Antes que nada hay que decirlo: Joaquín Sabina todavía canta. A su manera, rasposa y casi sin voz, pero canta. Así que los que estén dispuestos a despedirlo pueden quedarse tranquilos: a juzgar por lo que se pudo ver en su debut en el Movistar Arena porteño, habrá “adiós” pero también “hola” este sábado en el estadio Centenario, cuando la gira Hola y adiós cruce a Montevideo. Lo que casi no hace, eso sí, es caminar. Alguien aprendió la lección, y apenas sube a escena se sienta en una silla alta y casi no se mueve de ahí: no sea cosa que se nos caiga.

El propio cantante caído se burla de aquel accidente de 2020 –por el que pasó un par de veces por el quirófano y lo obligó a un largo período de reposo– en el tema con el que abre el espectáculo, que en realidad es un video. “Cuando sólo esté de moda si me caigo otra vez del escenario/ aún voy a guardar un último vals para ti”, canta Sabina en el simple titulado, justamente, “El último vals”, editado en octubre del año pasado, y con el que prácticamente se anunció esta gira final, que arrancó a fines de enero en México y fue bajando por América Latina; siempre con localidades agotadas, como casi están las del Centenario y también las de los shows que seguirán después en Buenos Aires hasta mediados de abril, cuando ya toque volver a casa y continuar diciendo adiós por allá (el primer show de la parte española de la gira será el 1° de mayo en Las Palmas: las entradas ya están agotadas, por supuesto).

Sentado y todo, entonces, Sabina no deja de trabajar. Aunque, en realidad, lo que hace, por la forma en que está diseñado un show muy bien producido, con visuales a tono con los tiempos (que tomaron por asalto un recinto cerrado como el Movistar, pero que seguramente también se destacarán en un estadio), es quedarse en su sitio y que todo se mueva a su alrededor. Pero antes está el video presentación, rodado por Federico León, y por el que desfilan más y más famosos. Vamos, que están todos: de Serrat a Leiva, pasando por Calamaro, Ariel Rot, Benjamín Prado, Jorge Drexler e incluso Ricardo Darín. Cada aparición generó una ovación de un público entusiasta y entregado, como si en vez de estar en una pantalla se encontrasen presentes; lo cual hizo temer en primera instancia por un show virtual antes que real, pero fue entonces cuando entró el artista, caminó el escenario hasta su banquillo, comenzó a tocar la banda, y quedó claro que la despedida sería en serio.

Para empezar, porque canta. O habla, pero suena Sabina y con eso alcanza. Después, porque lo arropa un amplio septeto, dirigido por Antonio García de Diego en guitarras y teclados (quedó a cargo luego de la salida del histórico Pancho Verona), en el que se destaca la cantante Tamara Barros, que por momentos se convierte también en protagonista. Pero, más que nada, lo que enmarca la despedida son quienes van a ver a Sabina, porque lo cantan todo. Se saben todas sus letras, sin ayuda de ningún teleprónter (a diferencia del autor, que lo tiene siempre presente), y las cantan hasta cuando van caminando al baño o a donde sea que vayan en medio del show, por lo que la realidad que rodea al recital se convierte casi en un musical, donde en vez de hablar se canta y canta.

Hay que decirlo: que sea adorado un artista por su actitud, por sus desafíos y desplantes, por su música pero especialmente por sus versos es algo digno de admiración, incluso por los que no lo admiren. Sabina es un hacedor de canciones, pero más que nada es un hacedor de versos, llenos de evocaciones a personajes y situaciones de un tiempo que ya no existe, o que existe y permanece mientras todavía suene su música y haya quien la cante, y se perderá en el olvido cuando eso ya no suceda.

Por ahora, y por suerte, sucede. Y clásicos como “Mentiras piadosas” o temas más que apropiados como “Lo niego todo” suenan casi como apertura de un show con un repertorio muy bien seleccionado, que cuando pone sobre la mesa una canción como “Calle melancolía” no hay quien quede indiferente. Porque está claro que todos los Sabina dirán presente, no sólo el del mito sino también aquel artista que condujo a la existencia de ese personaje. Lo cierto es que de ese personaje, en escena, casi no queda nada. Sabina canta y no desentona con su historia, algo que se ha repetido muchas veces en este repaso, pero luce realmente más avejentado cuando habla, y es entonces cuando el calendario se puede caer encima de quienes lo escuchen.

Es, de todos modos, un momento que rápidamente se olvida, o se puede pretender olvidar, porque para eso están las canciones. Alguien dijo que las canciones y los olores son las únicas máquinas del tiempo que por ahora funcionan, pero es un viaje que cuesta ciertos olvidos. Cuando se viaja con las canciones de Sabina durante el tiempo que dura su show Hola y adiós, lo que se busca, y se encuentra, es aquel cantante de entonces y aquellos recuerdos de quien lo escucha, y lo que se olvida es este presente al que se le acaba el tiempo. O al menos es posible olvidarlo por un rato. Y eso, ante la velocidad de un nuevo siglo empecinado en quitarnos el aliento bailando a su ritmo, es casi un milagro.

Hola y adiós. Joaquín Sabina. Sábado 29 a las 21.00 en el estadio Centenario. Entradas desde $ 5.000 a $ 30.000 en AccesoYa.