El elogio de las historias mínimas tuvo su cuarto de hora, aunque nadie sepa muy bien de qué se hablaba cuando se hablaba de mínimos en las historias. En todo caso, La mitad de mi familia es exactamente lo contrario a cualquier mínimo, aunque a alguien que vea la película de refilón pueda parecerle que ahí pasa muy poco.
Este documental es un registro en primera persona sereno y fluido de una charla (casi monólogo) entre el realizador Ariel Wolf y su madre, Doris Hajer. Las imágenes y el sonido descorren con suavidad el velo que cubre una historia de vida llena de aventuras, transgresiones, amor desaforado, lucha, vocación, pasión, tragedia y felicidad.
En 2018, Doris, psicóloga y catedrática en la Universidad de la República, publicó La mitad de mi familia, un libro en el que rememora algunos aspectos de la vida de sus padres y otros miembros de su familia. Su madre alemana y su padre judío (según dice ella en un contraste curioso, puesto que su padre también nació en Alemania) le hicieron ver, ya adulta, que “la mitad de mi familia mató a la otra mitad”.
La película de Ariel no se basa en el libro; es, más bien, el testimonio vivo de los recuerdos de Doris. En la película uno encuentra el esqueleto del libro; si el libro abunda en detalles y recupera recuerdos de más personajes, y por eso resulta denso en contenidos y reflexiones, la película resplandece con la mirada de Doris y muestra sin timidez su propia arquitectura y los motivos del realizador para hacerla.
Ni la madre de Ariel vacila cuando habla de su vida –por ejemplo, de su actual pareja Marisa– ni Ariel tiene empacho en declarar que se sabe frágil, y que, entre otras cosas, la realización audiovisual le ha permitido empoderarse. La sencillez del planteo escénico y del montaje, el ritmo controlado, la banda de sonido exacta y la naturalidad con que se rompe eventualmente el atrás de cámara contrastan explosivamente con el contenido del discurso tranquilo que desarrolla Doris con su voz clara.
Sentada en el sofá de su sala de estar, Doris retrata a los personajes de sus memorias. Su abuelo materno, criminal de guerra nazi que murió en una cárcel en la que sólo él estaba recluido, después de la guerra, custodiado por un guardia. Su padre, un intelectual judío de izquierda, que a los 13 años juró (y cumplió) no volver a pisar una sinagoga en su vida, obligado a vender colchones en Montevideo para dar sustento a su familia, defensor del vínculo abierto en la pareja –una especie de búmeran al final de sus días–. Su madre, que, según Doris, “priorizó sus impulsos al hecho de ser madre”, fiel seguidora de la idea de su marido de la libertad para tener amantes y capaz de las acciones más terribles para castigar a su hija.
Los retratos se van construyendo a través de historias, algunas vividas por ella y otras escuchadas en sus viajes a Alemania, como la de su prima Frieda, que después de la guerra llevaba siempre consigo las fotos de sus hijos asesinados y las mostraba en los tranvías preguntando si alguien los había visto.
La película se centra sobre todo en la figura de la madre de la protagonista, y, sin evitarlo, es parca en historias del Holocausto. Es un documental de talking heads, gente que habla frente a una cámara, con algunas fotos familiares del pasado, algunos movimientos dentro de la casa y poco más. Esta modalidad de documental, a menudo cuestionada por fácil, parece, en este caso, la más justa. La apariencia de fragilidad de la protagonista es engañosa, y a poco de comenzado su relato se apodera del espectador tanto por la fuerza de los hechos que cuenta como de su actitud tranquila al rememorarlos.
La historia de Doris es tan extraordinaria que un tratamiento más agitado la habría hecho insoportable. Seguramente el realizador hizo la película sin pensar demasiado en una estrategia narrativa que se adecuara al contenido; quizá sólo siguió su impulso natural, una tendencia estilística personal. El hecho de ser el hijo de la protagonista de una historia tan robusta es una señal muy significativa. ¿De dónde sale esa serenidad de Ariel si no de su crianza? Tiene sentido hablar del vínculo del realizador con el sujeto de su película; tiene sentido porque así lo pide él mismo al emprender un relato en primera persona, reflexivo, con matices autobiográficos. Una línea de Doris, cerca del final, es especialmente clara a este respecto: “Me gusta que estés haciendo esto, y que te dediques a esto, y que estés haciendo esto conmigo. Me gusta”.
Doris, que fue dos veces con su madre alemana a Alemania, a principios de la década de 1950 y diez años más tarde, dice que no le gusta su familia alemana. Su retrato del padre, por otra parte, muestra un individuo informado, inteligente y activo, desilusionado de la Unión Soviética y de los anarquistas españoles debido a una triste experiencia durante la guerra civil española. A Doris no le gustaba su familia alemana porque veía en sus actitudes, incluso después de la guerra, señales de intolerancia y autoritarismo que la otra mitad de su familia había sufrido en carne propia.
El documental logra poner de manifiesto ese choque de tradiciones y de modos de ver el mundo en una misma persona, que quizá por eso decidió estudiar psicología, leyendo en alemán, el idioma de la familia de su madre, al fundador del psicoanálisis, perteneciente a la comunidad de la familia de su padre.
La mitad de mi familia. 96 minutos. En Alfabeta, Cinemateca y Sala Nelly Goitiño.