Acostumbrados –o, por lo menos, domesticados– a pensar en una relativa escasez o ausencia de censura del arte en Occidente, varios casos recientes nos deberían despertar con la misma fuerza de una ducha helada: las presiones para ocultar e impedir difusión de obras y movimientos artísticos no sólo existen en Rusia, China, Hungría, Turquía, Arabia Saudita, Cuba, Venezuela, etcétera, como es bien sabido y documentado y reiterado, sino que se están robusteciendo en varios países autodenominados democráticos, con Estados Unidos a la cabeza.

Hace unos meses pintamos un panorama de los laberintos (éticos y prácticos) donde vaga el arte en tiempo de cambios radicales. Adentrémonos un poco más en ellos.

Correctamente e incorrectamente políticos

Hasta hace un tiempito, en una histórica vuelta de tuerca, la censura, desde largo tiempo casi monopolio de la agenda de derecha –con todos sus cucos: atentados al pudor, blasfemia, exaltación del sexo y la droga, desestabilización de la familia, etcétera–, se había vuelto instrumento invocado por cierto sector del progresismo. Fue la fase final de la época de lo políticamente correcto, que tiene una historia larga y compleja, ya que al principio recibía críticas, y a veces muy duras, también desde la izquierda. Se le imputaba, en definitiva, un exceso de sensiblería, sobre todo lingüística: una ruta “eufemística” que se veía como un maquillaje que dejaba inalterados los problemas.

La cuestión se complicó en los últimos años, sobre todo frente a las nuevas perspectivas feministas y queer (pero no sólo) hacia algunos estereotipos sexistas y raciales y a la cuestión “inclusiva” del lenguaje, vale decir los finales de palabras “neutros” en lugar del masculino incrustado por defecto en el habla, pero también la eliminación de términos claramente ofensivos, destinados tradicionalmente a algunas minorías. En general, reivindicaciones inimpugnables. Pero la torpeza derechista, como siempre, brilló, y brilla, en su afán de mezclarlo todo, calificando al paquete entero como “woke” e indicándolo como nefasto y central para la cultura de la cancelación (que sería, en cierto sentido, una actualización y aceleración de la vieja damnatio memoriae).

Es evidente que algunos excesos woke existen: el cambio abrupto de género de algunas palabras (“cuerpa”, “sujeta”, “colectiva”) es un acto, a lo sumo, divertido para algunos, pero vacuo, y que, de hecho, tiene un uso extremadamente marginal. O pretender que se descuelgue un cuadro del siglo XIX de un museo porque refleja misoginia, o cambiarles cualidades a personajes de novelas y cuentos del pasado para que se adapten a la percepción contemporánea, es un viscoso malentendido de cómo debería funcionar cualquier política cultural decente, aunque es cierto que los casos han sido, en cantidad, pocos. Sin embargo, es aún más evidente que se tiene que respetar cómo un grupo social autodetermina su identidad y nombre y que se debería parar el uso de palabras altamente ofensivas para definirlo. Asimismo, si bien cualquier producto cultural no debería alterarse por cuestiones morales y didácticas, es imperativo que se lo pueda cuestionar, renovando interpretaciones y desnudando falacias, siempre en el marco de su contexto histórico.

Lo más grave, a la postre, es que esta irritación sobre tendencias que se pintan como “hegemónicas” y no lo son, y que irían en contra de la libertad de expresión, ha sido la coartada perfecta para que los ultraconservadores se legitimaran para proclamar cualquier barbaridad, cuando no directamente amenazas, contra los sujetos de siempre –mujeres, migrantes, homosexuales, negros, etcétera–, sin que pasara absolutamente nada. Ahora parece que se están extendiendo a cualquiera que, en nombre de los derechos humanos, se exprese como antifascista: Trump ya quiere rotular la categoría como “terrorista”, con todas la consecuencias sociales y jurídicas que esto comportaría.

