Editado originalmente hace unos meses y ahora lanzado en vinilo, el disco Deforme, de Jhona Lemole con la Orquesta Deforme, abre con un gesto que delimita toda la impronta del álbum: el acople y cierta sonoridad cruda de “cinta invertida” contrastan con la melodía límpida que inicia segundos después. La extrañeza que genera la intro, la tensión entre lo íntimo y lo festivo se sostiene en todo el disco como una revelación de la forma en que la celebración se tiñe de sombras cuando lo cotidiano se vuelve inquietante.

“Casa de los horrores” y “La fiesta”, el segundo track, instalan el ADN del proyecto: más que relatar, crean atmósferas ambiguas. En la primera, guitarras despojadas y percusiones detenidas evocan un encierro corroído; la voz, quebradiza, oscila entre lo confesional y lo espectral. La letra introduce un “vos” –comparado a un “parque de diversiones”–, pero sin que eso anule la amenaza: la casa es tanto refugio como ruina. En “La fiesta” el inicio pop y ligero pronto se quiebra con la imagen de “un muerto en el sillón, a lo Mariana Enriquez”. La celebración se vuelve mascarada lúgubre; la música incita al baile pero se carga de disonancias y voces desintegradas, como si el lenguaje mismo desafinara la realidad de lo que cuenta. Brillos y copas “que presumen felicidad” conviven con la extrañeza de una comunidad sostenida por disfraces de cotillón mal hechos.

Esta estética ominosa de lo cercano emana de la convivencia de lo vital y lo fantasmagórico, del afecto y la grieta, donde la Orquesta Deforme opera como laboratorio sonoro que no ilustra, sino que interroga. Se trata de una experiencia sensorial que se ubica en la fisura: la casa derrumbada y la fiesta con un muerto desarman expectativas de ligereza y habilitan nuevas formas de estar juntos. En “Intoxicado”, Lemole condensa su letrística pop en escenas que recuerdan simultáneamente a Bukowski y Julio Inverso: humedad en la pared, un especial de Navidad en la TV, un vaso de whiscola. La intoxicación se vuelve metáfora existencial no por su exceso, sino por su estado de precariedad. Es por ello que la estructura musical evita resoluciones, consolidando una apuesta por la incomodidad: el detalle de una risa, como la de los “premolares brillando”, aparece como salvación mínima. La canción revela que la intensidad se juega en lo pequeño, en los vínculos frágiles más que en gestos grandilocuentes. Se acentúa el desgarro, dejando silencios y huecos, y un mastering crudo (a cargo de Juan Stewart) que evidencian el cuidado y la cercanía puestos en su posproducción (Santiago Peralta).

El énfasis en lo mínimo no deja de lado cierta tensión con la intensidad colectiva que va desenvolviéndose paulatinamente en el álbum. En “Algún dios” la subjetividad se multiplica en un tejido de voces femeninas que desplazan el yo hacia lo plural. La pieza evita resoluciones fáciles y sostiene una letanía suspendida –“tenés todo y nada, tenemos todo y nada”– que construye un clima ritual sobre la suavidad instrumental y los silencios, que encarnan una suerte de irradiación amorosa. En contraste, “Escenarios sin sentido” se centra en la clausura subjetiva –una voz desnuda, el ritmo circular y opresivo– donde la austeridad subraya la impresión de encierro. Juntas, tales piezas condensan otra de las oscilaciones centrales del disco: apertura y repliegue, comunión y aislamiento.

“Las flores” radicaliza la apuesta. Las flores brillan como neones en la oscuridad del mar, imagen de la convivencia entre lo natural y lo artificial. La letra, breve y con vocación de loop, funciona cual mantra que genera un estado perceptivo más que un relato. La música suspende contornos, evita clímax y apuesta a un flujo circular que intensifica la escucha. Lo efímero deviene persistencia. La producción equilibra intimidad y expansión, haciendo de la yuxtaposición de elementos dispares –como las imágenes de Saturno y de un 1° de enero– un signo de apertura a múltiples sentidos. En la recta final, “Invencibles” y “Orquesta Deforme” forman un díptico entre lo cotidiano y lo cósmico. La primera se sostiene en un medio tiempo desde donde enumerar fragilidades –las terapias, las pastillas, los lunes– y transformar la precariedad en un acto de afirmación.

La invencibilidad no niega la caída, se proclama desde ella. La fuerza política reside en conjurar la potencia en el canto compartido. Quizá eso es lo que permite al tema “Orquesta Deforme” sumergirse, con soltura, en un paisaje mítico de mar, huesos, olas, cielo y trueno, con una música que se expande en capas que producen ascenso. La voz se vuelve plegaria coral. La letra oscila entre la valentía y la locura –“fuimos valientes de mente, dementes también”–, aceptando la contradicción como identidad. El estribillo “cielo mediante” no promete trascendencia, sino esa apertura “sin fin” que devuelve al oyente al carácter procesual del álbum.

Ni la fiesta siniestra ni la casa en ruinas desaparecen nunca: se integran a un punto de convergencia donde la música no ofrece un búnker ante el apocalipsis, sino una invitación a habitar la incertidumbre. El disco termina como empezó, mostrando que su empuje radica en la ausencia de respuestas y en asumir la paradoja como fuente de sentido. Deforme define su decir en esa grieta, en la deformidad que no es un defecto, sino una fuerza que, si bien hace que el presente carezca de continuidad estable, también hace de lo vulnerable algo cercano a la gracia o a la delicadeza. Lemole propone una luminosidad melódica que no renuncia a la densidad poética, y es allí donde radica su rasgo más definitorio.

Deforme, de Jhona Lemole y la Orquesta Deforme, 2023. En plataformas. Little Butterfly Records, 2025. En vinilo.