El segundo trabajo de Mercedes Xavier, Abisma, condensa un tránsito hacia zonas donde el sonido y la palabra dejan de ser meros vehículos expresivos para devenir estados de conciencia. Grabado en Bella Vista con producción de Jhona Lemole, el disco confirma la deriva estética que ya se insinuaba en Vuelo incierto (2023): un folk despojado, de raíz pero no de suelo, donde la voz se vuelve materia sonora y el silencio, ritmo. Las ocho canciones funcionan como cuadros de una misma experiencia liminar: la de mirar el mundo cuando la luz se retrae y sólo queda el pulso interior que sostiene la existencia.
En lo formal, el álbum se inscribe en una línea minimalista con resonancias ambientales y espectrales. La guitarra arpegiada conserva el centro tonal, pero el entorno –sintetizadores, reverberaciones, capas de aire– genera una atmósfera de suspensión, de respiración contenida. La producción de Lemole opera con la precisión de un escultor de frecuencias: no rellena, modela. La presencia de Karen Halty en las voces secundarias introduce un contrapunto etéreo, casi litúrgico, que acentúa el carácter ceremonial de la obra. Nada en Abisma resulta ornamental: cada sonido se sostiene por una necesidad interior que parece surgir del mismo proceso de escucha.
En el plano poético, el disco puede leerse como una secuencia de visiones o presagios enlazados con la tradición del “delirio lúcido” que Walter Otto y Giorgio Colli atribuyeron a Dioniso: un saber nacido del trance, de mirar el abismo sin apartar la vista. El título mismo sugiere esa doble condición de caída y apertura, de conocimiento y extravío. Pero Abisma es también una operación simbólica: una feminización deliberada de un sustantivo que históricamente designa lo temible. Lo que era objeto o destino –el abismo– se vuelve sujeto y acción: ella abisma, se abisma. La caída deja de ser fatal para volverse creadora, corporal, elegida. En esa torsión gramatical y ontológica, la voz de Mercedes se erige como médium y guía: no interpreta, convoca. Su canto opera como ritual de transmutación, un modo de enfrentarse al misterio desde la vulnerabilidad afirmativa del cuerpo.
“La tierra al revés”, tema inicial, manifiesta esta inversión. “Dar vuelta la tierra, toda la tierra al revés” es una consigna y una purga: cavar, remover, revelar lo que la superficie intenta ocultar. El compás lento y las guitarras en reverb instauran un clima de exorcismo, una limpieza por repetición. La figura del “monstruo” que aparece al inicio abre una dialéctica entre lo humano y lo sumergido que recorrerá todo el álbum. Esa tensión alcanza un matiz distinto en “Suavemente”, basado en un poema de Raúl González Tuñón. El adverbio, reiterado como mantra, deviene principio ético: transformar la violencia en energía de cambio sin renunciar a la dulzura. La interpretación, sostenida apenas por acordes suspendidos, deja que cada palabra flote en un espacio inestable donde la emoción no estalla, sino que persiste.
Ya a través de “Sólo sueño”, Xavier aborda el desdoblamiento de la conciencia: la vigilia y la pesadilla se confunden, y los “viejos monstruos” del inconsciente evidencian una batalla interior que es también corporal. La voz se multiplica y se enfrenta consigo misma: soñar se vuelve la única forma de supervivencia. Esa condición onírica retorna en “Una liebre”, donde el animal fugitivo encarna lo efímero. “Una liebre huyendo es una liebre huyendo”, insiste el verso, que parece dialogar con el de Gertrude Stein (“a rose is a rose is a rose”), quebrando toda posibilidad de metáfora complaciente: aquí nombrar es hacer estar y es precisamente allí donde lo bello también huye porque lo sagrado es siempre esquivo. La instrumentación, austera y precisa, acompaña ese hallazgo con un pulso tenue, casi cinematográfico.
“Destiempo” profundiza la obsesión de la artista por el tiempo como materia afectiva. “El tiempo se quema pensando en él”, canta, y la frase condensa la circularidad melancólica: pensar el tiempo es perderlo. Los arreglos electrónicos se expanden y contraen como si el sonido respirara. Preguntas como “¿cómo se quiebra una sombra en la habitación?” desdoblan la meditación en torno a la memoria. En ese sentido, “La niebla”, quizá la pieza más lograda, entrelaza paisaje y afecto: el campo y las ruinas funcionan como alegorías de lo que no puede reconstruirse. La niebla no es olvido, sino persistencia; es un velo que impide y a la vez resguarda. Aquí el dionisismo se vuelve madurez: la aceptación de lo irreparable, la calma posterior al temblor.
“O no”, con su estructura de condicionales, explora la incertidumbre amorosa como modo de habitar el tiempo. “Sabemos que todo es provisorio/ creemos que esto será eterno/ o no”: en esa oscilación entre certeza y duda se condensa la sabiduría trágica del disco, que a su vez remite a la humorada patafísica de Walter Franco, enigmática figura de la MPB que convirtió esa expresión en un gesto filosófico. Se trata de una manera de suspender el dramatismo y asumir, con serenidad irónica, el devenir y la contradicción. La repetición de la fórmula crea un vaivén entre confianza y escepticismo, mientras la guitarra, en acordes abiertos, deja vibrar el vacío. Y respecto al cierre, “Reflejo”, sintetiza toda la poética de Abisma: mirar el abismo y danzar en su borde. “Mediste tus miedos/ mediste tus ganas de saltar”, canta Xavier sobre una base en la que guitarra y sintetizador se funden en un pulso de agua y luz. En ese equilibrio entre caída y ascenso, la voz alcanza su punto más claro: la lucidez que sólo llega después del vértigo, cuando el cuerpo, habiéndose abismado, regresa del silencio con una forma nueva de oír.
Abisma, de Mercedes Xavier. 2025. En plataformas.