Francamente, no extraña que tal monstruosidad se pueda materializar primero en un país como Estados Unidos, que se proclama democrático, además de destacadísimo defensor de la Libertad, con mayúscula, mientras permite que se despida a trabajadores por intervenciones en las redes sociales que no contienen mensajes de odio ni violencia, sólo disidencia (un solo ejemplo en “nuestro” campo: la profesora de Historia del Arte Karen Leader, de una universidad de Florida, fue suspendida por comentarios sobre Charles Kirk, no justificativos de su homicidio), y mientras también, hablando de “cultura de la cancelación”, amplía diariamente la lista de libros que no se pueden leer en las escuelas públicas de varios de sus estados (ya son más de 4.000 los títulos prohibidos, entre ellos, clásicos contemporáneos como El cuento de la criada de Margaret Atwood y El color violeta de Alice Walker). Y, por otro lado, tratar de “terrorista” o “nazi” (o de su variante, colmada de ginofobia, “feminazi”) parece haberse vuelto la clave, sobre todo en la arena digital, para empezar o terminar, a piacere, cualquier confrontación.

La mordaza israelí

Este repaso no puede no detenerse sobre el brutal aparato censorio que Israel viene desplegando para reducir el flujo de noticias e imágenes del genocidio perpetrado en Gaza –que empieza por la negación de acceder a los territorios en conflicto a cualquier periodista extranjero– y que, naturalmente, de forma directa (demolió todos los centros de arte, con relativos acervos, incluso el más importante, el Shababeek for Contemporary Art, pulverizado en abril de 2024) o, más comúnmente, a través de sus proxies atlánticos (fundamentalmente la administración Trump y buena parte de Europa) se aplica, también, a eventos y fenómenos artísticos.

En febrero, una alarma fuerte vino del curador estadounidense de origen libanés-palestino Fareed Armaly, que rechazó el importante premio Kollwitz de la Academia de las Artes de Berlín por sentirse “incapaz de alinearse” con la política cultural alemana que silenciaba a los defensores de los derechos palestinos. Lo mismo había pensado el artista egipcio Mohamed Abla cuando en 2024 devolvió la prestigiosa Medalla Goethe, ganada dos años antes.

También a principios de 2025 estalló el escándalo que, en este sentido, más resonancia tuvo en el recinto del arte. El Creative Board de Australia, que había elegido al artista Khaled Sabsabi, de origen libanés, pero residente en Sídney, y al curador Michael Dagostino para representar al país en la Bienal de Venecia del próximo año, a los pocos días invalidó la decisión luego de que Claire Chandler, senadora del ala de derecha del Partido Liberal, cuestionara a Khaled, culpable, a sus ojos, de haber creado la videoinstalación YOU en 2007, en la que aparecía, “ambiguamente”, Hassan Nasrallah, líder de Hezbolá. El mundo artístico australiano estalló en contra de la decisión, totalmente inédita en la historia de este país, que tiene un pabellón fijo en Venecia, y el Board no pudo encontrar a ningún artista que aceptara sustituirlo. Tal vez por eso, y también por la presión de miles de personalidades levantadas en contra de la decisión –sin contar que la percepción de la opinión pública sobre la situación en Medio Oriente empezó a cambiar en los últimos meses y es mucho más crítica respecto a Israel–, el Board anuló la revocación a principios de julio y, en conclusión, Sabsabi y Dagostino irán a Venecia. Fue un papelón gigantesco de las autoridades, dispuestas a eliminar cualquier posibilidad de que un simple nombramiento irrite a una fracción política (que muy a menudo es la conservadora), pero de final feliz.

Otros casos han tenido finales menos felices. Por ejemplo, la reciente y fulmínea borradura de un mural de Banksy sobre una pared de la Royal Court of Justice de Londres, que representaba un juez con típica peluca mientras le pega a un manifestante indefenso con el mazo hasta hacerlo sangrar, evidente referencia a la terrible represión en Inglaterra de las demostraciones propalestinas. Llama la atención porque, en general, cuando aparecen obras callejeras de este artista, sin identidad pero muy célebre y cotizado, en vez de borrarlas, se las preserva como si fuesen fragmentos de la Capilla Sixtina.

