Megalópolis es el gran proyecto de la carrera de Francis Ford Coppola. La idea básica surgió, se dice, en 1977, mientras rodaba Apocalypse Now. Era una idea que se correspondía bien con el propósito, que lo tomó en aquellos años, de empezar a rodar totalmente en estudio, con un entorno notoriamente artificial, a la manera de varias producciones de la Hollywood clásica o de algunas realizaciones entonces recientes de Federico Fellini. Con la plata de Apocalypse Now, Coppola construyó los gigantescos y modernísimos Zoetrope Studios, donde rodó enteramente One from the Heart (1982). Esa bella película, sin embargo, fue un fracaso rotundo; Coppola se fundió y pasó los siguientes 15 años realizando algunas películas muy baratas y otras francamente comerciales y convencionales para pagar sus deudas. No hubo mucho lugar entonces para una superproducción jugada como Megalópolis.
Sin embargo, la idea siguió dando vueltas por su cabeza todo ese tiempo y hubo intentos diversos por llevar adelante el proyecto, que, en distintas etapas, contó entre sus potenciales actores con Paul Newman, Uma Thurman, Robert De Niro, Nicolas Cage, James Gandolfini, Al Pacino, Kevin Spacey, Leonardo DiCaprio, Matt Dillon, Michelle Pfeiffer, Jessica Lange, Cate Blanchett, Oscar Isaac, Forest Whitaker y Zendaya, ninguno de los cuales aparece en la versión definitiva.
Mientras siguió filmando fracasos de boletería y unos poquitos éxitos, Coppola se enriqueció en un negocio totalmente distinto: la viticultura. Cansado de depender de la financiación de grandes productoras que le habían retirado todo crédito, y sin querer volver a esclavizarse para pagar deudas con otra gente, decidió, finalmente, bancar él solito los alrededor de 120 millones de dólares de su proyecto soñado.
Megalópolis salió cuando el director ya había cumplido 85, 13 años después de su lanzamiento previo (Twixt, 2011). Fue estrenada en Cannes cercada de mucha expectativa, pero ninguna distribuidora quiso arriesgar ni siquiera en una campaña de marketing. Coppola terminó poniendo otros 20 millones a tal efecto y fue la única manera de que se exhibiera. Buena parte del marketing se basó en el relato sobre cómo varias de sus películas consagradas fueron recibidas inicialmente con descrédito y críticas negativas, incluidas El padrino (1972) y Apocalyopse Now. Es decir, arrancó a la defensiva.
Como es notorio, Megalópolis fue un fracaso de boletería (aunque no tan rotundo como el de One from the Heart), pero, al menos, Coppola no le quedó debiendo plata a nadie; simplemente es un poco menos millonario. Realizó su sueño y le autoasignó, con orgullo y buen humor, nota máxima (cinco estrellas) en su propia cuenta de Letterboxd. Es de suponer que la ausencia de reconocimientos, los comentarios desalentadores, algunas opiniones muy negativas junto a otras benevolentes no le hayan traído mucha alegría con respecto a lo que posiblemente sea su opus ultimum. Vaya uno a saber si el futuro le dará la razón y la obra será vista como una obra maestra incomprendida o se tornará un objeto de culto, o qué.
Desde nuestro humilde presente, es difícil entender qué pretendió Coppola con esta película. Quizá haya pretendido demasiadas cosas al mismo tiempo: ¿cómo dar concreción a 40 años de dar vueltas con una idea, y aún más con la ansiedad de suponer que será su última película, o al menos su última superproducción?
Fondo romano
El ensamblaje de la película no se parece mucho a nada que se pueda reconocer. Es la historia de un científico-arquitecto que descubrió una sustancia llamada megalon, capaz de revolucionar la construcción y también la medicina. Con ella pretende construir una ciudad hecha con criterios totalmente nuevos y que tenga la facultad de traer aprendizaje y armonía a sus habitantes. Sus ideas chocan con las del intendente de la ciudad, que es más conservador y considera que es más urgente solucionar problemas inmediatos y bien concretos de la población más carenciada. Hay un montón de intrigas secundarias y montones de otros personajes, que a su vez abundan en disquisiciones sobre asuntos diversos.
