“¡Petición para que las escenas nocturnas vuelvan a ser azules!”. Con este texto y ejemplos que incluían a Terminator 2: el juicio final (1991) y Ojos bien cerrados (1999), la usuaria de Twitter (o como se llame ahora) @NomiMalones se sumó a uno de los reclamos más extendidos en los rincones cinéfilos de las redes sociales: que la mayoría de las películas se ven iguales. “Lo siento, pero elegir el realismo en vez del estilo es la razón de que todos los films de hoy en día se vean como la mierda. A nadie le importa un carajo si ‘las noches no son azules’. Las películas no son documentales, deberían ser arte”.
En algunos casos, se privilegia el contenido en detrimento de la forma, y hay buenas historias con escenas nocturnas idénticas a las últimas escenas nocturnas que viste en el cine. En otros, ninguno de estos dos elementos importa, y estamos ante puro ordeñe de propiedades intelectuales en busca del siguiente título que logre un millardo de dólares. Pero la cartelera siempre trae excepciones, como esta película muy barata (para los estándares del norte) de un director que sabe jugar en todas las divisiones, y donde la forma tiene un peso enorme en el resultado final. Aunque la noche se vea más o menos como siempre.
Steven Soderbergh, autor de la trilogía de La gran estafa, pero también de Sexo, mentiras y video, Erin Brockovich, una mujer audaz y dos entregas de Magic Mike, se despacha con una historia de fantasmas que transcurre exclusivamente dentro de una casa embrujada (tiene que haber una mejor manera de decirle). Que haya un único escenario se explica porque todo está visto desde el punto de vista del fantasma, que, como suele ocurrir en la ficción, está condenado a moverse en un área limitada.
Al plano subjetivo lo hemos visto utilizado en infinidad de películas de terror para ponernos en la mirada de entidades sobrenaturales o asesinos muy realistas que acechan a sus víctimas. En el caso de Presencia, la película se presenta íntegramente con este recurso, como en la recientemente nominada al Oscar Los chicos de la Nickel o en la recordada serie británica Peep Show.
La mirada de la presencia, filmada con una lente gran angular, recorre una casa suburbana que comienza vacía, pero que de inmediato es vendida a una familia clásica, con el matrimonio y dos hijos adolescentes. A diferencia de lo que ocurría en Beetlejuice (1988), no sabemos qué piensa la entidad fantasmal de los recién llegados, aunque no pueden ser tan molestos como los que compraban la casa de Alec Baldwin y Geena Davis y llevaban a que ellos contrataran los servicios de un polémico bioexorcista.
Serán 85 minutos de escenas de una sola toma, intercaladas con un par de segundos de negro, que irán construyendo la historia de los Payne. Rebekah (Lucy Liu) y Chris (Chris Sullivan) atraviesan dificultades matrimoniales debido a las conductas fraudulentas de ella, quien además solamente tiene ojos para su primogénito Tyler (Eddy Maday). La pobre Chloe (Callina Liang) todavía no puede recuperarse de la muerte de su mejor amiga y prefiere pasar el día encerrada en su habitación.
Sin el guiño sobrenatural, podríamos estar ante un drama indie de una familia desmoronada por la pérdida y la falta de comunicación, contado a partir de viñetas. Pero la cámara/presencia no solamente nos acerca a esas personas (cada vez más, como si fuera tomando confianza), sino que comienza a demostrar sus poderes, que al principio son más sutiles, pero luego llegarán a ejecutar un poltergeist. De todos modos, esta no es una película “de sustos”, sino que se acerca más a Historia de fantasmas (2017).
La trama sobrevolará (nunca mejor dicho) varias tramas diferentes, como las actividades criminales de Rebekah, la depresión de Chloe y la relación que comienza con un nuevo amigo de su hermano. La joven nunca dejará de estar en medio de la historia, ya que es la primera en sentir la presencia, que para ella tiene una identidad clarísima.
La suma de los elementos de Presencia conforman una historia interesante, tan cerrada como el ambiente en el que se mueve, y apenas tiene dos o tres pasos en falso. El primero es el momento en que la fuerza fantasmal hace levitar un par de objetos. No solamente porque parece una escena de Mary Poppins (1964), sino porque tal motricidad fina no volverá a utilizarse en lo que queda de la película.
Otro elemento que rompe con la buscada monotonía es la llegada de una mujer que tiene un poder especial para sentir estas presencias, que sirve para establecer las reglas de cara al cierre, que es al mismo tiempo desesperante, explosivo (no literalmente) y coherente con lo dicho por la médium. Finalmente, algunas apariciones (guiño) de música incidental nos hacen recordar de manera demasiado brusca que, sí, estamos mirando una película.
Como film pequeño, apoyado en un gimmick, en un artilugio, Presencia funciona muy bien, siempre y cuando no esperemos terror sobrenatural, sino uno muy realista (aunque bastante sobreexplicado) que pone los pelos de punta más que cualquier bicho de ultratumba.
Presencia. 85 minutos. En cines.