Foto del artículo 'Censura, autocensura y censura de la censura: arte y batallas culturales en los países democráticos'

Foto: Captura

Hubo varios casos más en 2024: siempre en la capital inglesa, la Royal Academy of Arts retiró dos piezas centradas en el conflicto palestino-israelí de la antológica Young Artists’ Summer Show, mientras la fundación alemana de arquitectura Schelling le otorgó y, al tiempito, le quitó al artista británico James Brindle un premio de 10.000 euros porque este había firmado, junto con miles más, una carta abierta en apoyo a un boicot a Israel.

La excusa para esta y varias otras “represalias” es la definición de antisemitismo que, promovida por la International Holocaust Remembrance Alliance, hace coincidir, notoria e increíblemente, las críticas al Estado de Israel con el odio hacia los judíos. Esta idea ha llegado al delirio en manos de Trump: en marzo, el mandatario equiparó cualquier manifestación a favor de Palestina con actos de terrorismo (otra vez), e instigó a las fuerzas armadas a accionar consecuentemente la represión.

Hay muchos casos de abusos, entre otros, la detención de la célebre fotógrafa Nan Goldin, judía, por participar en una manifestación en Nueva York contra los fabricantes de armas estadounidenses, que se enriquecen gracias a la destrucción de Gaza, y las cancelaciones de una muestra, en Indiana, de la artista palestina Samia Halaby, muy crítica de la política de Netanyahu, y de Danielle SeeWalker –de origen hunkpapa–, “responsable” de hacer comparaciones entre la terrible situación de los palestinos y aquella de los nativos americanos (en estos dos últimos casos hubo resistencia: al poco tiempo otra institución logró armar una Halaby Uncanceled, mientras SeeWalker empezó un juicio que terminó con un acuerdo entre las partes).

Podría seguir con varios párrafos, pero sería redundante, y a pesar del plan de paz de Trump –tambaleante y básicamente carta blanca para que sobre el futuro de Palestina decidan los opresores y no los oprimidos– no parece que estos abusos fueran a parar: para quien quiera ver más atropellos de este tipo acaecidos en Estados Unidos, aconsejo la página de la National Coalition Against Censorship, dedicada a “Israel-Palestina: 2023-en adelante”.

Al ritmo del algoritmo

La censura operada en el mundo digital, casi siempre obsesivamente centrada en desnudez y sexualidad (casi nunca en violencia más o menos extrema), si bien se podría pensar como algo anecdótico, revela en realidad una situación altamente inquietante. Muchos recordarán que Facebook, en el lejanísimo 2011, prohibió una foto del óleo El origen del mundo (1866) de Gustave Courbet, para, luego de un proceso, ser obligado a (re)admitirla en su plataforma. En los años trascurridos desde aquel momento ha pasado, tecnológicamente, de todo, y el poder de los algoritmos se ha vuelto ferozmente invasivo: como es bien sabido, fundamentalmente regula nuestras vidas, incluido el acceso al arte que consumimos en la web.

Hay estudios que confirman que los algoritmos de plataformas como Instagram, X y Facebook y varias de las IA operadas por el público general descartan imágenes que el “ojo mecánico” escanea como obscenas, incluida obras de arte. Con todo tipo de sesgos (étnicos, morfológicos, de género), por supuesto, y criterios por ende cuestionables, se ensaña con lo sexual (no obstante, paradójicamente haya una proliferación ciclópea de sitios porno gratuitos y un crecimiento desmedido de OnlyFans), dejando desobturado, en nombre de la libertad total proclamada por Elon Musk en X y Mark Zuckerberg en Meta-Facebook, el flujo de imágenes y videos extremadamente violentos, a menudo usados como “ganchos” para los usuarios. De algún modo, estas redes sociales prefieren Tanathos y dejan Eros, en buena parte, a otros actores internéticos: claramente se trata del fruto de una partición de territorios entre oligopolios y no del resultado de preocupaciones morales.

