Hay tres tipos de “películas culinarias”: películas sobre la cocina, películas sobre el comer y películas sobre la comida. La comedia Tampopo (Juzo Itami, 1985) conjuga las tres dimensiones en un encastre sin igual, lo que la convierte en la mejor película sobre alimentos que haya existido hasta la fecha, pero en casi cualquier film de este tipo hay una predominancia sobre uno de los vértices del triángulo que termina definiendo el perfil.
Por supuesto, casi ninguna película se cierra sobre el acto culinario, y ahí también se puede separar aquellas en las que la comida o la cocina funcionan como contexto de aquellas en las que sirven de metáfora o directamente se convierten en sujeto. Por ejemplo, Le grande bouffe (Marco Ferreri, 1973) o Las margaritas (Věra Chytilová, 1966) están patológicamente espiraladas alrededor del acto de comer, o más bien devorar, pero es fácil determinar que el alimento que circula irrestrictamente por los tractos digestivos de los comensales masculinos, en la primera, y por las caprichosas bocas de las dos garantes del caos, en la segunda, obedecen más a algo metafórico que a algo centrado en la comida en sí (mucho menos en el contexto de prepararla). Ambas son películas iconoclastas en las que el acto de devoración tiene que ver con un exceso a partir del que se desmembra una cultura para digerirla en la forma de una crítica salvaje.
El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989) es una película que pone un foco tan desesperado sobre la comida, que los mismos alimentos pasan a formar parte de una suerte de naturaleza muerta que se siente demasiado viva, que de tanto interés en darnos hambre termina por darnos asco. Uno podría tentarse a decir que, en definitiva, la película de Greenaway es sobre la comida, pero por fuerza de lo metafórico (y sobre todo por sus descarados ribetes psicoanalíticos) termina por revelarse como un film sobre la devoración.
Las películas sobre la comida en sí son las que más escasean porque son caprichosas en términos narrativos: uno suele esperar que los protagonistas hagan cosas, no que las cosas simplemente sean en sí mismas. En las películas sobre comida, hay algo que me hace acordar a la brillante frase de David Foster Wallace sobre el cine de David Lynch: “A Quentin Tarantino le interesa ver cómo a alguien le cortan la oreja. A David Lynch le interesa la oreja”. Un ejemplo reciente de una gran película sobre comida en sí es El sabor de las cosas (Trần Anh Hùng, 2023). Podríamos decir que es limítrofe, porque al concentrarse sobre lo barroca que era la cocina francesa de finales de siglo XIX se puede vislumbrar la nostalgia, el canto del cisne del fin de una era. Sin embargo, sólo hay que dejarse llevar por los planos y la cadencia y detenimiento con que Anh Hùng filma cada una de las carnes, los aderezos, las masas y las hierbas utilizadas para las complejísimas preparaciones para darse cuenta de que hay algo que excede a los personajes que la preparan, a las historias humanas que rodean aquellas recetas.
Quizás una película en la que los tres círculos se intersectan de forma similar a la de Tampopo es Big Night (Stanley Tucci, Campbell Scott, 1996), otro de los grandes films sobre la cocina. Hay un equilibrio entre el placer del comer, los meandros tramposos de la preparación y el negocio y la dignidad intrínseca del plato (para cada uno de estos ítems sólo basta ver la escena en que aparece en la mesa el monumental timpano, una impresionante tarta de pasta y albóndigas).
Las películas culinarias más comunes, como es de esperar, son las películas sobre la cocina. La razón es aburrida por obvia: nos descentramos de la comida en sí y podemos concentrarnos en las personas que la preparan y, con ellas, sus dramas, sus neurosis, sus anhelos, sus amores, sus arcos dramáticos. Podemos agrupar en esta categoría el sinfín de comedias románticas de chefs que se enamoran entre sartenes, épicas individualistas de perfección artística y películas que conjugan lo genérico con algo cuasi documental o etnográfico que rodea a cierta cocina regional. En general, en estos films la comida y la cocina son más contextuales que metafóricas, aunque en casos como la reciente La cocina (Alonso Ruizpalacios, 2024) sacrifican un poco la verosimilitud del espacio culinario para manejarse con más libertad sobre las metáforas sobre la sujeción de lo latino en Estados Unidos.
