Si algo caracterizó al siglo XX fue la manera en que muchas ideas que se habían ido gestando y desarrollando en tiempos anteriores terminaron de irrumpir de forma dramática. Fue como si el mundo se hubiese quedado sin lugares para explorar, obligando a que toda esa fuerza centrífuga del siglo XIX se disputara ahora en el centro de las ideas, pero las ideas aplicadas, de las maneras más violentas.
Entre todos estos momentos en que los filamentos de la historia se sobrecalientan como resistencias en sus movimientos espiralados, la guerra civil española, primero, y los movimientos de izquierda de la década de 1960, después, concentran una cantidad importante de personajes fascinantes que se arrojaron a aventuras paralelas, muchas veces subterráneas, a las de las figuras del panteón oficial revolucionario. Lo que siempre rinde con estos personajes es una suerte de pureza moral, de individuos excéntricos que bordearon la historia, pero no llegaron a ser manchados del todo por ella.
Uruguay tuvo muchos de estos personajes, pero la historia del escritor y filólogo Daniel Chavarría (1933-2018) concentra un montón de detalles que parecen dignos de una novela de Salgari, autor que lo obsesionaba desde niño: infancia en el San José profundo, militancia en el Partido Comunista con posterior renuncia para abrazar el pensamiento de Martí, vida picaresca en donde se pueden enumerar trabajos tan disímiles como guía del Louvre, modelo de ropa interior y buscador de oro en Brasil, y participación activa en un movimiento revolucionario liderado por un párroco, con posterior huida a Cuba por medio del secuestro de una avioneta en Colombia.
No hace falta decir que, con todo esto, hay mucha tela para cortar, y las anécdotas se podrían bastar por sí solas en la forma de un documental clásico de cabezas parlantes. La directora Elisa Barbosa Riva elige, sin embargo, un estilo más abstracto y ensayístico, que está a medio camino entre la distinción evanescente y detallista de Chris Marker y la dimensión juguetona de Isaki Lacuesta (sobre todo en Cravan vs Cravan). El otro autor que en todo momento aparece flotando es Luis Ospina con el descomunal Un tigre de papel, un falso documental sobre un personaje ficticio que, de una forma curiosa, logra encapsular un espíritu de época revolucionaria quizás mejor que con films centrados en personas reales.
Lo que diferencia el estilo de Barbosa Riva es que esa cuestión ensayística y desperdigada con la que pretende acercarse a su objeto de estudio no está dominada por el pulso literario que envuelven las obras de Marker y Lacuesta, y se concentra mucho más en el poder puro asociativo de sus imágenes. Así, para alguien que no conoce mucho la figura de Chavarría, la esencia de su personaje se dará en un lento pelado de cebolla en donde se atraviesan lugares, personas y detalles, sin indicar claramente sus nexos.
El principal hilo visual y metafórico que la directora encuentra para atravesar todas estas historias es la imagen del gallo y la de los huesos. El gallo de pelea toma la forma del espíritu activo y aventurero del héroe de la historia, pero también simboliza los movimientos revolucionarios de los que forma parte, tal como en la canción “Gallo rojo, gallo negro”, con la que cierra la película. Para este contraste, el gallo se ofrece como imagen de la fecundidad (y también del erotismo, como toda la parte en que la película se traslada al pueblo que inspiró al escritor uruguayo para escribir la novela Príapos, de 2005), en contraste con los huesos, que durante todo el film aparecen de múltiples formas, ya sea como referencia a los desaparecidos, como alusión a las radiografías (el intento del documental por intuir qué hay debajo de su figura) o como fin de una generación (la “generación del entusiasmo”, de la que el mismo Chavarría se sentía parte), representada como un apocalipsis bíblico, aludido por la directora en la forma de tormentas y diluvios registrados por su lente.
El hombre elusivo
Lo que prima, más que nada, es esta idea de fin de los días, que coincide con el lento desvanecimiento de una memoria. Ahí, algo peculiar es que todos los entrevistados presentan problemas de memoria a la hora de hacer su aporte sobre Daniel Chavarría. Incluso el nombre del escritor se presenta muchas veces rebautizado por periodistas que lo apellidan “Chavarriaga”, agregando así peso a esta condición elusiva.
El desvanecimiento de la memoria no es algo nuevo en el cine documental (pienso, por ejemplo, en cómo en The look of silence Joshua Oppenheimer logra que los interiores y la naturaleza de Indonesia se conviertan en reflejo de esa cosa frondosa y húmeda que termina por absorber la memoria de los desaparecidos del terrorismo de Estado), y apelar a los lugares para que cuenten la historia, por encima de los narradores, tampoco –puede ser Patience (After Sebald), de Grant Gee–.
El problema que percibo en el documental de Barbosa es que queda a medio camino del documental tradicional (un poco más delineado en lo narrativo) y el tratamiento más experimental y vaporoso. Ese punto medio, al menos para quien escribe (en definitiva, la película es suficientemente abstracta para que quien quiera proyecte sobre ella sus indagaciones internas, como en una lámina de Rorschach), termina haciendo que la curiosidad inicial se vaya diluyendo entre tantos entrevistados que se disculpan o se fastidian por su dificultad de recordar lo que fue el personaje.
El momento en que sentí más cristalizada esta frustración se da cuando Hilda, segunda pareja de Chavarría (por lejos, la entrevistada más interesante de todo el documental), se fastidia y le pregunta a la directora si lo que quiere, cuando dice “construir la memoria de Daniel”, es que cuente lo que Daniel pensaba o lo que ella quiere que la gente piense de Daniel. Es casi un comentario metadocumental, donde ella está haciendo un señalamiento de una grieta interna que atraviesa todo el acercamiento.
Hay, ciertamente, buenos momentos e imágenes de alto poder evocativo, pero en el enganche narrativo o poético algo hace intermitencia. Cuando finalmente damos con Chavarría, con sus fotos y su presencia en cámara, sucede algo que es contrario a lo que vemos, por ejemplo, en El retrato de mi padre (2022), cuando Juan Ignacio Fernández Hoppe termina accediendo a la imagen policial del cuerpo de su padre: la película había sido un lento puzle, y el encastramiento de esa última pieza se siente como algo sobrecogedor y fascinante. Cuando termina obteniéndose la imagen de Chavarría, él termina narrando, apenas, la anécdota del secuestro del avión, la misma que cuenta gran parte de los entrevistados.
La caja negra: un retrato fragmentado. 116 minutos. En Cinemateca.