En una entrevista para el sitio web La vida en un cine, el director Sergio de León (La intención del colibrí, Nieves florecidas en astros) comentaba: “No deberíamos perder de vista que el cine en Uruguay está en un proceso de maduración y para ello se requiere de mucha experimentación. Hay un valor cultural y de fomento a largo plazo en apoyar la experimentación y la búsqueda de un lenguaje alejado de las fórmulas pasteurizadas hegemónicas”. Siempre vuelven, su primera ficción, no es ni pasteurizada ni hegemónica. Es una película bastante corajuda en al menos dos aspectos.
El primero es la opción por una narrativa no del todo clara. Los tiempos se entreveran un poco; a veces no queda establecido si estamos viendo una escena que está “realmente ocurriendo” o que “realmente ocurrió” o simplemente la representación de un sueño, imaginación o delirio. Hay momentos en que lo que vemos en la pantalla se aparta de la anécdota y entra en una dimensión metanarrativa, simbólica o fantasiosa. Además, somos presentados a los personajes y su situación sin las explicaciones desde las que, en una película de formato más clásico, solemos partir para acompañar el desarrollo de la historia: cómo se relaciona exactamente quién con quién, cuáles son sus objetivos, con qué obstáculos se encuentran, cuánto tiempo pasó entre un suceso y otro.
Esa especie de oscurecimiento, en este caso, es claramente una opción estética destinada a mantener al espectador activo, desde una poética algo impresionista. Lo curioso es que la anécdota, en el fondo, hubiera podido servir de base para la más convencional de las producciones. La madre de Emilio (Bruce Pintos) se dedicaba a la “colombofilia” (término híbrido, similar a palumbicultura), es decir, la cría y entrenamiento de palomas mensajeras para competiciones. Gastaba toda la plata que tenían en el palomar, que comprende algunas aves cuyo precio, aprendemos, puede merodear los 3.000 dólares. Fallecida la madre, ahora sus hijos se encuentran en líos, porque no logran vender el palomar, tampoco les da para mantenerlo, y la única esperanza de hacer plata es ganar una competencia. El inversor, que ya les ha prestado muchas veces, decide hacerlo por última vez, con el clásico ultimátum: “O ganan o se acabó”. Emilio y Juan, el principal entrenador de palomas (encarnado por el músico Juan Wauters), se van al sur de Brasil con la única palomita cuyo desempeño les da alguna esperanza, a una competencia donde los demás palumbicultores suelen inscribirse con entre 30 y 150 palomas a la vez. A esa paloma la bautizan Winkie, en tributo a la famosa paloma-héroe condecorada en la Segunda Guerra Mundial.
Como se puede ver, es la típica anécdota deportiva donde los héroes tienen todas las de perder, pero entran con fe y dedicación para enfrentarse con quienes tienen, en principio, mucho mayores chances. Hay otras líneas superpuestas: es también una película de coming of age y de ajuste de cuentas con los orígenes familiares del protagonista, quien procesa el duelo por el fallecimiento de la madre.
Es decir, en la concepción anecdótica, había oculta una peliculita de Netflix para toda la familia a la manera de Un zoológico en casa. Pero el efecto de Siempre vuelven es totalmente distinto. El final es abierto y la competencia está mostrada con un elemento que, si bien es visualmente potente, le aporta verosimilitud (Emilio larga la paloma desde sus brazos, mientras que todas las demás, como es lógico, son liberadas de sus jaulas por un mecanismo automático estrictamente sincronizado, como forma de garantizar la objetiva ecuanimidad). Se genera toda una línea con respecto a visitar la casa en la que Juan vivió su primera infancia, y efectivamente pasan una noche ahí, pero eso no tiene consecuencia alguna. Durante casi toda la película (eso sólo se afloja en los tramos finales) a Emilio lo vemos con una expresión angustiada, susceptible a rabietas que sólo se explican a medias. Luego de apreciar un vínculo más bien conflictuado entre Emilio y su hermana, cuando los vemos despedirse con un abrazo afectuoso, la música, en vez de funcionar como apoyo emotivo, es una pieza atonal sin dirección afectiva clara, que no contribuye a subrayar el sentimiento inherente a la situación, sino tan sólo destacar la escena, quizá con algo de distanciamiento.
Sexo explícito
El segundo aspecto en que la película es corajuda es que se trata quizá del largometraje más queer del cine uruguayo. No es sólo que Emilio parece descubrirse homosexual y la mayoría de quienes trabajan en el palomar son homosexuales, sino que lo queer se mezcla con la forma de la película, de manera incluso medio estereotípica: hay escenas orgiásticas al borde del sexo explícito, en el espacio de un baño sórdido, mal iluminado y con los azulejos mugrientos, luz estroboscópica, música tecno-dance y torsos musculosos que ostentan unos tops andróginos. Emilio contempla, y la cámara subjetiva reproduce emulando su deseo, los torsos desnudos de ellos y de Juan, acariciando a las palomas con intimidad, y que, en ese contexto de fuerte carga homoerótica, pueden funcionar como objetos fálicos.
El tratamiento sonoro y musical es muy llamativo. Los sonidos son tan musicales como la música propiamente dicha (ambos aspectos estuvieron en las manos del mismo sonidista-compositor, Daniel Yafalián). Desde los créditos, entramos en ese paisaje sonoro dominado por los zureos de las palomas, sus pisadas sobre el techo de chapa, a veces todo eso muy reverberado, y sumado eventualmente al chirrido de las cigarras, o a la música, que tiende a un criterio de manchas ligetianas de distintas densidades y grados de tensión. Ese tratamiento sonoro suma a conformar una sensación global medio onírica, desarraigada, que tiene también su correspondencia en lo visual.
Predominan los planos muy cercanos con el foco corto, que hace que desplazamientos de la cámara de algunas decenas de centímetros a veces tengan el efecto de un extenso travelling. Es muy bonito ver de bien cerca las cabezas de las palomas mensajeras, la textura de su plumaje, la forma acorazonada de la cera blancuzca sobre el pico, los ojos con círculos coloridos concéntricos. Hay bellas imágenes del palomar en la hora mágica, el gris plúmbeo de las aves combinándose con el dorado crepuscular. Hay revuelos por el cielo y un extenso seguimiento de una paloma volando más allá de unas torres de transmisión eléctrica. Hay un plano extrañísimo, con un teleobjetivo acentuado, en que el habitual fondo borroso no aparece contra un plano cercano en foco de los personajes, sino que están relativamente apartados, en plano entero, y es casi como si estuvieran frente a un panel impresionista.
La anécdota termina siendo, en este contexto, el mero basamento estructural para una película que –en los términos de una vieja polémica cinematográfica– está más para la poesía que para la prosa. Es una película para vivir su clima especial, la trama de motivos visuales, sonoros y conceptuales, y los posibles lazos entre aspectos que corren casi en paralelo, como la línea de crecimiento queer y la historia familiar del palomar.
Siempre vuelven. 91 minutos. En Cinemateca, Life 21, Alfabeta.