Ha muerto Brian Wilson, el cerebro –y muchas veces, también la voz– de la más perfecta agrupación de la historia del pop. De su cabeza salieron centenares de composiciones tan bellas como arriesgadas que hicieron de los Beach Boys una torre perenne de la canción. Ahí están “Don’t Worry Baby”, cuya melodía juega a quebrar límites de altitud, y el collage “Good Vibrations”, ejemplo de prodigio formal en todas las artes, con sus simetrías, planos superpuestos e innovación sonora.
A veces se considera a los Beach Boys como una respuesta estadounidense a los Beatles, pero los hermanos Wilson eran un grupo vocal antes de la oleada de rock británico que copó a este hemisferio. Debieron subirse a la moda eléctrica, y así Brian, el mayor, se calzó el bajo, Dennis, el benjamín, la batería y Carl, el del medio, la viola. Su amigo Al Jardine se sumó en la guitarra líder y el primo Mick (Mick Love) quedó en el micrófono central. En todo caso, Murry Wilson, el padre de los hermanos, era el que los llevaba de acá para allá. Si los Beatles eran felices autoexplotados en giras interminables, los Beach Boys fueron una empresa familiar que Murry, él mismo músico y productor, dirigía con lo que luego sería denunciado como firmeza excesiva.
Con su look surfista, sus camisas en juego y sus novedosas odas al entretenimiento y la velocidad, los Beach Boys eran la banda de California, el lugar más próspero de la historia de la humanidad (sigue siéndolo, y quizá por eso hoy mismo parece estar en el epicentro de una nueva guerra civil estadounidense). Los Beach Boys fueron usinas modelo de una industria en expansión constante, y pronto las exageradas ganancias que dejaban sus discos y conciertos determinaron cambios fundamentales en su forma de concebir la música. Más o menos por la misma época en la que los Beatles se liberaron del ciclo de tours mundiales y se pusieron a grabar discos cada vez más experimentales –1966-1967–, Brian Wilson decidió que ya no seguiría tocando en vivo con sus hermanos, sino que se dedicaría exclusivamente a componer. Bruce Johnston sería su sustituto en los escenarios, mientras él obtendría tiempo y paz para crear.
Ahí empieza a nacer la leyenda del “genio loco”, la del tipo que precisaba estar solo en un living rellenado con arena playera para recrear el clima de la costa soleada mientras divagaba con su piano. Hay todo un correlato de abuso en esa historia, en la que interviene la tentación que suponía la fortuna acumulada por derechos de autor y demás derivados de la música de los Beach Boys. Mucho después se sabría que la salud mental de Brian Wilson fue saboteada largamente por un terapeuta irresponsable y codicioso.
Fuera por ese tipo de padecimientos o por procesos internos, lo cierto es que durante muchos años el genio de Brian Wilson funcionó intermitentemente o, sin vueltas, se apagó. Había entrado en una competencia con los Beatles, encandilado por los logros del disco Rubber Soul y sus sucesores, sin tener en cuenta que Lennon y McCartney tenían todo un equipo estable atrás, del que el productor George Martin era sólo la cabeza visible. Brian, en cambio, era un director de orquesta solitario, que contaba con las extraordinarias voces de sus familiares, pero no con sus aportes creativos. Contrataba a músicos de sesión para las pistas instrumentales y, para ayudarse con las letras, dividía ganancias con socios ocasionales (Tony Asher o Van Dyke Parks). Luego, aislado, mezclaba y armaba los temas. Tenía, eso sí, los mejores estudios del planeta a disposición, mientras los británicos seguían siendo fieles a uno (Abbey Road) de maquinaria anticuada.
A esa tecnología de punta, a esa abundancia, a ese verano permanente que no soporta nube alguna le cantaron los Beach Boys en su época de mayor brillo, a mediados de la década de 1960. Sin embargo, sus historias sobre motos, autos y demás objetos de consumo casi siempre son la pantalla para un problema afectivo. Quizás la muestra más radical sea “In My Room”, una joya de 1963 coescrita con el todoterreno Gary Usher, que resulta un ruego por recuperar el mundo del cuarto propio infantil, adonde no llegaban las amenazas del exterior (“Estoy solo y está oscuro, pero no tengo miedo”). Los ricos también lloran, dirán, pero cualquiera puede deducir que no todo el mundo es capaz de sentirse cómodo con los mandatos de una sociedad tan orientada al éxito, a la competencia, a cánones estéticos unívocos. En 1968, apenas tres años después de su bonanza como boy band, los Beach Boys cantaban “Do It Again”, como si fueran octogenarios recordando una juventud lejanísima.
Antes de ese declive, en su momento más alto, Brian Wilson logró, con tanto a favor y tantísimo en contra, lanzar el disco Pet Sounds (1966), una de las obras cumbre del pop. Su anunciado sucesor, Smile, debía ser el non plus ultra de la música popular, y el adelanto “Good Vibrations” justificaba la expectativa. Pero ahí fue que Brian Wilson, el ex niño prodigio, el de la voz de cristal, el de la mirada rara, se rompió. Pasarían varias décadas hasta que en 2004 logró terminar la obra, ya como solista. Por entonces se lo veía feliz mientras recorría programas matinales de televisión con su repertorio recuperado. Hacía años que habían muerto sus hermanos (Dennis en 1983 y Carl en 1998) y su distanciamiento de Mick Love era total. Algo de esa pérdida, ciertamente más que melancolía difusa, sonaba en aquel Smile tan diferido.
El año pasado se le diagnosticó demencia y le quitaron sus facultades legales. Este miércoles, la familia anunció que papá Brian, de 82 años, había muerto, presumiblemente el mismo día. No se aclaró exactamente en qué lugar, pero seguramente en alguna parte de California. Dónde si no.