Una bandera pintada a mano ocupa la esquina de Maciel y la rambla 25 de Agosto. En la vereda de enfrente se arma la fila para entrar a la Sala del Museo del Carnaval. Un grupo vestido de negro, propietario de un trapo futbolero –con letra pinchuda dice “Graffolitas”– toma cerveza sin prestar atención a las filas de contenedores del puerto, donde se oculta el cielo de una noche de sábado.

Pasadas las ocho, las caras se reconocen entre sí por medio de sonrisas, y otras manos de fanáticos de la banda duraznense se encuentran en semicírculos de puesta a punto desde la última vez.

Cuando se abren las puertas del lugar, el primer llamador es un puesto de remeras negras con un dibujo alusivo al nuevo disco del grupo, Epístolas para un destinatario ausente, recientemente editado por Little Butterfly Records. La ilustración del artista Rubén Castillo es lúgubre, casi un trazo alargado en el que se define un hombre anciano y esquelético que escribe sobre una mesa. La primera vez que la vi, escuchaba el disco, una canción tras otra. Las siguientes veces también fueron como fogonazos de algo que provoca, a la vez, una especie de miedo nervioso y atracción por el detalle.

“Cuánto tumulto y cuánta soledad / cuánto barullo en esta tempestad / de acero y de cemento / vamos corriendo, creyendo caminar / mirando al suelo, buscando / algunos sueños para fumar / me olvidé de encontrar / y se queman Sodoma y Gomorra / y de una prueba en California / se dispara un misil / entre tanto invento de la humanidad / me revuelvo como un gato / no te voy a mentir / sólo quiero ser un bicho rastrero / un ave rapaz surcando los cielos / o algún pez de color en el mar / o ser una abeja, eso sí quiero ser / y picarte si quieres llevarte mi miel”.

“Abeja” es la canción que abre el nuevo álbum y con la que arranca el show. El cantante Claudio Cope Piquinela la ofrece al público con la confianza y la ligereza festiva de un clásico de la banda. La gente, como con el resto del extenso repertorio, la recita de memoria de punta a punta.

Volví a escuchar el primer disco, editado en el año 2000, del que luego voy a escuchar en vivo “Tiempo al perdedor” y “Refresca tu vida”. Recordé entonces que los había descubierto en el programa de Daniel Figares en AM Libre, Plan B, y que, más tarde, Guille Ameixeiras y Rufo Martínez ponían los temas de Graffolitas con alta frecuencia en Mundo cañón.

Ese viejo de la tapa podría ser Stewart C o el doctor Colina; todavía no lo tengo claro mientras sigo buscando, sin demasiado sentido, pistas sobre una fórmula para hacer canciones sin fallas. Así llegué a una radio mexicana y al programa Un shot de Mery Rock, por el que me enteré del tiempo que pasaron juntos, comiendo tallarines y “cagándose de la risa” mientras grababan, junto con Sebastián Teysera como productor musical, su quinto LP de estudio.

El doctor Colina y Stewart C son personajes del 1800, supe por el cantante; uno de ellos, o ninguno, fueron habitantes de la capilla Farruco, en el interior de Durazno. Dejaron rastros, a partir de su intercambio epistolar, de la existencia de una civilización perdida que vivió a orillas del río Yi.

Mientras transcurre el show, el tiempo pasa rapidísimo, a punto tal que, después de una hora y media, y un poco más, los funcionarios de la sala intiman a la banda a bajarse del escenario para cumplir con lo establecido en algún contrato, tal vez verbal.

“Cuando estoy escribiendo una letra tengo una melodía en la cabeza; después se la doy a ellos, que son los que saben de música, para que hagan lo que quieran”, le contaba Cope a la periodista mexicana Mary Chuy Gallaga en una conversación telefónica.

En el escenario, la banda, con Nicolás Bessonart y Robert Chavo Chavat en guitarras, Gonzalo Pombo en bajo y Roberto Tito Colina en batería, disfruta de su propio encuentro y de la natural conexión con su público.

La fórmula tiene grandes riffs, una astucia de buenos alumnos del punk y poesía certera. Sus más de 30 años se notan en la destreza de quienes han aprendido un oficio –como la carpintería, la tornería o la mecánica automotriz– y se esmeran, con gusto y sin sudor visible, en la laboriosa ilusión de lo simple. También en una teatralidad escénica que complementa la narración de las canciones y que, durante esos momentos, no hace caso de las exaltaciones del público.

Un show de Graffolitas incluye muchas exaltaciones, como los vivas a Tito, el baterista, y los saludos cruzados entre los integrantes de la banda y sus amigos presentes. Un tal Chino y otros personajes de Durazno se meten en el relato como si fuera la conversación de un boliche, como un tenis de bromas o como homenajes póstumos con brindis incluido. Ni bien arranca otro riff, una mujer de lentes de grueso aumento y campera deportiva anticipa la letra de “Colgada en un renglón”, una de las mejores del disco nuevo, y hace lo mismo con “El pastor”, incluida en Pobres SA, de 2004.

Cuando se prenden las luces y arranca la música funcional que invita a retirarse, Cope sale por una puerta pequeña para encontrarse de inmediato con familiares y amigos. El semicírculo vuelve a tomar forma y se alimenta de fanáticos que le piden una fotografía, a las que accede con la cercanía de un vecino buena onda.

Antes de irse, el frontman de gorra y buzo rayado, dueño de un inmenso talento literario, dice que ya no le quedan esperanzas de un mundo mejor, aunque aún recomienda acercarse a la música y a los libros. Llama otra vez a Teysera –con quien antes entonó “Escalado”– y con él se sube un pueblo para interpretar “Johnny”, de La Polla Records.

Cope canta algo más, inspirado en esas cartas antiguas y con el puño en alto: “Adentro en mi tormenta / yo veo el mar”.