Hace pocos días, en el podcast argentino Quemar un patrullero, la exejecutiva de EMI y actual directiva de un colectivo de sellos independientes Cecilia Crespo señaló: “Hoy lo que pasa es que la industria tecnológica ha dominado de tal manera el mercado que ha cambiado y tergiversado el negocio: ya no es un negocio de música, es un negocio de datos. Para los modelos actuales, lo importante no es el artista, sino las audiencias y el tráfico”.

Lux salió a la calle el jueves pasado. Accedí a cada detalle de su elaboración, después de un escroleo que comenzó ingenuamente y terminó por consumir mi fin de semana alargado hasta la madrugada del lunes; en vez de disgusto o angustia por la pérdida del tiempo libre, la tarea sólo aumentó el ansia de seguir enroscado en el asunto.

La información sobre el proceso del disco es tanta y tan ubicua que creo que hasta mi madre, cuyo vínculo con los medios de comunicación y las redes sociales se remite a una radio portátil clavada en CX 20 Montecarlo desde hace 50 años, ahora podría improvisar una opinión fundamentada sobre la más reciente obsesión de la cantante, compositora y productora española conocida como Rosalía, y hasta esbozar un pronóstico sobre la trascendencia de su cuarto álbum como pieza arqueológica de la cultura pop del siglo XXI.

“Yo pa mí que se van a sorprender. Yo espero. Pero una nunca sabe. Tampoco quiero hypear demasiado. Prefiero decir que es muy diferente al disco anterior. Na que ver, aunque de alguna manera está conectado con todos mis trabajos”, había adelantado la artista en una nota para Billboard un mes atrás.

Un reel de un influencer español, ocupado en las referencias a Blancanieves del ambicioso videoclip de “Berghain”, fue el primer caramelo. Luego hice zoom en fotos del exclusivo evento en el que Rosalía puso a sonar Lux, acostada en una cama gigantesca y acompañada por un telón-pantalla donde los afortunados podían seguir las letras de las canciones. Anoté: entrega, plegaria, sacrificio y me fui detrás de Leonard Cohen, una de las mayores influencias de Rosalía, durante los tres años que dedicó a este álbum.

En su diario de Substack la cantante dejó escrito: “Leonard Cohen solía decir que todo el mundo tiene una canción. Si es verdad que cada poeta tiene un poema, cada cineasta una película y cada músico una canción dentro de sí, entonces yo espero no encontrar nunca la mía”. Y más tarde, con el disco en todos lados, sentada en un banco de cemento en el medio del frontón de Beti Jai, volvía a Cohen: “Tomé algo que él solía decir: ‘Olvida tu ofrenda perfecta, todo tiene una grieta, así es como entra la luz’. Eso es lo que yo quería y por eso el disco se llama Lux.

Ese día, en la galería antigua cubierta de sol de la mañana madrileña, también le contó al disc jockey y entrevistador neozelandés Zane Lowe que “nunca había llorado tanto” mientras grababa las voces de un disco, y se extendió en su meticuloso método de trabajo, apaciguado de a ratos por su filosofía budista, nietzscheana –con algo de la del maestro Óscar Tabárez– que invita a creer en el camino antes de perseguir una recompensa.

Rosalía confiesa que para ella la música es una necesidad con la que ha aprendido a lidiar, no sin sufrimiento, y a la que está dispuesta a darle la vida. “Si la presión hace diamantes, ¿por qué no estamos todos brillando?”, se pregunta y a la vez denuncia, como parte de una sociedad quemada de estrés. También es un combustible que le da un entusiasmo y que contagia en los demás algo especial y encantador, tanto cuando la escuchás hablar de sus canciones y sus ideas como cuando ponés su música en los auriculares, mientras te ponés ordenar la casa.

Las que finalmente terminaron en Lux –15 en la versión digital y 18 en la del vinilo– apenas las soltó cuando la fecha de impresión de la edición física se le venía encima; por eso la edición subida a plataformas incluye modificaciones de último momento.

Rosalía usa, entre otros, el verbo cavar para acercarse a su tipo de búsqueda, y parece el más preciso de todos cuando sabés que su labor compositiva no fue menos importante que la de sus horas de estudio bibliográfico en investigación.

Esta vez fue la teología la disciplina que la atrapó. De hecho, admite que si no estuviera haciendo música, ahora mismo seguiría ese camino sin dudarlo, fascinada con las historias de mujeres sabias, santificadas, feroces, sacrificadas y heroicas, que le hicieron compañía mientras decidió aislarse un buen tiempo para darle forma a su nueva jugada: entre ellas, la peruana santa Rosa de Lima, la española santa Teresa de Ávila, la rusa santa Olga de Kiev y la alemana Hildegard de Bingen, que fue científica, botánica, música con cientos de obras, escritora, poeta y monja revolucionaria.

“La inspiración de este disco surge de la mística, la mística femenina y la espiritual, entendida desde un lugar con mucha apertura. Me interesa el concepto de posreligión, de esa openness en la que una puede resonar con ideas del cristianismo de la misma forma en la que uno puede resonar con ideas dentro del budismo, dentro del judaísmo, dentro del islam. Hay tantas religiones en el mundo y que son tan inspiradoras, que tienen tanto donde uno puede aprender cosas”, dice y debería ser suficiente para responder a sus detractores y para entender a cabalidad el mensaje más contundente de esta obra, alejado de cualquier tipo de conservadurismo y que la ubica políticamente, enfrentada a los fanatismos y las conductas reaccionarias que parecen regir el mundo en esta época.

