Las biopics, como se conocen aquellas películas basadas en tal o cual persona relevante, suelen tener un obstáculo narrativo. Las vidas de estas figuras, por más apasionantes que sean, no encajan perfectamente en una estructura de tres arcos, o algún otro formato adecuado para las grandes audiencias. Por eso en la dramatización se seleccionan, se desechan, se revuelven y se reparten de nuevo las anécdotas de quien mereció tanta atención. Solemos ir al cine a sabiendas de que eso ocurrirá.
Hay otro obstáculo en esta clase de ficciones y es la elección del actor o la actriz. Hay intérpretes que se esconden debajo de pelucas y prótesis para acercarse físicamente al sujeto representado, mientras que otros confían en la postura, los gestos y la voz. La idea es que los espectadores podamos olvidarnos de la persona que actúa, pero ¿qué pasa si la actriz es más famosa que la figura?
Apaguen esas antorchas. No estoy diciendo que María Callas sea una figura menor. Pero sería muy tonto pensar que en este 2025 el gran público conozca más a una cantante de ópera fallecida en 1977 que a una de las actrices más taquilleras del siglo XXI. Angelina Jolie fue elegida por el chileno Pablo Larraín para protagonizar María Callas (en inglés simplemente Maria) y justo cuando estaba empezando la película me pregunté si sería posible concentrarme en la Callas y dejar de lado a la Jolie.
El director apuesta fuerte y en los primeros segundos de la película vemos a Callas/Jolie cantando el "Ave María". Un trabajo sutil de maquillaje y peinado, sumado a la capacidad de una actriz reconocida por la crítica, hacen que inmediatamente compremos a la protagonista. Sin creer que estamos viendo un documental, pero sin la distracción de pensar que estamos frente a Lara Croft o a la señora Smith.
Con respecto al primer obstáculo narrativo, el del orden de las cosas, Larraín decide centrarse en un período corto y concreto en la vida de esta mujer icónica del siglo pasado, como había ocurrido con Jackie en 2016 y Spencer en 2021. Más allá de que la historia está regada de flashbacks, especialmente de su infancia y del comienzo de la relación con Aristóteles Onassis, el presente de la Callas serán siete días de setiembre de 1977 en París, justo antes de su muerte a los 53 años.
Por entonces María Callas estaba en decadencia después de que su carrera se viera interrumpida por problemas de salud, aunque para muchas personas algunos de esos problemas no fueran más que brotes de divismo. Esos desplantes al público sumados a una actitud soberbia fueron marcando una distancia entre ella y el mundo.
Sus únicos embajadores, traductores y, en definitiva, contactos con el mundo real, son sus dos asistentes: el mayordomo Ferruccio (Pierfrancesco Favino) y la mucama Bruna (Alba Rohrwacher). Lo más interesante de la película pasa por la relación entre estas tres personas, que descubriremos observando a través de las numerosas puertas de su vivienda parisina, cuyos marcos el director decide incluir en el plano en varias ocasiones, haciendo evidente la distancia.
En el constante juego de poder entre empleadora y empleados las disputas se resuelven con castigos físicos: el pobre Ferruccio, aquejado de dolores de columna, es obligado a mover un piano de aquí para allá si osa contradecir a la cantante. Bruna prefiere ahorrarse los problemas y solamente le dice a la diva lo que la diva quiere escuchar.
Bastantes problemas tienen estos dos trabajadores en el mundo real como para sumarles las alucinaciones de su empleadora, potenciadas por el consumo problemático de medicamentos. Durante la película, María Callas es entrevistada por un periodista llamado Mandrax (Kodi Smit-McPhee), mismo nombre de las pastillas de las que abusa. Las conversaciones con este producto de su imaginación son las que permitirán el recuerdo de momentos fundamentales de su vida y su carrera. Que a veces eran lo mismo.
Callas camina por habitaciones o deambula por una París idealizada a través de la cinematografía de Edward Lachman, que enmarca (a veces literalmente) situaciones que bien podrían desplegarse en teatro con una escenografía mínima. Practica el canto para un eventual regreso mientras esquiva las consultas médicas y su salud se va deteriorando. Esto último no termina de verse en el lenguaje físico de Jolie, y si sabemos que está por morir es porque la película comienza con ese hecho.
María Callas es una cuenta regresiva melancólica sobre una figura digna de una biopic. Las dos horas no alcanzan para que algunos hechos superen la mera anécdota, pero hay suficiente drama como para entender qué pasaba por la cabeza de la diva y qué circunstancias (y personas) fueron las que la depositaron allí, en su apartamento de París, en setiembre de 1977.
María Callas. 124 minutos. En cines.