Toda esa historia tiene lugar en el futuro cercano de una realidad alternativa, en la que Nueva York se llama Nueva Roma, y no es exactamente Nueva York, sino una variante llena de detallecitos cambiados. Lo de Roma queda como un subtexto que genera un universo híbrido: las vestimentas femeninas y peinados evocan fuertemente a la Roma de alrededor del año 1, el protagonista usa una especie de capa negra a lo Drácula que le permite hacer unos gestos dramáticos que hubieran sido posibles con una toga, hay estatuas clásicas, cultos a los dioses mitológicos, una vestal, inscripciones talladas en mármol pulido, una mujer vestida a lo Cleopatra, carreras de bigas, lucha grecorromana, sauna, coronas de laureles, etcétera, todo eso entre luminosos de neón y rascacielos neogóticos o déco. (Así enumerados esos elementos pueden parecer mucho más excitantes que su aletargada manifestación en la pantalla de la película).
Los nombres de los principales antagonistas son Cesar Catilina (el arquitecto) y Franklyn Cicero (el intendente). Ello alude al enfrentamiento histórico entre Lucio Sergio Catilina (c. 108 a. C. - 62 a. C.) y Marco Tulio Cicerón (106 a. C. - 43 a. C.), con una guiñadita adicional a Julio César (100 a. C. - 44 a. C.). Catilina era populista y soñaba con modificaciones en el régimen, las que Cicerón, más conservador, tildó como el intento de un golpe de Estado. Históricamente, Cicerón triunfó al condenar a muerte a los principales seguidores de Catilina, aunque César, simpatizante de este, a la larga terminó prevaleciendo y puso fin a la República Romana, sentando las bases del régimen imperial. En un momento de la película, Franklyn Cicero profiere el pasaje más famoso de la primera Catilinaria (pieza oratoria de Cicerón contra Catilina), en el que se pregunta hasta cuándo Catilina seguirá abusando de nuestra paciencia.
La correspondencia con los personajes históricos es bastante vaga y ambivalente. En primer lugar, porque el proyecto de Cesar Catilina es bastante distinto de los proyectos de sus homónimos romanos. La historia romana fue contada esencialmente desde el punto de vista de los vencedores y normalmente Catilina suele considerarse el villano de la historia. Coppola propone una inversión de la narrativa establecida, tal como se puso de moda con los cuentos infantiles (por ejemplo, en Maléfica, 2016, o Wicked, 2024), y además modifica los destinos de los personajes, culminando con una gran unificación utópica reminiscente de otra de las grandes influencias de esta película, que es Metrópolis (Fritz Lang, 1927). El final utópico tiene como epicentro la figura de un bebé recién nacido como representación del futuro. Quizá no importe el detalle, pero Cesar Catilina cita a Marco Aurelio, quien vivió unos 200 años después de Julio César y del Catilina histórico.
¿A santo de qué esos subtextos e intertextos? Bueno, no necesariamente un subtexto tiene que tener un cometido central. Puede ser sencillamente un elemento más en un plato de comida, que le agrega sabor, espesor y hace más rica la experiencia (la gastronómica o la estética), sin necesidad de más motivación. Pero, en este caso, todo el subtexto romano, tanto el componente ambiental como el histórico, terminan jugando de maneras muy poco fértiles frente a la anécdota, y es lo que puede generar la sensación de un artificio improcedente.
Hollywood clásico
El menjunje incluye otros rasgos más. De alguna manera el subtexto romano trajo un componente de glosa estilística y muchas cosas en la película remiten a los retratos de la Roma antigua en la Hollywood de entre 1930 y 1965. La música de Osvaldo Golijov, con sus fanfarrias con quintas abiertas y algunas líneas exótico-araboides, parecen haber tomado como modelo las composiciones de Miklós Rózsa en películas tipo Ben Hur (1959). Todo eso va en sintonía con algunas alusiones al cine de la Hollywood clásica (el logotipo de la RKO, Hitchcock, reencuadres por medio de un cierre de iris).
Cuando vemos la Megalópolis, hacia el final, se parece a las visiones utópicas procedentes de la primera mitad del siglo XX, con tecnología avanzada, pero también mucho espacio, horizonte, naturaleza y otros encantos. Hay un gusto por los diálogos y actuaciones impostados, ampulosos, sintonizados con aquella noción de que en tiempos históricos las personas hablaban “para la historia”, diciendo grandes frases para que luego sean citadas por los historiadores y aprendidas en los colegios. Hay una fuerte teatralidad en todo eso, y muchos de los diálogos están acompañados de movimientos de los actores por la escenografía, un poco a la manera de las puestas recientes de ópera, que consideran que personas quietas hablando por más de 30 segundos es algo insoportable y hay que animarlo con desplazamientos y gestos enfáticos. Cuando el tono no es solemne, entonces se cambia a una caricatura grotesca, casi circense.
