Algo que sabe muy bien el cine escandinavo es que la forma más lograda de hacer hablar a Dios es bordear su silencio. Joachim Trier no es un director tan específicamente cristiano como Ingmar Bergman y Carl Dreyer, pero sí sabe de los efectos que genera el mutismo de algo mayor en los mortales.
En Oslo, August 31st (2016), la misma capital noruega encarna esta presencia agazapada: el protagonista, en la misma lógica de El fuego fatuo (Louis Malle, 1963), toma la decisión de suicidarse y se dedica a visitar por última vez a muchos conocidos pertenecientes a una vida que tiró por la borda. Ante tal decisión, Oslo no puede hacer nada más que ofrecer la belleza de su melancolía estival, esperando que el tipo recapacite al ser tocado por ella.
Oslo tiene un rol similar en el tour de force de The Worst Person in the World (2021), cuando en un momento la ciudad se congela y la protagonista se halla en la alternativa poética de moverse entre esta serie de tableaux vivants para hacer lo que siempre quiso hacer. Asimismo, en Thelma (2016) la protagonista está en todo momento jugándole una pulseada a ese Dios que heredó de sus padres adoctrinadores, en la medida en que su deseo lésbico contenido termina haciéndose presente en diversos poderes a lo Carrie.
Los personajes de Trier se pasan todo el tiempo haciendo esas preguntas a Dios (o a la vida, que es lo mismo), pero en vez de sumergirse en la rumia bergmaniana, actúan a veces de forma drástica, a veces de forma errática y a veces de forma ridícula. Lo que hace al cine de Trier algo tan peculiar es que combina de una forma inusitadamente humana lo profundo y lo banal de esa empresa.
La actriz Renate Reinsve se ha convertido en el material conductor más preciso para lograr esta extraña combinación entre angustia existencial, ambición y desvíos terrenales. En The Worst Person in the World tiene momentos en los que nos parece infumable (sobre todo por esa mezcla entre total autoconciencia y falta de autocrítica), pero en la medida en que falla hay algo que evoluciona tanto en ella como en nuestra forma de verla.
Algo similar pasa en Sentimental Value, la más reciente película de Trier. Renate hace aparición como una actriz de teatro reconocidísima que justo antes del estreno de una obra entra en una crisis que amalgama la angustia paralizante de Liv Ullmann en Persona (Bergman, 1966) con lo ridículo y explosivo de Gina Rowlands en Opening Night (John Cassavetes, 1977).
Renate (para no confundirnos con cosas metacinematográficas, a partir de ahora la llamaremos por el nombre de su personaje, Nora Borg) le pide a un compañero de elenco que se la coja o que le pegue un cachetazo; cosas bien distintas, pero que alternativamente lograrían hacerla salir un segundo de sí misma. El resto de la película, Nora no llega a alcanzar ese estado de caos, pero sí podemos percibir esa dualidad entre acercarse a lo que quiere y huir despavorida.
Su hermana Agnes (Inga Ibsdotter Lilleaas, en una actuación tan precisa y contenida que muy pocos críticos o espectadores lograrán subrayar lo fascinante que resulta) es todo lo contrario: sabe del orden, de la delicadeza y del deber; se trata de la hermana menor que con el tiempo fue ocupando el rol de fiel de la balanza entre los fuertes egos de su padre (Stellan Skarsgård) y Nora.
Lo más brillante de Sentimental Value es la confirmación del estilo/ética de Joachim Trier: muestra cómo todos estos personajes son varias cosas, no en alternancia, sino al mismo tiempo.
Gustav, el padre de familia (quien reaparece en la vida de los suyos para ofrecerle a Nora el rol protagónico de una película que combina muchos elementos autobiográficos e intergeneracionales de la historia familiar), es un tipo que se brindó de lleno (es decir, de forma exclusiva) a su carrera, permitiéndose en muchas ocasiones prescindir de su rol paterno cuando sus hijas lo necesitaron. En cualquier película sería simplemente un forro que con el pasar del metraje aprende a contactarse con lo perdido, pero en Sentimental Value no hay un arco individual (aunque sí familiar), sino más bien la cristalización de algo que siempre estuvo ahí: su forma de querer siempre fue a través del cine, a través de las historias que él mismo reescribía en su cabeza.
