días, y de las ganancias multimillonarias en el marco del complejo industrial-militar que no tiene intención de detenerse, estuvieron las muestras de apoyo por lo sucedido el 7 de enero de 2015. Primero llegó la solidaridad de sus compañeros de rubro, con incontables tributos ilustrados que se esparcieron a través de las redes sociales. De hecho, la frase “Je suis Charlie” (“Yo soy Charlie”) fue creada por el periodista Joachim Roncin apenas media hora después del ataque.
Luego llegaron las vigilias multitudinarias, las condenas, y las mismas redes sociales se convirtieron en ágoras para la discusión. En los intercambios se mezclaba la condena tibia a gente asesinada a causa de unos dibujos (“Lo que ocurrió es terrible, pero...”) con la islamofobia oportunista. Y como de costumbre, la violencia como justificación de más violencia y como generadora de capital.
Charlie Hebdo no dejó de salir. El 14 de enero, apenas una semana después, repitió el Mahoma de su portada de 2011, aunque este sostenía un cartel de “Je Suis Charlie” y decía con cara triste “Todo está perdonado”.
Diez años después, y con la visibilidad que le dio la tragedia, la revista sigue estando ahí. En medio de un resurgimiento (y van...) de las ultraderechas, la revista publicó un número especial, bajo el título “Indestructible”, en el que presenta a los ganadores de su concurso de caricaturas contra Dios, que invitaba a las personas “hartas de vivir en una sociedad guiada por Dios y la religión” y “hartas de todos los líderes religiosos que están dictando nuestras vidas”. Por convicción o por la fuerza, esas personas parecen ser cada vez menos.