Por supuesto, lo más aterrador, en términos de censura, trasciende al mundo del arte y se aplica a cualquier campo de lo digital. Primero, el hecho de que allí no tenga rasgos diferentes según la nación –cada una con sus específicos conceptos de tabú, decencia, etcétera– y se aplique, sin sutilezas y diferencias, en todo el globo, no ya por el poder verticalista del Estado (que es, para quienes eventualmente protestan, un blanco claro), sino por los falsos amigos de Silicon Valley, que deciden qué es inmoral u obsceno y cuáles son los límites creativos; lo hacen, obviamente, por razones meramente comerciales.

Segundo, que la misma internet, con sus motores de búsquedas (y, en parte, resultados de IA), es en sus entrañas, casi ontológicamente, una enorme e inexorable máquina censoria, que hunde en sus “resultados” lo que no monetiza, o directamente lo hace desaparecer, según criterios absolutamente opacos y que nunca, nunca, se generan en pos de una real exigencia o inquietud de los usuarios.

¿Y acá?

La situación uruguaya en el rubro de la censura artística no parece, francamente, preocupante: creo que el último caso, bastante folclórico, se dio en 2016 cuando José Mujica y Lucía Topolansky pretendieron que se retirara de la vidriera de la galería Diana Saravia un retrato imaginario de los dos desnudos –en pose Adán y Eva–, firmado por Julio de Sosa: a la postre, error de la pareja presidencial que, como figuras públicas hiperexpuestas, hubiese debido bancarse esta suerte de Cranach naíf, inocuo e inmensamente más light que los numerosos agravios verbales que acompañaron sus carreras políticas.

Quizás, finalmente, merecería más reflexión el muy probable incremento, en un clima tan tenso, de la autocensura, que, como bien se sabe, puede ser funcional o más a menudo terrible, según la ocasionen, respectivamente, la ética o el puro miedo. En este sentido, cito y cierro con dos episodios nacionales relativamente recientes donde no hubo censura, pero sí vivaces protestas.

En marzo de 2024 –en el marco del “mes de la mujer”– el MNAV hospedó la exposición La herida más profunda, curada por María Frick, con obras de artistas israelíes que testimoniaban “el sufrimiento ocasionado por los actos de violencia sexual y de género perpetrados en el atentado del 7 de octubre de 2023”: circuló una carta, firmada por más de 200 artistas y figuras del ámbito cultural que se decían preocupados por la unilateralidad de la muestra y abogaban por que se armara también otra que diera espacio a la perspectiva opuesta, la palestina, sobre la situación. Hubo una muy diplomática respuesta a la polémica de la entonces directora de Cultura, Mariana Wainstein, y la exhibición siguió sin problema. En retrospectiva, una censura hubiera sido desastrosa e injusta, obviamente, pero sigue resonando el muy cuestionable timing de la exposición, dado que la matanza de gazatíes a aquella altura no daba señales de parar y ya superaba, según datos de las Naciones Unidas, las 30.000 víctimas, muchísimas de las cuales eran mujeres.

Hace unas semanas, en el contexto de las jornadas “Hacia el fortalecimiento de los derechos humanos de las personas LGBTIQ+”, hubo una performance (esencialmente, un breve drag show) de Negrashka Fox y Padyjeff en Presidencia contra la cual se levantaron, en primera instancia, Guido Manini Ríos (“lamentable”) y Sebastián da Silva (“al límite de la cordura y la investidura”), y luego cientos de comentarios negativos en redes sociales. La mayoría, huelga decirlo, burdos y violentos (véase, por ejemplo, aquella ciénaga que son a menudo las apostillas a las notas de los lectores de Montevideo Portal). El riesgo podría ser que la brutalidad de las reacciones genere temor, incluso inconscientemente, para organizar futuras instancias de manifestaciones no mainstream dentro de un marco institucional: algo pésimo, ya que el acceso para un público general a expresiones de grupos usualmente poco representados por la oficialidad resulta sustancial para el equilibrio social.