Algo gracioso es que si bien quien ejercía la psicología era la difunta madre de Nora y Agnes, quien opera más psicoanalíticamente es Gustav. Cada vez que alguien le pregunta sobre los motivos de los personajes de su película, él responde con otra pregunta, algo que sucede de forma casi idéntica ante los cuestionamientos/reproches de sus hijas.
Todo esto podría obedecer a una forma de huir del conflicto, pero Gustav está lejos de eso. Hay algo en él que realmente siempre se está preguntando, sólo que sin el pathos shakespeariano del inquisidor. Gustav sólo sabe que no sabe nada, y bucea en ese estanque turbio de misterio como un pez carpa que cada tanto deja ver su lomo en la superficie. Es, en definitiva, egoísta y auténtico, lleno de un humor que es tan hiriente como agudo, alguien capaz de ir al cumpleaños de su nieto y regalarle devedés de Irreversible y La profesora de piano mientras explica que “son películas para que entiendas la compleja relación entre las mujeres y sus madres”.
Es difícil encontrar una película reciente que retrate mejor esa relación neurótica de los hijos como herederos y dialoguistas de la brillantez de un padre (se me ocurre, quizás, Los Meyerowitz, de Noah Baumbach, en la que el padre también es tan egoísta como auténtico).
Pero el juego de lecturas/escrituras se extiende en la negativa de Nora a aceptar el rol de la película de Gustav. Ante el desplante, el director (que no está caído en desgracia, pero ha permanecido inactivo por más de una década) contacta a Rachel Kemp (Elle Fanning), una superestrella que intenta pegar su salto de qualité, y la lleva a la casa donde ocurrió todo. Ahí, Nora se encuentra ante una extraña situación de cuadros dentro de cuadros: una actriz mucho más famosa que ella que interpretaría el rol de la madre de Gustav, pero que sabe que mucho del personaje tiene cosas de ella.
Sentimental Value siempre está al borde de ser un tipo específico de película y después se escurre, remarcando su originalidad. En esta línea, están sobre la mesa todos los ítems para jugar en el drama existencial de personajes enfrentados a sus dobles, como se daba en la dinámica entre Natalie Portman y Julianne Moore en May December (Todd Haynes, 2023). Pero Joachim Trier siempre parece señalar, tal como lo haría Gustav, que la verdad está ahí afuera, pero casi siempre en otro lado.
Lo único firme ahí es la casa, que ocupa ese rol de dios silencioso del cine de Trier. En ese estilo de voiceover tan novelístico que caracteriza el cine del noruego, al comienzo del film se narra la casa como un ser vivo que siente lo que han hecho sus inquilinos a través de generaciones. En la misma habitación donde murió la madre de Nora y Agnes también nacieron y murieron abuelos y bisabuelos, familiares fueron denunciados por simpatizantes del nazismo, hubo fiestas, hubo peleas y se suicidó la madre de Gustav. A la casa no se le pregunta, en definitiva, qué saca en limpio de todo eso: todo lo que sucedió, las alegrías y las amarguras, se pliegan y se aprietan como placas tectónicas de algo en común, hasta revelar una falla originaria, una grieta que avanza con el paso del tiempo.
Sentimental Value es, en definitiva, una película sobre incorporar la grieta, sobre la misericordia (“Es difícil amar a alguien sin misericordia”, dice Gustav), como así también sobre concesiones. Gustav es un tipo que odia tanto las escenografías que se ha tenido que ir antes de obras de teatro de su hija, pero al final, en vez de montar la película aferrado a la casa real, termina optando por un set que la emula, pero que también la actualiza. Un juego de lugares, interlocutores y tiempos que subrayan lo sincrónico de los afectos en el arte y en la vida: una obra para entender lo que pasó, una hija que le hace descubrir a su padre lo que hizo su abuela cuando decidió quitarse la vida. La verdad casi universal de que todos los hijos actuamos en las películas que nuestros padres montan sobre su propia infancia.
Valor sentimental (Sentimental Value). 133 minutos. En Cinemateca, Life Cultural Alfabeta, Life Cinemas 21, Movie Montevideo, Movie Portones, Movie Punta Carretas.