El menjunje estilístico y de referencias va más allá. Los exteriores, sobre todo los que están tomados desde el tope de los rascacielos, transcurren todos en la hora mágica y motivan una coloración tendiente al dorado, que se vuelve aún más onírica por un movimiento de las nubes que cruzan el cielo más rápido que lo normal. Hay una extensa secuencia en tripantalla que puede evocar el final de la Napoleón de Abel Glance (1927), cuyo reestreno en los años 1980 Coppola ayudó a financiar.
Hay, además, dos secretarias que se mueven en total sincronía, en una coreografía robótica reminiscente a la de los trabajadores de Metrópolis, pero quizá el elemento más bizarro y disruptivo sea que Catilina tiene la facultad de detener el tiempo: grita “¡Tiempo, detente!” y el mundo se congela mientras él reflexiona, da vuelta atrás y evita una caída. (En inglés es “Time, stop!”, lo que da un poco menos de cringe que su traducción al español, sin quitarle el aire de Harry Potter para viejos chochos). Es un componente de cine fantástico que, como tantas cosas en la película, no tiene mucha explicación, pero tampoco tiene mucha consecuencia (la historia podría ser virtualmente idéntica sin ese toque mágico).
Consistencia puntual
La película es tan distinta a cualquiera de las que haya hecho Coppola que puede costar encontrarlo en Megalópolis. No es nada inesperado, ya que Coppola es, junto con George Lucas, el menos “autoral” de los movie brats que se destacaron en la década de 1970 y, en todo caso, sus constantes estilísticas y temáticas están mucho menos enfatizadas que su afición por explorar senderos nuevos.
En todo caso, podemos considerar que la saga de los padrinos (1972, 1974 y 1990) tenía muchas alusiones -como la organización mafiosa misma- a la Roma antigua. El gusto por el entorno escenográfico artificial y las guiñadas a la Hollywood clásica ya estaban en One from the Heart. Las secuencias de imágenes superpuestas y que van dando lugar unas a otras en una construcción fluida, tan contrastante con el montaje seco de El padrino, La conversación y El padrino parte II, viene de la secuencia inicial de Apocalypse Now, y apareció en varias películas suyas desde entonces. El retrato positivo de soñadores con ideas delirantes coincide con Tucker (1988).
Dicho sea de paso, ese enaltecimiento del soñador persistente en sus proyectos desmesurados parece una alusión de Coppola a sí mismo, casi una justificación de las muchas ocasiones en las que, contra viento y marea, emprendió producciones cinematográficas muy ambiciosas, perdió todo o casi todo lo que tenía y luego levantó cabeza. De alguna manera, la insistencia de Cesar Catilina en la construcción de Megalópolis parece una justificación de la misma película que estamos viendo: un proyecto en el que nadie cree, que los financistas consideran inseguro, vilipendiado por muchos, pero que, al final (en un futuro que todavía no llegó en nuestra vida real, pero que Coppola parece asumir), probará ser un aporte sustantivo. Hay algo medio megalómano en todo eso, con el detalle nada menor de que, cuando tiene que elegir el nombre de su hijo, César dice que si es varón se llamará Francis.
Son curiosas las coincidencias de esta película con The Brutalist (Brady Corbet, 2024), lanzada casi al mismo tiempo, que también cuenta la historia de un arquitecto visionario que enfrenta muchas dificultades, con abundantes alusiones al modernismo de mediados del siglo XX y que también luce muy estilística. Ambos proyectos coinciden, incluso, en los créditos finales con un diseño en diagonal. Las dos expresan, además, cierta tendencia curiosa en el retrato del arte en Hollywood: como que la grandeza artística se expresa en unos personajes caprichosos, que no escuchan la opinión de nadie más, y no hacen sino imponer su voluntad en forma tozuda y arrogante, como si esa tozudez fuera la grandeza artística en sí misma. El artista es alguien que “tiene un sueño” y se esfuerza por realizarlo. Esa visión nunca da el paso adicional de defender la idea en sí misma. Es como que el arte, desde ese punto de vista, es esencialmente una manifestación de la voluntad de potencia, condimentada con la gracia adicional de ser “incomprendida” por sus contemporáneos.
