No Other Land viene llamando la atención: ganó dos premios importantes en el Festival de Berlín de 2024 y recientemente el Oscar al Mejor documental; se trata del primer premio Oscar que se haya concedido a una película palestina. Ello se debe a que muestra una realidad horrible y no suficientemente conocida, a que está muy bien hecho y a que comparte información que enriquece la discusión actual sobre el conflicto internacional más candente del momento: el enfrentamiento entre Israel y Palestina que se agravó a partir del ataque de Hamas en octubre de 2023 y que continuó con una serie de intensos ataques israelíes a la Franja de Gaza.

Salvo por un breve epílogo que muestra algunos eventos posoctubre de 2023, esta película se rodó previamente a que todo eso sucediera. Los cuatro documentalistas —dos palestinos y dos israelíes— trabajaron en el proyecto entre 2019 y 2023. Aparte del material filmado expresamente por ellos, hay abundantes tomas en video realizadas por la familia de Basel Adra –director junto a Hamdan Ballal, Yuval Abraham y Rachel Szor– cuando él era un niño y su padre, el activista Nasser Adra, era todavía un veinteañero, como lo es Basel actualmente.

Pese a algunos comentarios en voice-over, sobre todo de Basel, y algunos letreros explicativos, el enfoque es sobre todo observacional. Cualquiera entiende los lineamientos básicos de lo que la película muestra, pero los espectadores que no estén especialmente avezados en geografía e historia internacional reciente pueden perderse aspectos fundamentales del contexto, que la película no proporciona. La región de Masafer Yatta, donde transcurre la acción, queda en Cisjordania, una zona palestina ocupada militarmente por Israel desde 1967; actualmente es el territorio del mundo que hace más tiempo se encuentra bajo ocupación extranjera.

Las casas de los habitantes palestinos de Masafer Yatta vienen siendo sistemáticamente demolidas por el ejército israelí. Cada cierto número de días, llegan militares armados como para la guerra, acompañados de topadoras, y les muestran a los moradores de determinada casa un documento oficial según el cual su residencia debe ser demolida. Apenas les dejan el tiempo necesario para sacar sus cosas, y las tiran abajo. Algunos de los moradores se ven forzados a migrar a asentamientos alrededor de alguna ciudad, pero otros no quieren o no pueden abandonar el lugar y terminan instalando una residencia súper precaria en alguna de las cuevas de las zonas montañosas que se encuentran alrededor.

El pretexto para las demoliciones es que esas construcciones son ilegales, ya que se hicieron sin permiso en una zona que es un campo de entrenamiento militar israelí. En la práctica, no consta ninguna actividad de entrenamiento allí, y el estatuto de “campo de entrenamiento” fue elegido como pretexto para que las intervenciones militares pudieran ser continuas. Como vemos en un diálogo cerca del inicio de la película, algunas de esas familias estaban instaladas ahí desde aproximadamente 1830, siglo y medio antes de que el lugar fuera decretado como zona militar. Cuando alguna de esas familias solicita permiso para la construcción, no se les concede. En cambio, se vienen construyendo en la zona unos prolijos complejos habitacionales de colonos israelíes que traducen la probable intención detrás de esta movida, que es desplazar a los moradores palestinos y convertir la región, en los hechos, en territorio israelí.

Aun cuando hay buenas justificaciones jurídicas, un desalojo siempre es algo feísimo. Imagínense en ese caso, cuando el pretexto para quitar una familia de una casa es, en esencia, que quienes están ejecutando la orden tienen la fuerza para hacerlo, lo hacen a punta de rifles y ametralladoras y derrumban la construcción. En algunos casos, para impedir cualquier intento de regreso, vemos a las autoridades israelíes cortar el abastecimiento de agua con una sierra eléctrica o rellenar un pozo con hormigón.

El desgraciado de Harún Abu Aram intentó anteponerse al intento de destrucción de la casa de su familia y un soldado le disparó: la cámara lo muestra tirado en el piso, recién baleado. Harún sobrevivió, pero quedó tetrapléjico. No lo volvemos a ver, pero sí vemos a su madre, instalada en su nuevo hogar cavernícola, expresando su deseo de que “Dios se lleve pronto” a su hijo, para que sufra menos. Si para Harún podría caber la acusación de haber desacatado la autoridad o alguna figura similar que intente justificar la violencia, ello no vale para otro palestino que vemos en cámara ser asesinado, no por un soldado, sino por un colono civil armado, en una incursión guerrillera destinada a ganar territorio para un nuevo complejo residencial.

En paralelo a distintos episodios vinculados con las demoliciones, la película se concentra en la amistad entre Basel y su coetáneo, el periodista israelí Yuval Abraham, que terminó siendo uno de los codirectores de la película. Se genera un fuerte lazo entre ellos, y la película muestra algunos diálogos entre los dos que exponen sus diferencias: Yuval puede entrar y salir de la región cuando se le plazca, Basel está confinado. Yuval tiene derecho a voto, Basel no. En la práctica, los palestinos de esa zona viven en una especie de apartheid.

Yuval y Basel parecen haber empezado, ya en 2019, una movida para llamar la atención del mundo, usando registros en video casero y publicaciones periodísticas en línea para llevar adelante una campaña por Instagram y visibilizar las injusticias que ocurren en Masafer Yatta. La película documenta su frustración inicial ante las relativamente pocas vistas de sus primeras publicaciones; sin embargo, unos años después, atraen la atención de observadores internacionales y quizá, a partir de ahí, es que son capaces de conseguir los recursos para dar concreción a este largometraje. Como parte de ese momento de mayor difusión mediática, vemos imágenes televisivas que muestran a Yuval siendo acusado de enemigo del pueblo judío.

Qué otro lado

La película fue acusada de ser unilateral. Quizá sea cierto: todo transcurre desde el punto de vista de los palestinos y de los militantes israelíes que se solidarizan con ellos. No hay ninguna entrevista con alguna autoridad que explique por qué sería justo y necesario demoler los hogares de esos palestinos de Masafer Yatta, y qué tipo de bien mayor se perseguiría con eso. Ni siquiera vemos el intento de propiciar una instancia como esa. Sin embargo, no accedí a ninguna crítica que aclarara en qué consistiría “el otro lado” de esta historia, que parece reposar en vagas nociones sobre la necesidad de autodefensa del Estado de Israel. En todo caso, mucho de lo que vemos parece ir en contra de cualquier argumento justificador: a las autoridades que ejecutan las demoliciones les parece molestar que los filmen cuando no debería ser el caso de quien tiene convicción en la razón de sus acciones, y cuando intentan aprisionar a Basel, lo hacen en la noche, al mejor estilo dictatorial.

La mayoría de las imágenes de la película son técnicamente crudas, realizadas con cámaras baratas o con celulares. Hay algunas pocas, hechas en momentos de reposo, que son más bonitas y, en algunos casos, tienen una gran fuerza poética, sobre todo ese plano precioso de Basel dormitando mientras al fondo cruza una topadora, y que sirve de afiche para esta película. Es una obra tristísima, como casi todos los documentales que registran distintos aspectos de la situación palestina, y suscita una profunda indignación.

No Other Land 95 minutos. En Cinemateca.