Terapia de grupo
En esta última categoría entraría, evidentemente, la serie El Oso. Entrada recientemente en su cuarta temporada, se puede palpar que la serie cada vez trata menos sobre la comida en sí que sobre todo lo que la rodea. Incluso se podría ir un paso más: es menos sobre el aspecto material de lo que rodea a un restaurante que sobre los dramas psicológicos que atraviesan a cada uno de los protagonistas. Así, cada uno de los que trabajan en el restaurante The Bear guarda una relación compleja, cuando no traumática, con su rol en la cocina, y ese rol funciona como un espejo de un drama interno a superar.
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El trauma originario para la gran mayoría de los presentes es el suicidio de Michael (John Berenthal), hermano de Carmy (Jeremy Allen White) y Natalie (Abbie Elliot) y jefe/mentor/cómplice de muchos otros, pero también hay espacio para otros dramas, como la hiperneurótica relación con el desarrollo creativo de Sydney (Ayo Edebiri) o el descubrimiento del propio camino hacia la perfección y dignidad propia de Tina (Lisa Colon-Zayas). El problema que entró a percibirse en la tercera temporada es que lo que empezó siendo un desplazamiento del foco de la comida por el drama psicológico se ha ido empastando, así que ahora estamos atrapados en el vórtice de las rumiaciones hiperneuróticas de sus protagonistas.
El diagnóstico de por qué algunas cosas no funcionan orgánicamente en El Oso es curioso, porque todo parece andar bien mientras hay muchos personajes en escena, pero se estanca cuando quedan solos. Cuesta un poco percibirlo, pero al forzar un poco la mirada uno descubre que, lejos de estos supuestos arcos de autodescubrimiento, en realidad los personajes no cambian mucho en sí, quizás a excepción de Richie (Ebon Moss-Bachrach), por lejos el miembro del elenco más interesante.
El síntoma principal de este estancamiento es Carmy: por más que su compungido repliegue sobre sí mismo parezca la encarnación misma de las vueltas del filamento de una resistencia que despliega un calor abrasador, al pasar las temporadas uno se da cuenta de que nunca llega a poder abandonar del todo ese estado cuasi catatónico. Jeremy Allen White tiene una de las miradas más profundas, tensas, desoladoras y a la vez tiernas que ningún actor de su generación haya podido esgrimir, pero en El Oso es la única mirada que tiene: esos ojos de mantis miran con idéntica angustia cómo se termina un emplatado y cómo su interés romántico se va para quizás no volver jamás.
Decir esto puede ser un poco injusto, porque el mejor momento de esta temporada posiblemente sea el capítulo en que Carmy logra acumular valor para juntarse con su madre (Jamie Lee Curtis) y cocinarle algo; la superficie de enojo, miedo y ternura que se abre entre los dos, como una quebradiza costra de crème brûlée, es algo tan hermoso como angustiante. En realidad, todo lo que se le puede reprochar al personaje proviene de un problema de escritura más que de actuación.
Pero para rastrear el problema inherente de El Oso (que, incluso cuando no sabe para dónde ir, como en la temporada 3, nunca llega ni por asomo a ser una mala serie) quizás habría que volver a las taxonomías y sus mismos excesos.
En la subcategoría de cine sobre el acto culinario hay una nudo de bifurcación evidente, que es el que separa a las películas sobre un tipo de cocina (por ejemplo, todo lo que rodea la tradición turca reinsertada en Alemania de Cous Cous, de Abdellatif Kechiche) y películas sobre los hombres (casi siempre el hombre) detrás de ella. Creo que gran parte de las películas sobre la grandeza de los artistas individualistas (es decir, films sobre la grandeza de la soledad y la terquedad del artista) salen de un film paradigmático que es The Fountainhead (1949), de King Vidor.
Inspirada en la novela del mismo nombre escrita por la ideóloga libertaria Aynd Rand, The Fountainhead es una obra cuasi ensayística sobre las bondades del hiperindividualismo y creó un mito o tropo en torno al tipo que emprende una labor que conjuga lo quijotesco, lo obsesivo y lo digno. Hay un protagonista que sabe cómo hacer bien las cosas y sin importar lo que le digan él intentará llegar a su visión (incluso a riesgo de dinamitarla), y al concretarla la sociedad entera se verá beneficiada por un efecto de derrame.