Lo que no funciona
Es bastante fácil hablar mal de esta película. Su actuación y diálogos estilizados lucen anticuados y, para peor, imponen un distanciamiento que quita cualquier posibilidad de empatía. Además, esa manera de hablar, así como la estructura llena de alusiones y subtextos, puede verse fácilmente como un resguardo medio facilongo, como quien llena su texto de comillas para, en definitiva, no responsabilizarse por ninguna de sus denotaciones, llenando todo de connotaciones imprecisas. Cada cosa que dice cada personaje puede ser lo que denota o puede ser un acto de ironía de parte del dispositivo narrativo. Si te convenció, qué bien, y si te parece una idea pueril o inconsistente, se puede argumentar que la película lo está mostrando como un mero ejemplo de un personaje pueril o inconsistente.
El espectador nunca sabe bien dónde está parada la película y las personas con menos autoconfianza interpretativa quedarán con la sensación de que hay cosas que se están perdiendo. Es una manera barata de generar sensación de profundidad. La narrativa es un poco errática y nada parece importar demasiado: a Catilina le pegan un tiro en la cara, pero le hacen una cirugía empleando megadon y se recupera; Cicero hace una confesión importantísima, pero ese elemento anecdótico no se usa. Y así con casi todo. Para colmo, la (aparentemente buscada) inconsistencia estilística, los elementos sin motivación, la narrativa medio errática, son todos factores que colaboran a una experiencia aburrida y arrastrada. La película dura dos horas y 20 minutos, y es como si durara tres horas y media.
La idea de Roma como la antigüedad de nuestra civilización luce tremendamente eurocéntrica y envejecida. El retrato de la clase opulenta decadente se expresa con unas mujeres (todas jóvenes beldades hegemónicas, tipo modelo de pasarela) besuqueándose. El visual dorado no es muy diferente de lo que uno ve cotidianamente en las propagandas de artículos suntuosos.
Hay, como en casi todo Coppola, una gran ambigüedad ideológica. Cuando Catilina dice “No dejen que el ahora destruya el para siempre” es un alegato en pro de visiones que vayan más allá del conservadurismo, de lo seguro: bien ahí. Pero en la discusión, Cicero, encarnación de ese conservadurismo, dice que el pueblo no necesita sueños, y sí profesores, salud y trabajo. Esas preocupaciones, en la película, son ejemplos de pequeñez. Quizá lo sean, pero ¿frente a qué? El “para siempre” de Catilina podría ser la gran solución de todos los problemas humanos, y entonces bienvenido sea, pero podría ser también la apuesta a los malla oro porque luego el derrame todo lo va a solucionar (es decir, una neoliberalidad).
Es medio patético ver tanta plata tirada en una idea que podría hacerse, con efecto casi idéntico, con un presupuesto mucho menor, como el de, por ejemplo, Cosmópolis (David Cronenberg, 2012), por nombrar otra obra ubicada en un futuro cercano, entre millonarios.
Lo que sí
Por el lado bueno, hay algunas imágenes lindas. En unos pocos breves planos, vemos a John Voight junto a Dustin Hoffman, en una preciosa guiñada a Midnight Cowboy (1969). Además de ellos dos, están Adam Driver, Giancarlo Esposito, Shia LaBeouf, Laurence Fishburne y, como siempre en Coppola, algunos de sus parientes (su hermana Talia Shire y el sobrino Jason Schwartzman). Además, la breve escena del atentado es digna del autor de El padrino.
Uno puede aburrirse tremendamente con la película, pero si es un fracaso, es un fracaso que no se parece a nada más. La variante de retrofuturismo de aquí no tiene nada que ver con la veta cyberpunk, tiene un sabor bien distinto. Es difícil defenderla como una buena experiencia, pero es una experiencia.
En el caso, muy improbable, de que el futuro revele a Megalópolis como una genialidad incomprendida, el proceso de haberla visto, haberla odiado o menospreciado y luego darse cuenta de andá a saber qué virtudes inalcanzables para los meros mortales de 2025, siempre será una lección de humildad. Y si no ocurre tal cosa, está la posibilidad de vanagloriarse de siempre haber tenido razón.
Por último, es una película de Francis Coppola: el brete está entre sufrir dos horas en la butaca del cine o perderse la discusión obligada de todos los cinéfilos del momento. Y luego está la gente como yo, que vi El padrino, fácil, unas 40 veces, y La conversación como diez, y sufrí Megalópolis sin arrepentimiento, como un acto de amor a un abuelo medio loco, pero al que le debo enormes alegrías y afectos.
Megalópolis. Con Adam Driver, Nathalie Emmanuel, Giancarlo Esposito. 140 minutos. En Cinemateca, Life 21, Alfabeta, Movie Montevideo, Tres Cruces, Punta Shopping.