En la tarde de este viernes se conoció la noticia de la muerte de Arturo de la Cruz. Tenía 88 años. Nacido argentino, había llegado a Uruguay con una inquietud que era parte de su personalidad sinvergüenza y convencida. De sus primeras andanzas orientales, los mayores testigos fueron sus compañeros en los Hot Blowes, como Bachicha Lencina y Ruben Rada, al que una vez disfrazó de hombre salvaje de un circo para cruzar un peaje chileno con dudosas credenciales.
Las locuras televisivas de Cacho no tuvieron casualidades. Él mismo, todavía anónimo, fue a golpear las puertas de Canal 12 y no demoró en volverse dueño de casa. Durante décadas, con El show del mediodía, El castillo de la suerte, el programa de Chichita y Cacho Bochinche, estableció usos y costumbres de la sociedad uruguaya de manera natural y amigable.
Los electrodomésticos y los chanchos que regalaba en El castillo..., con su gran socio Alejandro Trotta, eran la medida perfecta de las aspiraciones y los pequeños lujos de la extendida clase media. Los retos de Ultratón, el robot aleccionador de Cacho Bochinche, un manual de comportamiento algo rígido pero acorde a la época de reminiscencias castrenses, que funcionaba a la perfección para premiar y castigar.
Por sobre todos sus personajes, los de la paródica Telecachadas y los que promocionaba en figuritas refrescos y detergentes, brillaba Cacho, un pícaro con sensibilidad popular, olfato, calle e intuición, que había encontrado la forma de explayarse como incorrecto humorista. Su talento también estaba sostenido por una gran formación artística y musical a la que le había dedicado buena parte de su infancia, también dedicado a tempranas experiencias laborales, que le aportaron un talante mercantil.
Cacho fue Krusty el Payaso mucho antes de la ocurrencia de Matt Groening. Se había ganado ese lugar de impunidad total desde el que solía bromear con su alcoholismo o el de sus compañeros como el Payaso Pelusita. La excusa podía ser una mamadera llena de whisky o una torta de cumpleaños especialmente condimentada. Ese permiso y el efectivo humor porque filtraba todas sus ocurrencias también posibilitó, paradójicamente, que fuera un adelantado: nadie nunca hizo notar que Chichita era un hombre vestido de mujer y con peluca.
Desde ese lugar transgresor, o del de Julio Pedemonte, una persona con algún tipo de capacidad especial, Cacho daba rienda suelta a su humor lleno de connotaciones sexuales, discriminatorias y amorales, sin haberse enterado de un solo castigo público. Lograba que las risas, sus morisquetas y su genial impronta fueran figura en un fondo de la posdictadura que se encargó de delinear fuertemente desde su lugar preponderante en los medios de comunicación.
Fue quizás la máxima celebridad uruguaya de la década de 1980, de la que el chismerío elaboraba extendidas tesis sobre su antipatía fuera de cámaras, con algo de razón. Le dedicó su vida a la profesión. En su último domicilio en Punta Carretas tenía reservada la habitación más amplia para tocar jazz con sus amigos y otra más pequeña dedicada a su taller de pintura en el que destacaba sobre un altar un pequeño muñeco de Astroboy.
Hizo las más grandes producciones de la TV uruguaya, aunque en realidad no precisaba nada. Su mago de mentira fue una de sus más grandes creaciones y sus momentos camperos junto al Pampa González siguen liquidándonos de risa. “Pasaron los años como surcándome el cuero”, recita el Pampa vestido de gaucho y se entrega a las “Horas negras”, de José Alonso Trelles. A su espalda, el brillo en los ojos de Cacho traspasa la pantalla y te hace trastabillar, igual que a su compañero de escena y su dentadura postiza.
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