En 1971, durante el período más duro de la dictadura militar brasileña, agentes de las fuerzas armadas entraron a la casa del exdiputado Rubens Paiva, en Río de Janeiro, y lo llevaron a un interrogatorio. Sus familiares y allegados no lo volvieron a ver y su cuerpo nunca se halló. Aún estoy aquí se basa en un libro de Marcelo Rubens Paiva, el menor de los cinco hijos de Rubens y Eunice Paiva. Cuenta, sobre todo, la historia de su madre (1929-2018): el impacto de la desaparición, su pelea por ubicar y liberar al marido, y luego por denunciar su asesinato y la táctica cruel de la desaparición política, mientras trataba de llevar adelante la responsabilidad de criar a su numerosa prole. Volvió a estudiar, con 48 años se formó como abogada y se convirtió en una importante defensora de los derechos indígenas.
La película funciona como tributo a esa mujer admirable. Además, contribuye a reavivar la memoria de la dictadura en un momento de fuerte presencia del bolsonarismo en Brasil y de su postura negacionista. De hecho, personas asociadas con la extrema derecha llamaron a boicotear la película, propuesta que, por suerte, no pasó a mayores, avasallada por el éxito de público. En un Q&A del reciente festival de Punta del Este a propósito de la película chilena Patio de chacales (cuya acción se ubica en 1975), el actor Néstor Cantillana comentó que las dictaduras latinoamericanas son “nuestra Segunda Guerra Mundial”, refiriéndose, entiendo, a un hito en nuestra historia y también a una fuente inagotable de asuntos cinematográficos.
En su abordaje de los crímenes de la dictadura, llama la atención en Aún estoy aquí el tono comedido. Ninguno de los agentes policial-militares que vemos asume actitudes villanescas: hablan con autoridad pero con respeto, no trasuntan ni odio ni desprecio sino un quieto cumplimiento del deber e incluso la noción de que, en su fuero íntimo, preferirían que no pasara nada muy feo a quienes tienen por delante. No hay miraditas lascivas, proclamas fascistas ni sadismo. Los espectadores bien informados sabemos que no en todos los casos fue así, y ese tratamiento bien educado probablemente se debió a que se trataba de una familia de clase media alta y con conexiones internacionales; ese factor, por supuesto, no impidió que Rubens fuera torturado hasta la muerte, pero eso no se muestra.
Eunice, además, mientras tuvo su casa invadida por agentes durante algunos días, se cuidó de mantener una actitud no confrontativa, invitándolos a comer, entre otras atenciones a su confort. Aun cuando Eunice recibe la noticia (extraoficial, de parte de un amigo) de que Rubens ha muerto, su expresión es de consternación, pero no hay llanto ni explosión melodramática.
Es decir, la película no parte de la premisa de que hay que recargar el dramatismo para convencer a espectadores insensibles de que una dictadura no es cosa buena. Lo que vemos se pelea con los derechos humanos y no hay nada que lo justifique: que te invadan la casa, que desaparezcan a tu familiar, que te dejen doce días en una celda oscura sin ninguna acusación formal, la presencia cotidiana y opresiva de las fuerzas armadas en las calles. Además, si bien no vemos ninguna acción de agresión física contra los personajes protagónicos, escuchamos gritos que parecen ser de sesiones de tortura y vemos gente encapuchada ser arrastrada en forma brutal por los pasillos oscuros del centro de detención. En el patio de la dependencia militar, los soldados rasos se entrenan cantando rítmicamente una consigna psicópata: “¡Cachiporra en la cabeza y nafta para quemar!” ¿Quién necesita más drama que ese?
En buena medida, la austeridad general de la película tiene que ver con la personalidad de Eunice Paiva, sobre quien sus hijos comentaron alguna vez que nunca la vieron llorar. Cuando una revista acepta sacar una foto de la familia en un reportaje pensado expresamente para apoyarla en la búsqueda de Rubens, Eunice insiste en que la foto sea sonriente y no triste como pidió el editor. Hay un pequeño debate subyacente a la película: Eunice tiene la actitud de preservar a los niños de los sucesos políticos. Para ella, los gurises tienen que ir a la escuela y ocuparse de las cosas de su edad. Eso, de por sí, implica un ambiente emocionalmente asordinado que va en contra de cierta filosofía muy yanqui referida a la sinceridad total, a decirle todo a los niños.
Del otro lado de ese debate potencial están las hijas más grandes de los Paiva, que sienten mucha frustración frente a esa falta de comunicación y a la posibilidad de ayudar en algo. En uno de los tramos finales de la película, los hijos menores, ya adultos, van a preguntarse cuándo fue que se percataron de que su papá ya no regresaría, porque eso nunca les fue propiamente comunicado por la madre. La película no emite opinión sobre esa táctica de Eunice y parece quedar, al igual que los hijos, con la noción de que, para bien o para menos bien, lo hizo con el afán de protegerlos.
A nivel afectivo, ese retrato discreto de la dictadura se contrarresta con el animado retrato de la familia y de una época muy excitante a nivel sociocultural. Recuerdo pocas películas que comuniquen tan bien la calidez de una familia numerosa, enriquecida por la cercanía de familias amigas para generar una especie de superfamilia, cuyo símbolo emblemático es la foto en la playa.
Detalles de época
Tengo un año menos que Marcelo Rubens Paiva y cinco menos que el director Walter Salles, fui niño en esos mismos lugares y en un entorno social similar y doy fe de la increíble puntería en el retrato de época. Eso va desde los objetos insertados en forma funcional en la acción (regla de cálculo, teléfonos de línea con extensiones, cámara súper 8, futbolito), a la omnipresencia de camiones llenos de milicos.
