Hace más de 100 años, en un libro de ingresos y clínicas del hospital Vilardebó, se podía leer esto: Antecedentes hereditarios: el padre “fallecido de ataques”. Madre fallecida. La persona que la trae dice que hace dos años que la enferma vino de campaña. No le notaron nada anormal, salvo una tristeza pertinaz. Hace un año tuvo un ataque nervioso. Hace ocho días tuvo un nuevo ataque con pérdida de conocimiento y convulsiones. En estos últimos días también ha tenido alucinaciones visuales, veía monstruos y animales; crisis de risas y llantos inmotivados. Muy conversadora. Desgarra sus ropas. Su menstruación es normal. Diagnóstico: Histeria.
570 libros de ingresos y más de 60.000 fichas de historias clínicas del hospital Vilardebó integran el acervo de su museo. A esto hay que agregar alrededor de 40 libros de administración, más de 40.000 historias clínicas del hospital Musto y alrededor de 8.000 negativos fotográficos. Decenas de miles de mujeres y hombres que un día ingresaron con diagnósticos como excitación maníaca, debilidad mental, melancolía simple, melancolía ansiosa, estupor melancólico, demencia precoz, idiotez, locura moral.
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Un mediodía caluroso de octubre me siento con Selva en un espacio pequeño dentro del museo. De estatura baja, siempre arreglada, su pelo corto y blanco, sus ojos muestran un dejo de cansancio. Un polvo casi imperceptible ocupa el aire e irrita los ojos. Se escucha el ruido de algunos muchachos que trabajan en el lugar. Pregunto: ¿quién es Selva Tabeira? “Qué problema ese”, responde en voz baja y cuenta: “Soy auxiliar de enfermería. Me recibí en el 80. Trabajé en la mutualista Fraternidad y 27 años en el Hospital Español. Trabajé en el Musto y en el 2000 concursé y entré al Vilardebó”. Nació en 1958 y desde hace años trabaja como tallerista en la rehabilitación de usuarios judiciales. Lleva adelante el museo que fue inaugurado en 2016, aunque aclara que, antes, ya se realizaban exposiciones con las obras de arte hechas en el taller. Selva es una luchadora.
El espacio abre los fines de semana del patrimonio y en cada edición de Museos en la Noche. También se pueden coordinar visitas en cualquier otro momento del año. Concurren alumnos de escuelas y liceos. También está a disposición para cualquier investigador interesado.
Junto con Selva trabajan dos investigadoras, María de los Ángeles Fein y Eliana Crusi, que se ocupan de la recepción, clasificación, recuperación y conservación de los materiales.
Sobre las visitas de estudiantes, María de los Ángeles –la voz suave, su pelo gris– dice: “Vienen por el interés del docente. Él viene primero y ve de qué se trata todo esto. Es la aceptación de que aquella persona cuya salud mental se ve afectada es igual que el otro, el que lo viene a visitar. No existe una brecha entre los dos. Este es un archivo vivo, porque está en permanente crecimiento”.
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El museo funciona en una edificación con pisos y paredes gastadas, cerca de la emergencia del hospital. Son varias salas de diferentes tamaños en las que se exhiben también, entre otras cosas, murales, pinturas y artesanías hechas por los usuarios del taller de Selva, un piano que se utilizaba para hacer musicoterapia, escritorios, material médico y de enfermería antiguos, chalecos de fuerza que ya no se utilizan, aparatos de electroshock, fotos, un kit de primeros auxilios de los utilizados en la Segunda Guerra Mundial.
En varias oportunidades prestaron parte del acervo para la filmación de películas. Para La sociedad de la nieve colaboraron con vitrinas, material de esterilización, instrumentos quirúrgicos. A cambio, la empresa productora les entregó algunos materiales e insumos para seguir con la mejora del lugar.
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Eliana es alta y tiene la energía de sus 29 años. Camina, va, ubica un libro, vuelve, no es el que necesita, va otra vez. Llegó al museo en 2017 en busca de material para un trabajo sobre el Manicomio Nacional. Le interesaba saber por qué las personas ingresaban, entender la complejidad de las situaciones. “Llegué a leer en un libro que un chiquilín de 17 años fue ingresado porque perdió un examen. O una chiquilina que fue ingresada porque no se quiso casar. Me llamaba la atención. Eran personas que no querían seguir las reglas establecidas. Era el poder de la familia. También es interesante el caso de los inmigrantes. Aquellos que llegaban y fracasaban. Ponían un negocio, no funcionaba y terminaban acá”, cuenta.
El Vilardebó fue inaugurado en 1880 como Manicomio Nacional. En la década de 1950 llegó a tener 1.400 pacientes. Durante muchos años casi no había medicación. “Dos cosas que calmaban eran los cigarrillos y la laborterapia”, dice Selva. “Un funcionario cobraba un sueldo como cigarrero. Venían las hojillas muy bien acondicionadas para que no agarraran humedad, en cajas de cartón, y el tabaco venía en barricas. El cigarro fue fundamental. Muchos pacientes ayudaban en su armado. También se hacían zapatos, baldosas y sombreros de paja”, agrega, y asegura que no hay salud mental si no hay un trabajo y un lugar donde vivir.
Las hojas de los libros, un poco amarillentas por el paso del tiempo, todavía mantienen su textura suave, como si quisieran atenuar lo que está escrito en ellas con una tinta que fue perdiendo su color original. Cada registro clínico es una persona que tiene un nombre, un apellido, que tiene un rostro, que tuvo sueños. Selva y los integrantes de su taller, junto con María de los Ángeles y Eliana, trabajan cada día por la conservación del material, para que la historia del Vilardebó y la de cada persona que pasó por allí pueda conocerse y ser un aporte para comprender el presente.