La tapa del álbum muestra a la compositora vestida de monja, como protagonista de una historia que tiene mucho en común con el planteo apocalíptico de la última y película de Paul Thomas Anderson, Una batalla tras otra, salvo que aquí no hay mucho lugar para el cinismo, las monjas son más polenta y la directora a cargo está dispuesta a tirarse arriba de todas las bombas.

La coherencia y la solidez conceptual también se reflejan en las decenas de entrevistas que Rosalía brindó en la última semana y en algunos de los énfasis de su discurso promocional. “Cuando le mostré Motomami a mi hermana, me dijo: ‘¿Por qué siempre rompes las canciones?’”. Eso al principió la descolocó, pero luego se dijo que su hermana tenía razón y que ella sufría de algo así como “Tourette musical” y nunca llevaba las canciones hasta el final. Esa instancia de escucha atenta, como muchas otras, dice, fue clave para la elaboración de Lux, al que ha definido como un álbum maximalista y que después de tantos gigas de información adjunta casi olvido escuchar.

Intervención humana

Lux fue grabado en cincos estudios distintos, entre Miami, Londres y Barcelona, con un equipo en el que se destaca el estadounidense Noah Goldstein (Jay-Z, Kanye West, Frank Ocean). Rosalía fue la principal responsable de la producción artística, la autora de los textos y las músicas de las canciones. “Esto es exactamente lo que necesito que pase”, le dijo al director de la Orquesta Sinfónica de Londres, Daníel Bjarnason, antes de entregarle las partituras, con una frase que define el tipo de personalidad de la artista española.

Los tracks están divididos en cuatro movimientos, y las letras incluyen fragmentos en 14 idiomas. “En el primero, sexo, violencia y llantas / Deportes de sangre, monedas en gargantas / En el segundo, destellos, palomas y santas / La gracia y el fruto / y el peso de la balanza”, canta Rosalía en la página inicial, que funciona como didáctica puesta en situación de corte cinematográfico.

Las notas del piano que emulan una cajita musical continúan la pregunta: “¿Quién pudiera vivir entre los dos / Primero amar al mundo / y luego amar a Dios?”. Así queda presentada la épica orquestal combinada con electrónica gélida y climática que se van cruzar a lo largo del disco en distintos momentos e intensidades. La brevedad de la pieza y el acople de sus elementos resume mucho del estilo Rosalía, el de sus mejores destrezas y talentos.

En el contexto del disco, “Reliquia” es una canción bastante convencional, una sonatina y uno de los mejores momentos de la placa. Los arreglos orquestales mínimos elevan una balada de música urbana en la que la cantante vuelve al barro de los desencuentros amorosos con poesía trapera y muy depurada. “No, no, no soy una santa, pero estoy blessed”.

“Divinize” es una de mis preferidas. Es oscura y aquí asoma lo primero de flamenco. No lo había dicho antes, pero por encima del art-pop y la música clásica, este es un disco con el alma puesta en el flamenco. La aceleración rítmica y electrónica suena un poco a “Hyperballad”, de Björk, y la combinación con arreglos orquestales nos recuerda que la islandesa ya había grabado dos excelentes discos de esta clase, Homogenic (1997) y Selma Songs (2000) como banda de sonido de Bailarina en la oscuridad, de Lars von Trier.

“Porcelana” intercala de manera brillante la agresividad de la cuerdas de la orquesta con las secuencias de sonido digital del rap violento: “Soy la diva del tigueraje”, inventa Rosalía (también le hubiera ido bien piberaje), en versos inspirados en la monja y poeta japonesa Ryōnen Gensō, que destrozó su rostro con el fin de ser aceptada en un monasterio. El final de este track, sublime en el arreglo del piano, le da un poco la razón a la hermana de Rosalía y, a la vez, permite apreciar que ese talento de “romper la canción” es una marca de estilo que hace única a la española. Algo así como una capacidad para calar, cortar, disecar y volver a juntar las partes de una canción, logrando resultados inesperados y geniales, removedores y, como en este caso, emocionantes. El final de “Porcelana” es una trampa en la que uno volvería a caer mil veces hasta que el poder de la coda pierda su efecto sorpresa.

Este primer movimiento es el más parejo de los cuatro y termina con “Mio Cristo Piange Diamanti”. En italiano, la artista despliega lo mejor, lo más bravo y más sutil de su amplio rango vocal y su excelso talento expresivo en la propaganda de un “Cristo, agente del caos, anarquista”.

El segundo movimiento arranca con una bomba nuclear. “Berghain”, del bosque de árboles en el que pueden transformarse los pensamientos intrusivos, avanza como el momento crucial de una ópera que anuncia el fin del mundo. Son apenas otra muestra de su talento de compositora, dos minutos y 58 segundos.

Los violines están acelerados digitalmente hasta la locura, Björk pasa a saludar y Rosalía entrega la mejor poesía del disco: “Yo sé muy bien lo que soy / Ternura pal café / Sólo soy un terrón de azúcar / Sé que me funde el calor / Sé desaparecer / Cuando tú vienes es cuando me voy”.

Agrego a la selección de recomendadas “Mundo nuevo” y “De madruga´”, en las que vuelve a situarse como la reina del flamenco, y sugiero ir a buscar “Jeanne”, una de las que sólo se escuchan en el formato físico y que confirma la teoría de que existe una música superior –¿divina?– y la que sólo sirve para mover el esqueleto.

Casi sobre el final, aparece el fado “Memória”, interpretado junto a la cantante portuguesa Carminho. Rosalía deja sus trucos a un lado y nos traslada a una noche de plácida contemplación de un pasado que quizás no vivimos.

Lux es un raro caso de capitalismo salvaje. El ataque de promoción masiva coincide con una obra maestra que llama a la revolución del aquí y ahora. No queda más que rendirse.

Lux, de Rosalía. Columbia Records, 2025. En plataformas.