A esos elementos se suman aspectos comportamentales: el clima de temor frente a las noticias, que no se manifestaba tanto en una postura política sino en la preocupación de que algo les fuera a pasar a los hijos; el vínculo tan especial de las familias de clase media con las empleadas domésticas, o la manera en que los maridos sistemáticamente blindaban a sus esposas de los asuntos “serios”, fueran de trabajo o referidos a su militancia política –una postura que tiene su eco en la de Eunice con respecto a sus hijos–. Está también el clima cultural, impregnado de sonido tropicalista, referencias a la diáspora londinense, Blow-Up, “Je t’aime... moi non plus”, súper 8, la librería Argumento.
Además, la familia Paiva estaba ubicada en forma bastante central en el medio cultural y político carioca. Aunque el gran público pueda perderse el dato, esos personajes nombrados sencillamente por los niños como el tío Gaspa, tío Baby o tía Dalal son, respectivamente, el escritor, librero y activista Fernando Gasparian, el ingeniero, periodista y político Bocaiuva Cunha y la coreógrafa Dalal Achcar, Si esos datos de la pequeña historia se pueden llegar a perder para los más jóvenes, algo de su sabor se cuela en los cameos de actrices famosas asociadas al mejor cine brasileño (Maeve Jinkings, Marjorie Estiano).
Discretas exquisiteces
La película está llena de discretas exquisiteces narrativas. El inicio establece dos de los principales motivos formales: Eunice en el mar y el helicóptero que sobrevuela. El sonido de helicópteros va a estar omnipresente –recordando el clima de vigilancia policial-militar– y la playa va a ser escenario de varios momentos felices. Luego de la extensa y opresiva etapa de Eunice en prisión, hay un momento de optimismo en el que Eunice, finalmente, consigue una evidencia de que Rubens fue efectivamente detenido, algo esencial para perseguir las acciones judiciales para intentar encontrarlo y liberarlo. Ella decide, entonces, festejarlo invitando a los hijos a cenar afuera en una heladería y, antes de eso, se toma otro purificador baño de mar, igual que al inicio. Sólo que, al volver, le llega la noticia de la muerte de Rubens, que escucha todavía en malla de baño, mojada de agua salada. La subsiguiente ida a la heladería va a estar contagiada por su callada angustia mirando a las familias circundantes, que ostentan una unidad que su propia familia perdió para siempre. Sus hijas mayores intuyen que algo pasa. El inicio de la siguiente época de la película, en 1996, comienza con Babiu haciendo natación en una piscina en San Pablo, variante de aquella imagen inicial de Eunice en el mar.
Varios otros motivos reciben un tratamiento igual de ingenioso: el futbolito, el suflé, la foto de familia, cada uno de ellos un eje para contrastes o comparaciones poéticas. Si bien, en el tramo inicial, Eunice es esencialmente un ama de casa, hay detallecitos de guion que motivan su posterior conversión en abogada: cuando menciona la suerte de que uno de los amigos de Veroca es hijo de abogado o su curiosidad por leer el hábeas corpus.
Frente a todo eso, la partida de Río para San Pablo –ciudad de la familia de Eunice en la que decide refugiarse luego de la muerte de Rubens– recapitula varios de los lugares y temas del inicio, ahora impregnados de una sensación de pérdida que se vuelve aún más punzante frente a la carga de afecto inyectada en los primeros tramos del film. Por supuesto, es terrible para los niños mudarse de ciudad, despedirse de sus amigos, de su entorno, de la tremenda casa en que vivían en plena rambla de Leblon. Más allá de ese sentimiento común, en la película, el último recorrido de la casa vacía, la niña que mira el mar por última vez, la cámara de Veroca que filma, desde el auto, lo que va quedando atrás, son elementos que intensifican la sensación de desgarro, de un hueco que nunca va a sanar más allá de que, como constataremos en los dos movimientos finales de la película, la vida sigue y se vive de la mejor manera posible.
El viaje en auto y las luces en la carretera son la transición de 500 quilómetros y 25 años para la segunda época de la película, en 1996, cuando se va a mirar el pasado desde un momento que tiende a una superación: la superación posible de lo insuperable.
Nuevo techo
La actuación de Fernanda Torres es espectacular. En el tramo final, que transcurre en 2014, la Eunice anciana, padeciendo Alzheimer, está actuada por su madre, Fernanda Montenegro. Hay que ver cómo ese pedazo de actriz logra esa mirada relativamente vacía, modulando mínimamente su rostro cuando su mente confusa repara en una noticia televisiva que refiere a Rubens. Por su papel en esta película, Fernanda Torres fue la primera persona brasileña en ganar un Globo de Oro por su actuación, lo que contribuyó en empujar la taquilla de la película en Brasil y en el exterior.
Aún estoy aquí fue la película brasileña de mayor recaudación local en el período pospandémico y una de las más exitosas a nivel internacional de todos los tiempos. Fue seleccionada en decenas de festivales (entre otros, abrió el reciente festival de Punta del Este) y ganó diversos premios muy importantes (mejor guion en Venecia, mejor película iberoamericana en los Goya, premios del público en Miami, Rotterdam y San Pablo, premio Fipresci en Palm Springs, y varios otros). Fue la quinta obra brasileña nominada a Mejor Película Internacional en los Oscar y la primera película brasileña que entró en la nómina para Mejor Película, a secas. Fernanda Torres, fue nominada para mejor actriz, con el detalle (que replica lo ocurrido en los Globos de Oro) de que la anterior brasileña señalada para el premio fue Fernanda Montenegro, por Estación Central (1999), también dirigida por Walter Salles.
Aún estoy aquí (Ainda estou aqui), dirigida por Walter Salles. Basada en el libro de Marcelo Rubens Paiva. 135 minutos. En cines.