Carmy es un personaje que, en las primeras tres temporadas, parece seguir ese camino heroico. Su presencia saca lo mejor de sus compañeros, y aun cuando parece un poco errático y desorganizado la serie lleva inevitablemente a tenerle fe. Lo más interesante que tiene la cuarta temporada es reconocer que quizás las ínfulas de grandeza no son tan útiles para el proyecto del restaurante y que quizás aplicar un poco de sentido común hace que todo vaya mejor (es decir, lo que encarna el personaje de Sydney). Esto supone un atenuamiento del ethos del personaje principal y, con él, el sentido de la serie.
Sin ánimo de tirar demasiados spoilers, es quizás por esto mismo que la temporada culmina con un capítulo tan teatral como abstracto, casi un bottle episode con la forma de una sesión psicodramática de los protagonistas. Un poco en chiste, podría ser el equivalente culinario al famoso e infame capítulo final de Evangelion, en el que pasamos de explosivas peleas de Evas contra Ángeles gigantes a los vericuetos mentales de un pobre Shinji atormentado por su pésima crianza e impulsos eróticos y tanáticos.
El mundo es un plato
El síntoma de El Oso habla, más que de la serie, de una forma de ver las cosas en Occidente. En algún momento del siglo pasado la cocina (no el cine de cocina, sino la cocina en sí misma) dejó de centrarse en el acto comunal de cocinar y comer para convertirse en otro espacio del arte, de la conquista de lo individual por encima de lo colectivo, en forma de grandes chefs, grandes curadores, estrellas Michelin, etcétera.
Escuché recientemente una interesante crítica feminista a este aspecto: la migración emancipadora de la cocina de esas madres anónimas que pasaban su saber de generación en generación dio paso a hombres que tomaron los cuchillos y las cucharas, pero hicieron de la cocina un nuevo acto de conquista, descubrimiento y apuesta a la posteridad. Esa crítica agregaba algo tan gracioso como real: desde que Anthony Bourdain popularizó la cocina como algo sexi y rebelde, lo culinario dejó de ser algo concentrado en el calor de la casa, o al menos circunscrito a los reinos de un establecimiento, para ser un nuevo acto de despliegue viril, y ya no se trata de comer en un restaurante, sino de ir a la Amazonia, cazar una anaconda (con tus propias manos) y llevarla a los nativos para que te expliquen cuál es la forma correcta (la única) de comerla.
Los chefs son al siglo XXI lo que los exploradores y cazadores de safaris fueron a los comienzos del XX. A El Oso a veces le pasa con la comida lo que a Whiplash (Damien Chazelle, 2014) le pasaba con el jazz: sin duda la relación sadomasoquista de un alumno y un profesor que emprenden su vuelo de Ícaro hacia la perfección da material para una historia épica, pero en el trayecto se desmigaja el espíritu original del jazz, un género musical que sólo obedecía al acto comunal de juntarse e improvisar y que siempre se destacó por jugar con la flexibilidad del tempo, más como una forma de diálogo que como una suerte de enlazado perfecto.
Ya en la segunda temporada de El Oso se sentía ese ruido: de algún modo me caía mucho mejor un bar de mala muerte que seguía firme en su labor de ofrecer sándwiches riquísimos a gente que los necesitaba, que ese restó cheto bastante indistinto de miles de otros en que el protagonista lo quería convertir. Así, se sentía extraño el tono elegíaco con que se quería vestir este, al menos para mí, evidente downgrade de sus proyectos.
El Oso fue (sigue siendo) genial, justamente, en los destellos en los que se convierte menos en una serie sobre el cocinero que sobre el acto comunitario de la cocina. “Fishes”, de la segunda temporada, permanece como el mejor capítulo de la serie, y quizás del último lustro de la tevé en general. Su mejor cara siempre se ve en ese patchwork frenético que sucede cuando aparecen mil personajes cuyos diálogos se pisan, a lo Noah Baumbach. Brilla cuando se pasa del hipercomplejo oficio de la haute cuisine a la conexión auténtica del compartir (por ejemplo, el capítulo solitario, en plan Atlanta, en el que Sydney va a la casa de su prima para hacerse unas trenzas y termina cocinándole a su sobrina). No es casualidad que quizás el plato más apetitoso de la temporada sea un pollo que le prepara Carny a su madre, porque, dejados a un lado la ciencia y los pases de magia, aparecen el amor y también la comida en su dignidad verdadera.
El Oso. Cuatro temporadas. En Disney+.